Jennifer Greene - Un toque caliente

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Ella tenía la norma de no mezclar los negocios con el placer… pero había normas que había que romper…
Aceptar un cliente como Fox Lockwood era buscarse problemas, pero Phoebe Schneider utilizaba su talento como masajista para curar a quien la necesitaba. Fox no tardaría en hacerle considerar la idea de cruzar una línea a la que jamás se había atrevido a acercarse siquiera. Cuanto más tiempo pasaba Fox con Phoebe, más vivo se sentía, pero había algo que impedía que Phoebe permitiera que la relación fuese más allá del deseo y él iba a descubrir el misterio.

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– Tengo que llevar a Christine al hospital, pero puedes ir a mi casa dentro de media hora, más o menos. Pensaba quedarme con la niña toda la noche, pero tengo una sustituía, Ruby. Así que no será un problema. Y tenemos que establecer un horario -le dijo a la familia-. Pero me vendría bien verlo los jueves y los lunes por la noche, ¿de acuerdo?

Harry y Ben asintieron y, unos minutos después, la acompañaban a la furgoneta, llevando sus cosas y dándole palmaditas en la espalda. La trataban como si fuera una hermana honorífica y Phoebe no podía evitar quererlos. Eran encantadores. Y su madre también.

Era Fox quien la ponía nerviosa.

Fox el que despertaba sus hormonas.

Pero discutir con su familia una posible solución a los problemas era lo que tenía que hacer. Conocer a su madre, estar con sus hermanos, la había ayudado a controlar sus emociones, a poner el problema de Fergus en perspectiva. El objetivo era curarlo. Si no se salía de ese camino, no podía meterse en líos.

Fox seguía enfadado cuando sus hermanos volvieron a entrar. Los había visto acompañarla, darle palmaditas en la espalda, besos en la mejilla…

– Estoy pensando en pedirle que salga conmigo -dijo Ben.

– ¿No salías con esa profesora, Heidi como se llame?

– Sí, es maja. Pero no siento nada por ella. Phoebe, por otro lado…

– Si tú no se lo pides, se lo pido yo -lo interrumpió Harry.

– Un momento -dijo Fox. Ahora entendía el estrés… y no tenía nada que ver con sus heridas. Harry era el ligón de Gold River, iba de flor en flor sin quedarse con ninguna. Ben, por otro lado, estaba buscando esposa-. Ninguno de los dos va a pedirle nada.

– ¿Por que? -preguntaron los dos hermanos a la vez.

– Porque no.

Y como le dolía la cabeza, se sintió perfectamente justificado para levantarse y meterse en la ducha, esperando que el agua caliente lo reanimase. No lo consiguió, pero salió de la ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta limpia.

No iba a casa de Phoebe porque ella hubiera dicho que tenía que ir, sino porque tenía que verla. Aunque fuera una bruja y se metiera demasiado en su vida, la realidad era que nadie había conseguido quitarle los dolores de cabeza como ella.

El problema era que tenían que hablar del precio de las sesiones para que lo suyo fuera solamente una relación profesional. Y el otro problema era que ella… lo turbaba.

Fox cerró la puerta de su RX 330 de un portazo. Maldita mujer. ¿Cómo podía saber tanto sobre él? ¿Cómo podía afectarlo de esa forma? ¿Qué sabía ella?

Nada.

Era mandona, dominante. Y mona. Eso era un problema.

¿Por qué tenía que conseguir que desaparecieran sus dolores de cabeza? Había cinco millones de pastillas, ¿por qué no funcionaba ninguna?

Tantos médicos, tantos fisioterapeutas y ninguno había conseguido nada. Fox había dejado de creer que nadie pudiera ayudarlo.

Diez minutos después llegó a su casa. A pesar de la falta de iluminación, podía ver que el jardín necesitaba mano de obra. Y había visto el interior. Al principio, la mezcla de colores lo echó para atrás… hasta que la estudió detenidamente.

Lo de los colores era una buena idea. Uno se fijaba en las paredes y no en lo que faltaba en la casa, como muebles o cuadros.

A Fox no le importaba que no tuviera dinero para amueblar su casa, pero demonios, todo el mundo era un poco egoísta, un poco avaricioso, ¿por qué no lo era ella?

En lugar de ganar dinero, se dedicaba a hacer pasteles para los vecinos, donaba su tiempo los fines de semana para clientes como él sin haber llegado a un acuerdo económico…

Esa clase de generosidad era un rasgo desagradable de su carácter. ¿Quién podía vivir con una santa?

Fox llamó a la puerta con fuerza suficiente para despellejarse los nudillos y esperó, bufando.

Y cuando Phoebe abrió la puerta, descalza, con un pijama de color verde claro de una tela que parecía de alfombra, tuvo que tragar saliva. Llevaba el pelo sujeto sobre la cabeza con una especie de pasador grande de madera. Había una luz encendida en alguna parte que iluminaba su piel, dándole un aspecto suave, imposiblemente suave. Más suave que la luz de la luna. Más suave que los pétalos de una flor. Más suave que la plata.

Y luego se fijó en otras cosas, como su boca. Su boca lo excitaba… por no hablar de esos ojos azules.

Fox recordó entonces que estaba furioso.

– Esto no va a funcionar -dijo, a modo de saludo.

– Claro que va a funcionar.

Cuando él se dirigía a la sala de masajes, Phoebe lo detuvo.

– No, espera, vamos al salón.

– ¿Por qué?

– Porque no voy a darte un masaje. Vamos a hacernos unos ejercicios de relajación. ¿Dónde te duele, por cierto? Sé que esta vez no es un dolor de cabeza.

No lo había preguntado, lo afirmaba. Otra cosa que lo sacaba de quicio. Aquella maldita mujer sabía cosas de él que ni él mismo sabía.

– Me duele el costado, pero no estoy aquí por eso. Has usado a mi familia contra mí…

– Sí, es verdad.

– Eso es poco ético.

– Pero funciona, ¿eh?

Fox no pensaba caer rendido ante aquella sonrisa.

– No vuelvas a hacerlo. Si tengo un problema, lo resolveré yo mismo. No me gusta involucrar ni a mi familia ni a nadie.

– No, claro, tú eres un hombre adulto. Pero en este caso, tu familia está muy preocupada por ti, así que tenemos que hacer algo. Puede que eso no te ayude a ti, pero al menos los ayuda a ellos. ¿Qué te parece?

– Si dices otra cosa sensata, me lío a puñetazos con la pared. No hay nada más irritante que una mujer que siempre tiene razón.

– He oído eso antes. Venga, vamos -dijo ella, señalando la alfombra-. Lo que quiero es que te sientes… como quieras, con las piernas cruzadas, con un cojín, tumbado, como te resulte más cómodo.

En cuanto lo hizo, las perritas se le subieron encima.

– Mop, Duster, al suelo.

Phoebe se puso de rodillas delante de él, ofreciéndole una buena panorámica de su escote. La camiseta del pijama era ancha, pero escotada. ¿Lo sabría ella? Fox se preguntó entonces si escondería algo. También se preguntó si alguna vez llevaba zapatos y cómo demonios habría encontrado una laca de uñas color pistacho. Los dedos de sus pies eran tan monos…

– Fox.

– ¿Perdón? No te había oído.

– Ya veo.

– Phoebe, no he venido para hacer ejercicios. He venido para discutir sobre…

– Lo entiendo. No te caigo bien. No quieres estar aquí. Te molesta que haya podido quitarte el dolor de cabeza y no te gusta pedirle ayuda a nadie. Pero podemos hablar sobre todo eso más tarde, ¿no te parece? Ahora vamos a hacer los ejercicios. Dame la mano, Fox.

No estaba coqueteando con él. Seguro.

Pero por un segundo, por una milésima de segundo, una imagen apareció en su cabeza.

Él tocándola.

Ella deshaciéndose.

Él olvidándose de todo otra vez.

Naturalmente, ésa era una fantasía absurda e intentó apartarla de su mente… pero ya era demasiado tarde. La pelirroja había vuelto a hacerlo. Lo obligó a tomar su mano, a cerrar los ojos y, sin que pudiera evitarlo, «Charlie» se puso duro como una piedra.

– Ahora no hables, no pienses. Relájate. Sólo quiero que hagas una cosa, imaginar un lugar seguro. Un sitio donde nadie pueda hacerte daño. Donde no tengas miedo de nada.

– Phoebe, yo…

– No, no hables. Quiero que te concentres. ¿Puedes inventar un lugar seguro? ¿Imaginarlo? ¿Un lugar donde nada ni nadie pueda hacerte daño?

– Sí.

– Muy bien. Ten esa imagen en tu mente y explórala. Mira hacia arriba, hacia abajo. Huele ese sitio, intenta percibir los sonidos. ¿Lo estás haciendo?

– Sí.

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