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Jennifer Greene: Toda una dama

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Jennifer Greene Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger. Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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– ¿Andy? Soy Liz. Oye, hermano, tengo que pedirte que me hagas un favor…

Va a casarse.

Y todos los que estaban en la interestatal 43 parecían creer que aquello eran unas vacaciones. Clay pasó a otro grupo de domingueros y pisó a fondo el acelerador. Cuando llegó a las afueras de Milwaukee, su mal humor estaba al máximo y sus nervios de punta. No conocía la ciudad, lo que no le ayudaba. Cuando estaba en un semáforo dispuso de unos momentos para repasar su aspecto en el espejo retrovisor. El traje que usaba únicamente en los funerales y en las bodas no estaba mal. De hecho, el azul oscuro le hacía parecer un hombre seguro, dueño de sí mismo y convincente. La camisa de rayitas, sin embargo, parecía haber sido planchada en la autopista. Debía haberse aflojado la corbata sin darse cuenta. Su pelo parecía revuelto con las manos. El peine que siempre llevaba en el bolsillo trasero había desaparecido. Se lo arregló como pudo hasta que entró en Merriweather. La calle de Liz.

Merriweather, 3421. Lo encontró, pero no había sitio donde aparcar a menos de una manzana del edificio de ladrillo de dos plantas. El corto paseo le proporcionó la oportunidad de borrar el ceño de su cara y adoptar una expresión tranquila e indiferente. La misma expresión que había asumido cuando Andy había pasado a verle por la mañana para contarle la novedad, la misma cara que había puesto cuando Spencer le había preguntado muy asombrado: «Papá, ¿por qué te estás poniendo un traje?»

Spencer podía hacer las preguntas más irritantes. Clay no sabía por qué se había puesto el traje.

«Tranquilízate. Tenías que venir a Milwaukee y te acabas de enterar de que va a casarse». Clay empujó la puerta y entró en el vestíbulo bien iluminado con moqueta rojo oscura. Cuatro apartamentos; uno era el de ella. El 3421 estaba al final del segundo piso, hasta donde sus pies le llevaron en obstinado silencio. Hacía un frío tremendo. Pero su cuerpo ardía. Podría haber corrido una maratón impulsado por la feroz energía que tenía en su interior. Su garganta estaba seca, le pesaba la cabeza y las puntas de sus dedos estaban azules y temblorosas por el frío.

Se pasó aquellos dedos por el pelo y luego llamó. «¡Maldita sea! Llama; no aporrees la puerta. Estamos perfectamente tranquilos». Como no hubo una respuesta inmediata, sintió deseos de derribar la puerta. Pero entonces abrieron.

– ¡Clay!

En otro momento Clay habría pensado que ella parecía demasiado sorprendida de verle. En ese momento estaba demasiado ocupado mirándola. Iba descalza. Unos vaqueros viejos ceñían sus esbeltas caderas y un amplio suéter amarillo ocultaba su figura. Estaba despeinada y sin maquillar. Sus ojos brillaban y en sus labios había una sonrisa de bienvenida. Parecía descansada, tranquila, feliz.

Sintió deseos de estrangulada.

– Espero que no te moleste una visita sorpresa. Tenía que venir a Milwaukee y pensé pasarme por aquí.

– ¡Maravilloso! Entra. Aunque debo confesar que esto está hecho un desastre. Estoy empaquetándolo todo, Clay. Pasa por aquí. Estaba haciendo café.

– Estupendo.

Si ella le preguntaba para qué había ido a Milwaukee, no sabría qué decirle. Por el momento no quería decirle nada.

Quería hundir las manos en su pelo rubio y borrar aquella sonrisa con su boca.

– Mudarse es tremendo. Sólo he estado aquí un año y no puedo creer la cantidad de bobadas que he acumulado.

Él la siguió hasta la estrecha cocina, donde ella se puso de puntillas para coger dos tazas. El movimiento puso en tensión sus muslos y su trasero. La mandíbula de Clay se negó a funcionar hasta que ella se volvió con una sonrisa y una taza humeante.

– Me han dicho que te vas a casar -dijo él alegremente, pero podría haberse liado a patadas con un armario.

– Sí. ¿Te lo ha dicho Andy?

– Lo mencionó, sí.

Él tomó un sorbo de café y dejó la taza en la barra.

Liz soltó una carcajada..

– Clay, me temo que no voy a acabar nunca si no sigo con esto.

– Muy bien, muy bien. Sigue haciendo lo que estés haciendo. ¿Cómo es él?

– ¿Quién?

– El hombre con el que te vas a casar.

– ¡Oh!

Ella sacó un cajón, ese que existe en todas las cocinas para guardar un poco de todo. Se movió entre las cajas hasta encontrar la que estaba buscando y entonces empezó a echar dentro abrelatas, martillos, destornilladores, lápices, llaves y un saca corchos.

– Es un hombre maravilloso, Clay. Te gustará mucho.

– Sólo llevas aquí once días.

«Doce horas y treinta y siete minutos», añadió Clay mentalmente.

– Pero hace mucho tiempo que le conocía -dijo ella.

– ¿Cuánto?

– Años.

– Eso está bien. Eso está muy bien -dijo Clay en tono razonable-. ¿Y a qué demonios se dedica?

– ¿Te refieres a su trabajo? Trabaja con la gente. Es maravilloso tratando a la gente; es muy sensible y cariñoso. La clase de hombre que se hace querer y respetar.

Ella desapareció. Él la siguió rodeando las cajas y bultos del cuarto de estar. Su dormitorio era pequeño. La única cosa que contenía todavía era una cama de bronce. Él miró fijamente las sábanas revueltas.

– ¿Cómo está Char? -preguntó ella despreocupadamente.

– ¿Char qué?

Ella se había inclinado otra vez para sacar cosas de los cajones. Cositas amarillas y rosas, y él miraba su trasero, su espalda, el pelo que rozaba las mejillas.

– ¿No crees…?

Clay notó su tono agresivo y carraspeó. Luego lo intentó otra vez.

– ¿No crees que has decidido casarte un poco deprisa?

– No creo, Clay. Como te he dicho, hace mucho que le conozco. Creo que siempre lo he sabido.

Ella se balanceó sobre los talones y en sus ojos apareció una expresión soñadora.

– Siempre he sabido que era el hombre adecuado para envejecer juntos, para tener hijos. Es tan bueno, Clay… El mejor de los hombres. El tipo de hombre al que puedes confiarle tu vida.

– Magnífico.

– Y me necesita -ella le miró con una sonrisa extraña-. Es la clase de hombre con el que se puede contar cuando las cosas van mal, pero hay algo más importante que eso… Supongo que una mujer como yo necesita sentirse necesitada también.

– Me alegro de que te sientas necesitada.

– Sabía que te alegrarías.

– No podría alegrarme más por ti.

– ¿Sabes una cosa? -preguntó ella con suavidad-. Sabía que reaccionarías así. No dejabas de decirme que algún día encontraría al hombre adecuado y él es maravilloso, Clay

Algo estalló en Clay: su cabeza, su corazón, sus huesos, todo. No tuvo tiempo para pensar que podía hacerle daño a Liz. De pronto sus manos estaban en los brazos de ella para atraerla hacia sí. Una mano se posó en la nuca de ella y la otra la rodeó mientras su boca se cerraba sobre la de Liz.

Aquel contacto físico causó una explosión. Los labios de ella se amoldaban a los suyos como si le pertenecieran. Absorbió su aroma, su sabor, su suavidad. La cabeza le daba vueltas. Sabía que la abrazaba con tanta fuerza que debía estar haciéndole daño, pero no podía soltarla. El dolor que sentía en su interior era mayor que el cielo, aterrador en su desesperada e implacable intensidad. Como si un rayo de sol se introdujera en un mundo totalmente negro, sintió los dedos de ella en su pelo, sus pequeños pechos contra su tórax, el calor y el deseo fluyendo en ella. Liz estaba respondiendo. Hizo un esfuerzo para alzar la cabeza. Su voz no fue más que un áspero susurro.

– ¿Crees que ese hombre tuyo te hace sentir este fuego?

– Siempre…

Ella estaba sin aliento.

– Siempre que me toca.

– No.

– Siempre -repitió ella-. Y tú deberías saberlo, Clay

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