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Jacquie D’Alessandro: Un Amor Escondido

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Jacquie D’Alessandro Un Amor Escondido

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Para escandalizar a la estricta, mojigata y puritana sociedad en la que vive, Catherine Ashfield, vizcondesa Bickley, acaba de ayudar a una amiga en la publicación de un manual para las damas que subvierte todas las normas del decoro. Nunca pensó que esta diversión fuera a perjudicarla, obligándola a abandonar Londres en compañía de un atractivo protector. Su guardián es Andrew Stanton, el mejor amigo de su hermano, un plebeyo. Pero, sin saberlo, está obligando a la hermosa e independiente Catherine, que reniega del amor, a reconsiderar su posición. Así los secretos, pasiones y un amor escondido están convirtiendo al hombre que ha prometido proteger a la vizcondesa, en el más dulce de los peligros…

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– Sí a ambas cosas. También yo veo que usted ha estado bien. -Su mirada se posó brevemente en su vestido-. Está preciosa.

– Gracias. -Lady Catherine estuvo tentada de admitir ante él el alivio que sentía al haber podido poner fin al luto, aunque, sabiamente, prefirió guardar silencio. Hacerlo originaría otra conversación sobre Bertrand, conversación similar a la que ya había mantenido con otros invitados desde su aparición esa noche, y no tenía ningún deseo de hablar de su difunto marido.

– ¿Puedo ayudarla a encontrar a alguien, lady Catherine?

– De hecho, estaba buscándole a usted. -No era exactamente cierto, pero Andrew sí representaba lo que ella había estado buscando: una ensenada en la que encontrar refugio entre las aguas turbulentas de la velada.

Un júbilo inconfundible destelló en los ojos del señor Stanton.

– Qué oportuno, pues aquí me tiene.

– Sí. Aquí… le tengo. -De aspecto fuerte y sólido, familiar aunque imponente… el candidato perfecto para distraer su atención de sus preocupaciones y desanimar a los molestos caballeros que llevaban zumbando a su alrededor toda la noche como revoloteadores insectos.

Arrugó los labios.

– ¿Piensa decirme por qué me buscaba o tendremos que jugar a las charadas?

– ¿A las charadas?

– Es un juego divertido en el que una persona escenifica palabras, como quien escenifica una pantomima, mientras otros adivinan qué es lo que está intentando representar.

– Entiendo. -Lady Catherine frunció los labios y dio exageradas muestras de estudiarle-. Humm. Su corbata claramente retocada, en combinación con esa ligera sombra de ceño entre sus cejas, indica que está intentando decir que desearía que Philip se hubiera quedado a hablar con todos esos potenciales inversores de su museo.

– Una observación muy astuta, lady Catherine. Philip es mucho más apto que yo para navegar por estas aguas. Me contento con no asustar a ninguno de nuestros apoyos financieros antes de que Meredith dé a luz y Philip regrese a Londres.

– Le he visto hablar con varias personas esta noche y ninguna me ha parecido demasiado asustada. En cuanto a Philip, me ha encantado que haya venido a la fiesta, aunque es una lástima que haya estado con nosotros tan poco tiempo.

– Me ha dicho que Meredith ha insistido en que viniera, a pesar de sus objeciones.

– Tengo la certeza de que así ha sido.

– Bastante raro, teniendo en cuenta la delicadeza de su estado, ¿no le parece?

– En absoluto -respondió Catherine con una sonrisa-. Ayer recibí una carta de Meredith en la que me escribía que mi normalmente tranquilo y contenido hermano ha empezado a alternar la práctica de frenéticos paseos de un lado a otro de la casa con el repetido refunfuño de: «¿ya es la hora?». Después de una semana soportando semejante comportamiento, estaba a punto de sacudirle. Antes de exponerse al peligro de herir al padre de su hijo, mi cuñada se aferró a la excusa de esta fiesta para empujarle literalmente por la puerta.

El señor Stanton se rió entre dientes.

– Ah, ahora lo entiendo. Sí, puedo imaginar a Philip revoloteando alrededor de Meredith, con el pelo de punta, la corbata desanudada…

– … sin rastro de la corbata -le corrigió Catherine con una carcajada.

– Los anteojos torcidos.

– La camisa espantosamente arrugada…

– …arremangado. -Andrew sacudió la cabeza-. No puedo por más que compadecer a la pobre Meredith. Casi diría que me tienta estar presente en la casa de campo de Greybourne para disfrutar del espectáculo.

Catherine agitó la mano, desestimando la cuestión.

– Vamos. Usted simplemente desearía estar en cualquier otro sitio que no fuera éste, intentando convencer a posibles inversores.

Algo brilló en los ojos de Andrew y a continuación una atractiva sonrisa se extendió sobre su rostro, dibujando dos hoyuelos idénticos en sus mejillas, una sonrisa a la que a ella le resultó imposible no responder con otra semejante. Andrew se inclinó hacia ella y Catherine percibió un agradable olor a sándalo. Un inexplicable estremecimiento le recorrió la columna, sorprendiéndola debido al calor que reinaba en el salón.

– Debo reconocer que solicitar fondos no es mi pasatiempo favorito, lady Catherine. Le debo un favor por haberme concedido este momento de paz.

A punto estuvo de decirle que también ella le debía un favor por una razón similar, pero se contuvo.

– Le he visto hablando con lord Borthrasher y con lord Kingsly, y también con la señora Warrenfield -dijo ella-. ¿Han tenido éxito sus esfuerzos?

– Eso creo, sobre todo en el caso de la señora Warrenfield. Su marido le ha dejado una cuantiosa fortuna y siente un gran amor por las antigüedades. Una buena combinación, en lo que nos concierne a Philip y a mí.

Catherine sonrió y Andrew se quedó sin aliento. Maldición. Era una preciosidad. Todo el hilo de su conversación se desintegró en su mente mientras seguía mirándola. Por fin, su voz interior le devolvió la vida de golpe. «Deja de mirarla como un idiota y habla, cabeza de chorlito, antes de que lord-cómo-se-llame vuelva con un enorme ramo de flores y sus declamados sonetos.»

Se aclaró la garganta.

– ¿Y cómo está su hijo, lady Catherine?

Una mezcla de orgullo y de tristeza asomó a su rostro.

– En general, Spencer está bien de salud, gracias, pero el pie y la pierna le causan dolor.

– ¿No ha venido con usted a Londres?

– No. -La mirada de Catherine recorrió a los invitados congregados en el salón y se le heló la expresión del rostro-. No le gusta viajar y siente especial animadversión hacia Londres, sentimiento que comparto con él. Tampoco le gustan las fiestas. Si no hubiera sido por la fiesta de cumpleaños de mi padre, yo no me habría aventurado a venir a la ciudad. Tengo planeado regresar a Little Longstone mañana mismo después del desayuno.

Sintió una oleada de desilusión. Había esperado que ella se quedara en Londres al menos unos días, concediéndole así la oportunidad de pasar un tiempo en su compañía. Invitarla a la ópera. Mostrarle los progresos en el museo. Montar en Hyde Park y pasear por Vauxhall. Maldición, ¿cómo iba a llevar a cabo su plan para cortejarla si ella insistía en ocultarse en el campo? Sin duda se imponía una visita a Little Longstone, aunque, como ella no le había extendido ninguna invitación, tendría que pensar en alguna excusa plausible para aparecer por allí. Sin embargo, mientras tanto, necesitaba dejar de desperdiciar un tiempo precioso y aprovechar al máximo la oportunidad presente. Los acordes de un vals flotaban en el aire y todo su cuerpo se alteró ante la perspectiva de bailar con ella, de sostenerla entre sus brazos por primera vez.

Justo cuando abrió la boca para pedirle que le concediera ese baile, ella se inclinó hacia él y le susurró:

– Oh, Dios. Mire eso. Está actuando de forma absolutamente errónea.

– ¿Cómo dice?

Catherine señaló con la cabeza hacia la ponchera.

– Lord Nordnick. Está intentando seducir a lady Ofelia y está cayendo en el más absoluto ridículo.

Andrew volvió su atención hacia la pareja que estaba de pie junto a la profusamente adornada ponchera de plata. Un joven de aspecto ansioso, presumiblemente lord Nordnick, estaba dando a una atractiva joven, presumiblemente lady Ofelia, una copa de ponche.

– Ejem, ¿existe acaso una forma incorrecta de dar un refresco a una mujer? -preguntó Andrew.

– No sólo le está dando un refresco, señor Stanton. La está cortejando. Y me temo que no se está luciendo demasiado.

Andrew estudió a la pareja durante varios segundos más y luego sacudió la cabeza, perplejo.

– No veo nada extraño.

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