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Jacquie D’Alessandro: Un Amor Escondido

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Jacquie D’Alessandro Un Amor Escondido

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Para escandalizar a la estricta, mojigata y puritana sociedad en la que vive, Catherine Ashfield, vizcondesa Bickley, acaba de ayudar a una amiga en la publicación de un manual para las damas que subvierte todas las normas del decoro. Nunca pensó que esta diversión fuera a perjudicarla, obligándola a abandonar Londres en compañía de un atractivo protector. Su guardián es Andrew Stanton, el mejor amigo de su hermano, un plebeyo. Pero, sin saberlo, está obligando a la hermosa e independiente Catherine, que reniega del amor, a reconsiderar su posición. Así los secretos, pasiones y un amor escondido están convirtiendo al hombre que ha prometido proteger a la vizcondesa, en el más dulce de los peligros…

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– Maldita sea -se oyó un horrorizado y aterrado susurro que, según supuso Catherine, pertenecía a lord Markingworth-. Tiene ese condenado brillo en la mirada.

– Y es demasiado tarde para poder escapar, viejo amigo.

– Maldición. Que caiga una plaga sobre la casa del bastardo de Charles Brightmore. Voy a descubrir la identidad de ese personaje y luego lo mataré… o a ella. Lentamente.

– Así que estabas aquí, Ephraim -dijo lady Markingworth, añadiendo una risilla juvenil a su saludo-. Te he estado buscando por todas partes. Va a empezar el vals. Y qué suerte que lord Whitly y lord Carweather estén en tu compañía. Sus esposas les esperan ansiosas junto a la pista de baile, mis queridos señores.

El anuncio provocó en el círculo de los tres hombres un reguero de carraspeos y de toses nerviosas a los que siguió el arrastrar de zapatos sobre el suelo de parquet cuando el grupo se movió.

Catherine se apoyó contra el panel de roble que tapizaba la pared y soltó un tembloroso jadeo, llevándose las manos al diafragma. Haberse deslizado tras el biombo en busca de un instante de tranquilidad, lejos de las hordas de invitados a la fiesta, se había saldado con un giro totalmente inesperado. Su único deseo era evitar a lord Avenbury y a lord Ferrymouth, que se acercaban ya y que le seguían los pasos desde el momento en que ella había llegado a la fiesta de cumpleaños de su padre, intentando llevarla por separado a un têteatête . Tanto lord Avenbury como lord Ferrymouth habían sido seguidos de cerca por sir Percy Whitehall y algunos otros cuyos nombres se le escapaban y en cuyos ojos se apreciaban inconfundibles -e indeseados- destellos de interés. Dios santo, el período de luto oficial por su marido había concluido hacía sólo dos días. Casi podía oír la voz de su querida amiga Genevieve advirtiéndola la semana anterior: «Aparecerán hombres de todos los rincones. Tal es el destino de las solteras herederas».

Maldición, ella no era soltera, sino viuda. Y con un hijo casi en edad adulta. Nunca hubiera creído que fuera a generar tal entusiasmo masculino… tan pronto. De haberlo sospechado, sin duda se habría sentido tentada de seguir llevando el luto.

Sin embargo, al tratar de evitar a sus inesperados pretendientes, había escuchado inadvertidamente una conversación mucho más turbadora que la atención masculina de la que huía. Las enojadas palabras de lord Markingworth resonaban en su cabeza: «La posibilidad de que Charles Brightmore sea una mujer… de ser cierto, sería el escándalo del siglo».

¿Qué más había dicho que ella no pudo oír? ¿Y qué había de aquel despiadado investigador contratado para llegar al fondo de todos los pormenores? ¿Quién sería? ¿Y cuan cerca estaba de descubrir la verdad?

«… descubriré quién es esa persona, y luego lo mataré… o a ella. Lentamente.»

Un escalofrío provocado por un presentimiento se deslizó por su columna. Dios santo, ¿qué había hecho?

Capítulo 2

La mujer moderna actual debería saber que un hombre que pretenda seducirla empleará uno de los dos métodos siguientes: o bien la abordará directamente y sin ambages o utilizará un cortejo más sutil y amable. Desafortunadamente, pocos hombres tienen en cuenta cuál es el método que la dama en cuestión prefiere… hasta que ya es demasiado tarde .

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE

Esa noche daría comienzo a su cortejo amable y sutil.

Andrew Stanton estaba de pie en un rincón escasamente iluminado del elegante salón de lord Ravensly presa de una sensación muy similar a la que, según imaginaba, debía de sentir un soldado antes de la batalla: estaba ansioso, concentrado y rezando con todas sus fuerzas para que el desenlace le resultara esperanzador.

Su mirada escudriñaba con inquietud a los invitados formalmente vestidos. Damas elegantemente vestidas y profusamente enjoyadas giraban alrededor de la pista de baile en brazos de sus compañeros perfectamente equipados al ritmo de los cadenciosos compases del trío de cuerda. Sin embargo, ninguna de las damas que ahora se deslizaban al ritmo del vals era la que él buscaba. ¿Dónde estaba lady Catherine?

Bebió un corto sorbo de brandy, apretando los dedos alrededor de la copa de cristal tallado en un intento por controlar el deseo de beberse la potente bebida de un sólo trago. Maldición, no había estado tan nervioso ni tan inquieto desde… nunca. Bueno, dejando a un lado la cantidad de veces durante los últimos meses que había pasado en compañía de lady Catherine. Resultaba ridículo hasta qué punto pensar en aquella mujer, estar en la misma habitación que ella afectaba su capacidad para respirar con claridad y pensar adecuadamente… es decir, respirar adecuadamente y pensar con claridad.

Sus esfuerzos por encontrar a lady Catherine esa noche ya se habían visto interrumpidos en tres ocasiones por gente con la que él no tenía el menor deseo de hablar. Temía que una más de esas interrupciones le obligara a rechinar los dientes hasta terminar por desgastárselos del todo.

De nuevo escudriñó la sala y se le tensó la mandíbula. Demonios. Después de haberse visto obligado a esperar lo que se le había antojado una eternidad para por fin cortejarla, ¿por qué no podía lady Catherine, aunque fuera de forma inconsciente, al menos calmar su ansiedad y dejarse ver?

El zumbido de las conversaciones le rodeaba, marcado por carcajadas y el tintineo de los bordes de las delicadas copas de cristal entrechocando en brindis congratulatorios. Prismas de luz reflejaban el suelo de parquet pulido hasta lo indecible desde la multitud de velas que brillaban en los deslumbrantes candelabros de cristal, envolviendo la sala en un fulgor cálido y dorado. Más de cien miembros entre lo más selecto de la alta sociedad habían asistido a la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly. «Lo más granado de la alta sociedad y… yo.»

Alzó la mano y tiró levemente de su corbata cuidadosamente anudada.

– Maldita sea esta incómoda corbata -masculló. Quienquiera que hubiera puesto de moda aquella incómoda plaga merecía terminar con sus huesos en las aguas del Támesis. A pesar de que el corte negro y formal y de experta factura de su atuendo rivalizaba con el de cualquier noble de la sala, Andrew seguía sintiéndose en parte como un hierbajo entre las flores de un invernadero. Incómodo. Fuera de su elemento. Y dolorosamente consciente de la distancia que mediaba entre él y el elegante estrato social en el que a menudo se encontraba… y, sin duda, mucho más alejado de lo que cualquiera de los presentes se habría atrevido a esperar. Su vieja amistad con Philip, el hijo de lord Ravensly, y la amistad cada vez más íntima que le unía al propio lord Ravensly, así como a lady Catherine, habían asegurado a Andrew una invitación a la elegante fiesta de cumpleaños de esa noche. Lástima que Philip no estuviera presente. Meredith estaba pronta a dar a luz y Philip no quería alejarse del lado de su esposa.

Aunque quizá fuera mejor que Philip se hubiera ausentado. Cuando había dado su bendición a Andrew para que cortejara a lady Catherine, le había advertido así mismo de que su hermana no estaba dispuesta a casarse de nuevo tras su desastroso primer matrimonio. Lo último que Andrew necesitaba era tener a Philip cerca, murmurándole palabras de desánimo.

Inspiró hondo y se obligó a adoptar una actitud positiva. Su frustrante fracaso a la hora de localizar a lady Catherine entre la multitud le había dado la oportunidad de conversar con numerosos inversores que ya se habían comprometido a donar fondos para la aventura del museo compartida por Philip y él. Lord Avenbury y lord Ferrymouth estaban deseosos de saber cómo progresaban las cosas, como también lo estaban lord Markingworth, lord Whitly y lord Carweather, que ya habían entregado sus respectivas inversiones. La señora Warrenfield parecía ansiosa por invertir una suculenta suma, como también lord Kingsly. Lord Borthrasher, quien ya había hecho una cuantiosa inversión, parecía interesado en invertir más. Después de hablar con ellos, Andrew también había hecho algunas discretas investigaciones sobre un asunto que se le había encargado recientemente.

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