Jennifer Greene - Mi Bella Durmiente

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Maggie Fletcher podía recordarlo todo excepto lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Menos mal que, por suerte para ella, el sheriff local Andy Gautier estaba en el caso. En la ciudad se decía que era capaz de llegar al fondo de cualquier asunto… o de cualquier persona.
Andy se había jurado a sí mismo que ayudaría a su bella durmiente a recuperar el día que había perdido. Pero le estaba costando mucho concentrarse en el trabajo…

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– ¿Y tienes la desfachatez de acusarme a mí de gula, habiéndote comido tú la cena de tres hombres?

– No estamos hablando ahora de mis pecados, sino de los tuyos, y estoy seguro de que esta conversación va a acabar muy pronto, porque no vas a ser capaz de confeccionar una lista.

– ¿Ah, no? Pues te equivocas, porque he de informarte que soy una ladrona.

– ¿Ah, sí?

– Robé las fresas del jardín de la señora Meglethorn cuando tenía seis años. Y más de una vez. Y lo que es peor, creo que volvería a hacerlo. ¡Estaban deliciosas!

– Dios santo… ¿Quién se habría podido imaginar que eras capaz de cometer un pecado de tal magnitud? Debería haberme traído las esposas.

– No empieces, Gautier.

Y no volvió a decir nada a ese respecto, porque se olvidó de todo lo demás para besarla. Tenía un sabor dulce y suave, como la mujer que había estado echando de menos durante toda su vida. Sabía a la magia en la que nunca se había atrevido a creer. Pero algo en su técnica no debía estar muy depurado porque ella interrumpió el beso para decir:

– Orgullo.

– ¿Orgullo? Ah, estás intentando llevarme de nuevo a tu larga lista de bochornosos pecados, ¿no?

– No estoy segura de recordar todos los pecados de esa lista, recuerdo la gula, la envidia, la soberbia… pero estoy segura de que el orgullo tiene que aparecer por algún lado. En unas cuantas ocasiones… como por ejemplo, cuando me empeñé en cruzar los Apalaches sola, bueno, tengo que admitir que en aquella ocasión fui un poco, un poquitín orgullosa.

– ¿Tuviste problemas? -le preguntó, trazando la línea de su mandíbula con un dedo.

– No, pero una noche tuve que compartir refugio con unos tipos que habían estado bebiendo. En cuanto me di cuenta, debí marcharme de allí. Todo salió bien, pero si no hubiera sido tan orgullosa como para pensar que podía manejar cualquier situación yo sola, no me habría puesto en esa posición. Y otra vez, había subido a la montaña a escalar, no eran más que unos ejercicios, pero debería haber sido consciente de que, aun así, no se puede ir sola. Me caí y me rompí la pierna. Fue una verdadera estupidez.

– Eso parece.

Maggie arqueó las cejas.

– Oye, que yo esperaba un poco de comprensión.

– No te la mereces. El orgullo es un pecado terrible que yo, como soy perfecto, jamás he cometido. Ni siquiera en una ocasión, cuando me pilló una tormenta de nieve en el monte y a punto estuve de partirme la crisma, pero eso es distinto. No era yo el tonto, sino el tiempo.

– Ya -contestó, y los ojos le brillaban divertidos-. Debería haberme imaginado que podrías comprenderme.

– ¿Te refieres a la necesidad de aceptar desafíos y ponerte en el límite de vez en cuando? ¿A saber de qué madera estás hecha? ¿Incluso para correr algo de peligro? -Andy sonrió-. Yo también he estado en todos esos sitios y he pagado todos esos precios. Pero volviendo al tema que nos ocupa, hay dos pecados más en esa lista que tú no has mencionado.

– ¿Cuáles?

– No sé su nombre, pero la lujuria tiene que ser uno. ¿Quieres hablar de eso?

– Mm… creo que no.

Ni él. Hablar no era ni la mitad de divertido que hacer, y ella ya le rodeaba el cuello con la mano para tumbarlo a su lado.

Capítulo 6

Como Maggie parecía decidida a confesarle todos los terribles pecados que había cometido en su vida, y demostrarle de una vez por todas que no era una buena mujer, Andy no pudo identificar qué había provocado aquel repentino cambio de humor, pero cuando ella le rodeó el cuello con un brazo y lo besó en los labios, él prefirió no hacer preguntas. Era demasiado caballero.

Pero como aquel primer beso sólo pareció frustrarla, decidió ir por otro, y su mirada se volvió brillante y vulnerable, aferrada como estaba a él, casi como si temiera verlo desaparecer.

Pero no iba a ir a ninguna parte.

El tronco que habían estado utilizando como respaldo les estorbaba, así que tiró suavemente de ella para quedar ambos tumbados sobre el aislante y poder profundizar en un beso que ya les estaba trayendo problemas. Pero eso era precisamente lo que él deseaba darle, más problemas de los que pudiera manejar una tarea improbable, teniendo en cuenta que ambos iban forrados de ropa y que la cara era la única parte del cuerpo que quedaba al descubierto.

Pero todo era culpa de Maggie. Ella le había provocado. Aunque el que estaba ya metido en un buen lío era él. Todo lo de ella lo atraía, su deseo de independencia, su espíritu, su integridad. Menos mal que había descubierto también algunas debilidades. Le parecía admirable la lealtad que de mostraba hacia su familia, pero por su propio bien, creía que la llevaba demasiado lejos. No tenía paciencia con las tareas que no le gustaban, como ir a comprarse un coche, por ejemplo, y con tal de terminarlas pronto era capaz de cualquier cosa. Corría riesgos excesivos, como eso de cruzar los Apalaches sola. Precisamente esa era una de las razones, su fortaleza y su independencia, por las que era lógico que Maggie no necesitara tener un hombre en su vida. De hecho, semanas antes, él mismo habría estado dispuesto a ratificarlo, porque nunca había sentido la necesidad de una compañera. Hasta aquel momento, claro. La necesidad de amar nunca lo había dominado hasta conocerla a ella. Jamás había sentido tanto y en tan poco tiempo. No podía creer que algo fuese tan perfecto, y sin embargo el mundo entero cambiaba de color cuando estaba con ella, y dos veces más rápido si la tocaba.

Temía estar solo en aquella isla, que Maggie no estuviese en su misma situación… pero la duda sólo perduró hasta volver a besarla.

Quizás hubiera amado antes, pero no era sólo él quien estaba al borde del precipicio. Maggie era pura dinamita. Ninguna mujer lo había mirado de la forma en que lo hacía ella. Ninguna mujer le había respondido con aquella vulnerabilidad terrenal, pura, honesta, sensual. No tenía miedo. Era más como si la sorpresa la hubiera dejado sin defensas. No estaba acostumbrada a que dos personas pudieran generar un cataclismo con tan sólo besarse. Y él, tampoco. Además, tenía la sensación de que para ella, la antesala del sexo era importante. Quizás ningún hombre de los que habían estado con ella le había dado la misma importancia. Maggie era demasiado fuerte para dejar el control en manos de otra persona, y el sexo era mucho más fácil si se reducía a un picor que había que saciar. Pero a él lo empujaba el amor y no sólo el sexo, y quería conseguir su confianza, algo que no podía conseguirse con rapidez. Tenía que conseguir que deseara más, despertar en ella la frustración y quizás, de ese modo, consiguiera abrir la puerta a la confianza.

La teoría seguro que era la correcta, pero había un pequeño problema en la aplicación.

El aislante se había enredado en ellos y Maggie tenía la cabeza en la nieve, así que Andy rodó para colocarla sobre él. No iba a permitir que pillara una pulmonía.

– Andy…

Tan explosivo resultó para ella estar arriba como había resultado estar abajo. La cordura estaba desapareciendo a manos llenas y Andy tuvo que recordarse que él siempre había tenido montañas de paciencia, especialmente como amante. Siempre. Sin excepciones.

– Andy… -susurró de nuevo, enmarcando su rostro con las manos, aceptando sus besos, aprisionándolo con su peso como si estuviera saboreando la tortura-. Tenemos que ponerle fin a esto -dijo con voz ahogada-. Los dos sabemos que es una locura. Es tarde. El fuego casi se ha apagado. Nos estamos congelando.

– Bueno… siento tener que decírtelo, Mags, pero eres tú quien me está besando.

– Cállate y ábrete la chaqueta, Gautier.

Andy obedeció. Bajó primero la cremallera de su chaqueta y después la de ella. Aún quedaban unas quinientas capas de ropa entre ellos, pero la situación había mejorado. Había suficiente calor en sus pechos para derretir una avalancha, O dos.

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