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Jacquie D’Alessandro: Un Amor Escondido

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Jacquie D’Alessandro Un Amor Escondido

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Para escandalizar a la estricta, mojigata y puritana sociedad en la que vive, Catherine Ashfield, vizcondesa Bickley, acaba de ayudar a una amiga en la publicación de un manual para las damas que subvierte todas las normas del decoro. Nunca pensó que esta diversión fuera a perjudicarla, obligándola a abandonar Londres en compañía de un atractivo protector. Su guardián es Andrew Stanton, el mejor amigo de su hermano, un plebeyo. Pero, sin saberlo, está obligando a la hermosa e independiente Catherine, que reniega del amor, a reconsiderar su posición. Así los secretos, pasiones y un amor escondido están convirtiendo al hombre que ha prometido proteger a la vizcondesa, en el más dulce de los peligros…

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Después de haber salido a despedir a Philip, Andrew subió por el sendero de ladrillo para volver a entrar en la casa, previendo el encuentro con Catherine. Esperaba que no se produjera ninguna otra interrupción…

La puerta principal se abrió y un grupo de caballeros salió de la casa. Andrew apretó los dientes al reconocer a lord Avenbury y a lord Ferrymouth. Ambos jóvenes lores iban impecablemente vestidos: complicadas corbatas de nudo adornaban sus cuellos y lucían un artístico peinado de rizos sueltos y descuidados. Cada uno de ellos llevaba enjoyados anillos que brillaban a la luz de la luna al tiempo que disfrutaban del placer de un poco de rapé. Andrew decidió que no tendrían tan buen aspecto con las mandíbulas inflamadas y los ojos morados.

Y aquel réprobo Kingsly iba con ellos. Con su barriga, sus labios arrugados y sus pequeños ojos, Kingsly era un tipo carente de atractivo, aunque Andrew estaba más que dispuesto a hacer de él un hombre aún más feo si persistía en perseguir a lady Catherine.

El delgado lord Borthrasher miró desde detrás de sus anteojos a Andrew por encima de su larga nariz. A Andrew le recordaba un buitre con su puntiaguda barbilla y esos afilados ojos de mirada fría e inquebrantable. Dos caballeros a los que no reconoció cerraban el grupo. Lo último que Andrew deseaba era hablar con ninguno de ellos, pero, desafortunadamente, no hubo forma de evitarlos.

– Ah, Stanton, ¿le apetece unirse a fumar con nosotros? -preguntó lord Kingsly, escudriñándole de tal modo que Andrew apretó los dientes hasta el límite de sus posibilidades.

– No fumo.

– ¿Ha dicho Stanton? -Uno de los caballeros a los que Andrew no conocía levantó unos impertinentes y le miró. Al igual que sus compañeros, el hombre en cuestión llevaba un traje de corte perfecto, una complicada corbata y un anillo enjoyado. A pesar de ser claramente mayor que todos sus compañeros, era de complexión sorprendentemente atlética y ancho de hombros. Andrew se preguntó si su físico estaría reforzado debido a la práctica del remo-. Hace tiempo que quería conocerle, Stanton. He oído hablar mucho sobre ese museo.

– Permítame que le presente a su gracia, el duque de Kelby -dijo Kingsly.

Ah, el pretendiente cuya propiedad lindaba con la de Catherine. Andrew le ofreció una breve inclinación de cabeza, tranquilizado en parte por el hecho de que el duque, por muy cordial que pareciera, tenía todo el aspecto de una carpa.

– También yo esperaba conocerle. -El otro caballero al que Andrew no conocía se adelantó y le tendió la mano-. Sidney Carmichael.

Andrew reconoció el nombre que Philip había mencionado como potencial inversor de cinco mil libras. De altura y constitución medias, Andrew calculó que rondaría los sesenta años y, cansado, se preguntó si sería también otro de los pretendientes de Catherine. Estrechó la mano del hombre, notando el firme apretón que clavó el anillo contra sus dedos.

– Lord Greybourne me ha informado de que es usted norteamericano -dijo el señor Carmichael al tiempo que evaluaba a Andrew con su mirada calculadora, favor que éste le devolvió.

– En cuanto abre la boca nadie se atreve a dudar de que procede de las malditas colonias -dijo lord Kingsly con una sonora carcajada que arrancó las risas del grupo-. Aunque tampoco es que hable mucho. Hombre de pocas palabras, ¿eh, Stanton?

Haciendo caso omiso de Kingsly, Andrew respondió:

– Sí, soy americano.

– He pasado algún tiempo en su país durante mis viajes -dijo Carmichael-. Sobre todo en la zona de Boston. ¿De dónde es usted?

Andrew vaciló apenas una décima de segundo. No le hacía mucha gracia responder preguntas sobre sí mismo.

– De Filadelfia.

– Nunca he estado allí -dijo Carmichael con aire apesadumbrado-. Soy un amante de las antigüedades. Avenbury, Ferrymouth y Borthrasher me han estado cantando las alabanzas del museo que van a abrir lord Greybourne y usted. Me gustaría hablar con usted de una posible inversión. -Cogió una tarjeta del bolsillo del chaleco y se la dio a Andrew-. Mi dirección. Espero que venga a visitarme pronto.

Andrew se metió la tarjeta en el bolsillo y asintió.

– Lo haré.

– A mí también me gustaría hablar con usted de cierta inversión, Stanton -intervino el duque-. Siempre busco buenas oportunidades.

– Siempre busco inversores -dijo Andrew, con la esperanza de que su sonrisa no resultara tan tensa como él la sentía-. Y ahora, si me excusan, caballeros… -Asintió y los rodeó.

Al pasar junto a lord Avenbury, el joven lord dijo al grupo:

– Ferrymouth y yo nos vamos a las mesas de juego. Me habría gustado bailar con lady Catherine, pero supongo que siempre hay una próxima vez.

Andrew se quedó helado y lanzó una mirada glacial al perfil del joven.

– Es un delicioso bocado -dijo lord Avenbury. Se humedeció los labios y el grupo se rió. Andrew tuvo que apretar las manos para contenerse y no ceder al impulso de ver qué aspecto tendría Avenbury sin labios.

– Como sabéis, su propiedad está situada junto a la mía -dijo el duque, levantando sus impertinentes y haciendo destellar su anillo enjoyado-. De lo más cómodo.

– ¿En serio? -preguntó lord Kingsly con un evidente brillo lascivo en sus ojillos-. En ese caso quizá precise de una invitación para visitarte, Kelby. Sí, creo que siento un repentino apremio por ir a visitarte para tomar las aguas.

– Excelente idea -secundó lord Ferrymouth-. Borthrasher, ¿no eras tú víctima de ocasionales ataques de gota? Las aguas te sentarían de maravilla, estoy convencido. -Borthrasher asintió y Ferrymouth resplandeció al mirar al duque-. Creo que se impone un encuentro en su casa, Kelby. -Su mano barrió al grupo en un ademán en el que incluyó a todos los presentes-. Nos encantaría ir. Unos días de caza, remojándonos en las aguas -arqueó las cejas-, visitando a los vecinos.

– Puede ser un divertido descanso de las habituales rondas de fiestas -concedió el duque-. Vayamos a las mesas de juego y hablemos.

Se alejaron por el sendero, riéndose y sacando puros y cajas de rapé. Andrew apretó los dientes hasta sentir dolor, dio media vuelta y entró en la casa a grandes zancadas. Maldición, la noche no estaba transcurriendo de ningún modo como la había previsto. Aunque, al menos, ahora que aquel grupo se había marchado, las cosas no podían ponerse peor.

De pie entre las sombras del rincón más alejado del salón, Catherine suspiró hondo, por fin aliviada al encontrarse sola durante un instante y poder así calmar sus turbulentos pensamientos. Consciente de que aquel puerto le ofrecería sólo un breve receso de la multitud, paseó la mirada por la habitación en busca de otro santuario en el que encontrar refugio.

– ¿A quién busca con tanta concentración, lady Catherine? -preguntó una profunda voz que habló directamente a su espalda.

Lady Catherine contuvo el aliento y se volvió apresuradamente para encontrarse mirando fijamente a los conocidos ojos oscuros del señor Stanton. Unos ojos firmes, amigables. La recorrió una sensación de alivio. Ahí tenía, por fin, un amigo con quien hablar. Un aliado que no pretendía hacerle ningún daño. Un caballero que no tenía la menor intención de cortejarla.

– Señor Stanton, me ha asustado usted.

– Le ruego que me perdone. La he visto aquí de pie y he querido venir a saludarla. -Andrew la saludó con una formal inclinación de cabeza y luego sonrió-. Hola.

Ella hizo a un lado sus preocupaciones con enérgico ademán y sonrió a su vez, consciente de que él captaría cualquier desconcierto que pudiera revelar.

– Hola. No le veía desde la última vez que vine a Londres, hace dos meses. Supongo que habrá estado usted bien… y también ocupado con el museo.

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