Bluey sonrió y Rocket levantó una pata como para saludarla, sin sospechar que acababa de conquistarla.
Del mismo modo que la conquistó el ama de llaves, enviada también por su marido. Margaret Honey well, una mujer rellenita y encantadora que le recordó enormemente a Sophia.
De algún modo, Andreas había elegido unos empleados con buenas referencias y una personalidad que Holly aprobó de inmediato. Debía de haber empezado a organizarlo casi antes de la boda, porque tanto Bluey como Honey llevaban ya allí una semana y habían hecho verdaderos milagros con la casa y el terreno.
– Estaré encantado de ir a las ferias de ganado con usted -dijo Bluey-, aunque Su-Alteza dice que usted conoce el ganado mejor que, nadie en toda Australia y no quiero entrometerme. Me dijo también que dispone de los fondos necesarios para comprar buenos ejemplares.
Así era. Holly apenas podía creerlo cuando vio el extracto de su cuenta bancaria. Tenía dinero más que de sobra para arreglar aquel lugar y devolverle todo su esplendor.
Debería haberse sentido eufórica, pero no era así. Para empezar no tenía a Deefer, pero, sobre todo, no tenía a Andreas.
Era completamente absurdo, pues sabía que si ella se hubiese quedado en Aristo, estaría echándolo de menos allí en lugar de en Munwannay, porque él seguiría viajando de un lado a otro mientras ella tomaba lecciones de decoro. Al menos, en la granja podía ensuciarse las manos, trabajar e ir donde se le antojara. Podía montar a caballo tanto como quisiera y, al llegar la noche, caer en la cama completamente rendida. Podía hacer planes para la granja. Podía volver a enseñar si lo deseaba.
Podía empezar de nuevo su vida.
Por eso no debería haber pasado las noches en vela pensando en Andreas, en que si se hubiera quedado en palacio, quizá él dormiría con ella una vez cada dos semanas. Y quizá eso fuera suficiente.
Pensando que había sido una locura volver a Australia.
Intentó convencerse de que sería mejor cuando llegara Deefer, pero sabía que no sería así. Llevaba años enamorada de Andreas y las últimas semanas habían hecho que el amor que sentía por él se convirtiera en un dolor que la desgarraba por dentro.
Una semana después de haber llegado a Munwannay, recibió una llamada suya. Acababa de entrar por la puerta al final de la jornada cuando vio aparecer a Honey con el teléfono en la mano y una luminosa sonrisa en los labios.
– Es su marido -anunció como si fuera lo más normal del mundo.
Pero «su marido» la llamaba desde donde él vivía a donde vivía ella. No era normal en absoluto.
– Ho… hola -dijo y se hizo un largo silencio al otro lado de la línea, tan largo que pensó que se había cortado la conexión.
– Hola -respondió él por fin, con voz cansada-. ¿Qué tal va todo?
– Bien… estupendo -era difícil mantener la calma-. Has contratado unos empleados fantásticos -lo dijo con total sinceridad-. No sé cómo los has encontrado.
– Se me da bien encontrar gente fantástica-aseguró con una especie de gruñido-. Como mi esposa, por ejemplo.
– Calla -le suplicó al tiempo que se recordaba a sí misma que aquello no era real. Él pertenecía a otro mundo-. Andreas, el dinero… Es demasiado.
– Espero que sea suficiente hasta que la granja esté en marcha y dé beneficios. Bluey dice que no vas a tener ningún problema para conseguirlo. Pero si necesitas más, dímelo.
– No puedes darme tanto.
Eres la madre de mi hijo. Además, yo adoro Munwannay tanto como tú y quiero que recupere su esplendor. Puedo darte lo que me plazca y tú lo aceptarás.
– Ay, tu arrogancia -dijo sin pararse a pensar.
– Veo que sigues tan irrespetuosa como siempre -replicó él con menos tensión.
– ¿Quién, yo?
– Sí, tú -dijo él con voz de estar sonriendo-. Mi princesa australiana. Mi Cenicienta.
– Yo no soy tu nada, Andreas -le recordó suavemente y oyó cómo desaparecía la sonrisa.
– No.
– ¿Sigues a la caza del diamante?
– Holly, eso tiene que quedar entre tú y yo. Si se supiera…
– Estoy hablando contigo en la línea de alta seguridad que tú mismo mandaste instalar -era absurdo, un príncipe llamándola Cenicienta, líneas de seguridad y dinero de sobra.
– Holly… -dijo de pronto, con voz más seria-, ¿eres feliz?
La pregunta la agarró desprevenida.
– Claro que no -respondió instintivamente.
– ¿Por qué no?
«Porque te amo, estúpido», pensó, pero no podía decirle eso.
– Echo de menos a Deefer -dijo finalmente. -¿Cuándo puedes ir a recogerlo?
– Dentro de tres semanas, pero es justo el día que llega el ganado que he comprado, así que el pobre tendrá que estar allí un día más hasta que pueda ir a recogerlo. Sé que es una tontería, pero me disgusté mucho al ver que coincidía.
– Encárgale a alguien que vaya a buscarlo.
– No pienso encargar a nadie que va a recoger a mi pobre Deefer -declaró tajantemente-. Bueno… ¿querías algo más?
– ¿Puedo hablar con Bluey?
– ¿Quieres controlarme?
– Sí -admitió-. Me preocupo por ti y he oído que estás trabajando demasiado.
– Tú también debes de estar haciéndolo, porque pareces muy cansado, pero supongo que no puedo hablar con tus ayudantes para que me informen.
– Yo no…
– ¿Cuánto dormiste anoche?
– Eso no es…
– Asunto mío -terminó ella la frase-. No, porque no soy tu mujer, Andreas, y tú no eres mi marido. Así que deja de controlarme. Gracias por todo lo que has hecho por la granja, pero, si no quieres nada más, adiós.
Andreas colgó el teléfono y se quedó allí de pie, con la mirada perdida. Y fue así como lo encontró Sebastian unos segundos después.
– ¿Qué ocurre? ¿Algún problema? El diamante…
– No hay ningún problema -respondió Andreas tan pronto como pudo reaccionar a las emociones que le había provocado la llamada-. Mañana salgo para España.
– Sé que estás haciendo todo lo que puedes -reconoció Sebastian, e incluso le puso la mano en el hombro, un gesto muy poco habitual en él-. Tienes muy mal aspecto, hermano
– He mandado a mi mujer a Australia.
– No fue idea mía -le recordó Sebastian-. De hecho, creo recordar que traté de prohibirlo. A la gente no le ha gustado que os separarais tan pronto.
– Entonces dime que puedo irme con ella.
– Tráela aquí -le sugirió-. Aquí te necesitamos. Las próximas semanas son fundamentales para la estabilidad del país.
– ¿Y después de eso?
– Eres el tercero en la línea de sucesión al trono. Somos tu familia, Andreas y, te guste o no, tienes obligaciones.
– Y mientras Alex de luna de miel.
– Volverá pronto. Él sabe bien cuál es su lugar. -E incluso le gusta.
– No estarás pensando…
– Claro que estoy pensando -replicó Andreas, apartándose de su hermano-. Estoy pensando tanto que me duele la cabeza. Tengo que descansar un poco -hizo una pausa y esbozó una sonrisa-. Hasta mi mujer dice que estoy cansado. Mi mujer.
– Es un matrimonio de conveniencia.
– Sí -dijo y cerró los ojos-. Un matrimonio de conveniencia. La familia… Dios, Sebastian, déjame vivir. Mañana, España. El deber me llama.
Después de la llamada, Holly se dio una ducha, comió algo y fue a sentarse bajo el gran eucalipto de Munwannay, junto a la tumba de su hijo. Cerró los ojos y dejó que el dolor la inundara con tanta fuerza que por un momento creyó que no podría soportarlo.
– No tengo alternativa -dijo al pequeño enterrado allí-. Amo este lugar, es mi casa… Tu casa está donde esté tu marido -se corrigió a sí misma-. Pero él no me necesita, incluso le pareció bien que viniera aquí… Será mejor cuando venga Deefer.
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