Lo había planeado todo, pensó Holly. Debería protestar, pero sólo podía escuchar.
– Ya he ordenado que te hagan una transferencia a tu cuenta bancaria -siguió diciendo-. Comprobarás que se han saldado las hipotecas de Munwannay y tienes dinero suficiente para contratar empleados, buenos empleados. La próxima vez que vaya, espero ver la granja que conocí, un lugar lleno de vida y una casa familiar.
– Yo…
– Podrás hacerlo, Holly -la interrumpió-. Siempre lo has querido. Aquí no habrá ningún problema, todo el mundo tendrá que aceptarlo.
– Pero Sebastian…
– Esto ya no tiene nada que ver con él.
– ¿Y tu madre?
– No te preocupes. Yo tengo que cumplir con mi obligación… por eso debo seguir buscando el diamante.
– ¿,Y a mí qué me debes?
– Lo que te debía te lo he pagado con creces.
– ¿De verdad, Andreas? -preguntó, intentando no llorar-. Claro, te has casado conmigo, me has dado el cuento de hadas con su final feliz. Debería sentirme agradecida, pero… -tuvo que tragar saliva varias veces para no romper a llorar-. Quiero más -consiguió decir, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que no lo comprendía.
– Holly, esto era un acuerdo de negocios -le recordó suavemente-. Nos casamos por necesidad y siento mucho que no pueda ser nada más.
– Yo también lo siento -replicó, repentinamente furiosa-. Pero por mi parte nunca fue un acuerdo de negocios. Yo pronuncié mis votos con todo el corazón.
– Sin embargo, no quieres quedarte.
Volvió a mirarlo, desconcertada. No lo entendía. ¿Era ella la única que ansiaba eso que tenían tan cerca y al mismo tiempo tan lejos? Deseaba que la abrazara y le hablara de amor, pero él sólo hablaba de obligaciones.
– Creo que deberías irte -murmuró.
– ¿Irme?
– En busca de tu diamante… o donde quieras.
– No tengo que irme hasta mañana. Esperaba…
– Pues no esperes nada, Alteza -replicó-. Acabó de llevarme un buen susto y me duele la cabeza. Si crees que voy a acostarme contigo…
– La Holly que yo conocía jamás dejaría que un dolor de cabeza la detuviera.
– La Holly que tú conocías era una estúpida -masculló-. La Holly que tú conocías ha ido demasiado lejos con esta farsa y ya no puede más. Ya está bien, Andreas. Márchate por favor.
– Holly… -le tomó ambas manos entre las suyas y la obligó a mirarlo-. No puedo creer que lo digas en serio -esbozó una de esas maravillosas sonrisas suyas que habían ocasionado tanto mal-. ¿Es que no quieres estar conmigo?
– No puedo desearlo -admitió, compungida-. ¿No te das cuenta? Por favor, Andreas, sé amable… y márchate.
¿Qué había hecho? Andreas la miró durante unos segundos, unos segundos tensos e interminables. Después, sin decir nada más, se puso en pie y salió de la habitación. Holly se quedó con la mirada clavada en la puerta y el corazón roto.
Lo había echado de su lado.
Sabía que se iría por la mañana de todos modos, pero habría querido compartir aquella noche con él. Eso no habría cambiado nada; creía que podría disfrutar de lo que él pudiera ofrecerle y luego marcharse como si nada, pero lo cierto era que estar junto a él cada vez le resultaba más doloroso.
Se había ido. Ya no tenía que volver a verlo. Podría pasar el resto del día metida en la habitación y, cuando se levantara al día siguiente, él ya se habría ido.
Si hubiera sido más fuerte, habría luchado por él. ¿Sería fuerte si se quedaba allí y se sometía a todas aquellas reglas, a sus interminables ausencias, a que le cortaran las alas?
– Sería un pájaro encerrado en una jaula de oro dijo a Deefer, apretándolo contra su pecho-. No puedo. Ni siquiera por Andreas.
Pero abandonarlo…
«No soy yo la que lo abandona. Es él». Si fuera a la puerta y lo llamara, volvería. Hasta el amanecer.
– Ay, Deef -estaba llorando como una tonta. Odiaba llorar. Jamás- lo hacía.
Pero Andreas la hacía llorar.
– Es una razón tan buena como cualquier otra para marcharse -le dijo al perro-. Tengo que irme. Debo hacerlo.
Aunque eso le rompiera el corazón.
No. El corazón se le había roto años atrás y aún no había podido recomponerlo. Durante unos días había intentado curarse, pero no había funcionado. Claro que no. Cenicienta sólo existía en los cuentos.
Tenía que irse… a casa.
Salió del palacio. El sol brillaba con fuerza sobre las columnas de mármol. El suelo blanco reejaba la luz y el agua de la enorme fuente no alijeraba en absoluto el calor. Sólo era un adorno,una formalidad.
Él vivía allí. Era su vida.
Andreas pensó en el lugar al que se dirigía Holly…, una inmensa llanura despoblada, un lugar en el que la naturaleza derrotaba a cualquiera que pretendiera domesticarla. Sintió una tremenda sensación de añoranza, algo tan intenso que necesitó un gran esfuerzo físico para hacerle frente.
Munwannay y Holly.
No podía pedirle que se quedara allí. Su sitio estaba en Munwannay. ¿Cómo había podido pensar que podría retenerla?
La había llevado allí en contra de su voluntad. pero no iba a retenerla. A pesar de lo que dijera Sebastian. Y su madre. Estaban equivocados. Holly era salvaje, hermosa y libre, y él no iba a intentar domesticarla.
Tenía los puños tan apretados que le dolían los dedos, pero nada comparado con el dolor que sentía en su interior. El dolor que le provocaba dejarla marchar…
Tenía que dejarla marchar.
Sintió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta y se encontró con Sebastian.
– Te dije que quería verte en cuanto llegaras -fue el saludo de su hermano.
– Holly me necesitaba.
– No me interesa lo que Holly necesite, sabes que esto es urgente. Quiero tu informe y lo quiero ahora. Lo que has hecho es…
– Imperdonable -terminó Andreas ásperamente-. ¿Quieres que me ejecuten al amanecer?
– Muy gracioso. Sabes que hay mucho en juego. Tengo que estar centrado.
– Por supuesto.
Sebastian lo miró a los ojos fijamente.
– Lo digo en serio, Andreas.
– Lo sé y también sé lo urgente que es. Y sé que el país entero depende de que yo haga bien trabajo. Holly se marcha a Australia mañana.
– ¿Qué? -su gesto cambió de pronto, se hizo más sombrío-.
– Te dije que quería que continuarais con el matrimonio.
– Pues se ha acabado.
Andreas respondió con voz fuerte y segura, dos cosas que no podían estar más alejadas de lo e sentía en realidad.
A menos que nos encierres en una mazmorra, puedes hacer nada al respecto. Ya puedes poner a trabajar a tu servicio de relaciones públicas porque no es negociable. Holly se va mañana. Fin la historia.
Era increíble. Primero un viaje a Grecia en un barco de pesca con unos amigos de Andreas. Según le dijeron, corría el riesgo de que Sebastian intentara intervenir, por lo que era mejor que estuviese acompañada de gente de la confianza de Andreas. Después la llevaron al aeropuerto y desde allí, Deefer y ella volaron en primera clase hasta Perth, donde tuvo que despedirse de su perro. El pobre tendría que estar treinta días en cuarentena antes de poder ser australiano. Nada más salir del edificio, Holly se encontró con un piloto que no comprendía cómo había tardado tanto en encontrarla. La informó de que lo habían contratado para llevarla a Munwannay.
Un mes antes seguramente habría tenido que ir haciendo autostop. Debería haberse puesto contenta, pero lo cierto era que se sentía una desgraciada.
Ya en Munwannay, la esperaban más cambios. A su encuentro acudió un hombre de mediana edad, acompañado de un perro.
– Buenas tardes, señora -se presentó con una sonrisa en los labios y un acento que dejaba claro que era de la zona-. Soy Bluey Crammond y éste es Rocket -añadió señalando al perro-. Su esposo me ha enviado para que la ayude a arreglar todo lo necesario. Y, si usted, Rocket y yo nos llevamos bien, su marido había pensado que quizá pudiera quedarme para ser su capataz. Podemos estar aquí tres meses a prueba a ver qué opina de nosotros. Yo ya le puedo decir que este lugar es una maravilla. Su marido dice que tiene usted muchas ideas y estoy deseando escucharlas.
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