Susan Mallery - La amante cautiva

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Vendida… a un atractivo príncipe del desierto
Victoria McCallan había decidido ofrecerse como pago a las deudas de juego de su padre al príncipe Kateb de El Deharia. Sin embargo, la joven secretaria, que trabajaba en palacio, no esperaba que el príncipe le hiciese una contraoferta… Cuando el príncipe Kateb, viudo desde hacía cinco años, se llevó a Victoria al desierto para que fuera su amante durante seis meses, no lo hizo con la intención de enamorarse de ella. Pero la descarada estadounidense no tardó en tentarlo. El príncipe estaba obligado a tomar una esposa de su misma condición social, pero el corazón de Kateb le pedía que actuase de otro modo…

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No quería matar al chico. Victoria tenía razón, cambiaría la ley, pero ya sería demasiado tarde para Fuad.

Victoria lo entendería. Sabría que él dormiría mal durante una época por lo que se había visto obligado a hacer, pero ella lo ayudaría a olvidar.

Aunque ya no estaría a su lado. No podía obligarla a quedarse. La única solución era amarla. Admitir lo que sentía su corazón. Si le daba todo lo que era, sería suya.

Pero era un riesgo demasiado grande. ¿Y vivir sin ella?

– Ha llegado la hora -le informaron.

Kateb se centró en la lucha y saltó al ruedo. Las gradas lo aclamaron. Hasta el suelo pareció temblar con el sonido. Él lo ignoró todo y miró al joven que se acercaba a él

– Has crecido mucho -le dijo a Fuad, que debía de tener unos veinte años y era fuerte y decidido.

– Prepárate a morir, viejo -replicó el chico-. Hoy derramaré tu sangre y vengaré a mi padre.

– Tu padre me secuestró y me habría matado. Su muerte era mi derecho.

– Yo soy su hijo. Tu muerte es mi derecho.

– No quiero matarte. Si me pides clemencia, te la concederé.

Fuad levantó su sable.

– No eres quién para dármela, viejo. Te mataré lentamente.

Victoria no podía oír lo que se estaban diciendo, pero no le gustó nada el lenguaje corporal de Fuad. Era evidente que quería que Kateb sufriese. Empezó a oír el sonido del metal chocando.

Fuad luchaba con ira y torpeza. Kateb parecía ser un oponente racional. Se movía con gracia, era casi como si bailase. Victoria enseguida se dio cuenta de que su objetivo era cansar a Fuad, no herirlo.

Después de un buen rato, Fuad dejó caer el sable. La multitud se levantó al instante. Yusra lo celebró con un grito, pero Victoria supo que algo no iba bien y le gritó a Kateb que tuviese cuidado.

Kateb bajó el sable para permitir a Fuad que recuperase el suyo, pero en vez de hacerlo, el chico sacó un cuchillo de su bota e hirió a Kateb en la pierna.

– ¿Eso está permitido? -gritó Victoria.

– No, pero no te preocupes. Es un corte poco importante. No tendrá consecuencias.

– El corte no, pero lo que hay en la hoja del cuchillo, si -respondió Victoria, segura de que había algo en ella.

En ese momento Kateb soltó el sable y cayó de rodillas. Fuad tomó su espada y la blandió sobre su cabeza, preparado para matarlo.

– ¡No! -gritó ella, corriendo-. ¡No! No puedes hacerlo. Yo soy su sacrificio.

Fuad la miró fijamente.

– Vete de aquí, mujer. Este no es tu lugar.

– Soy su sacrificio -dijo, deteniéndose delante de él-. Tienes que matarme. Es la ley -vio que varios hombres se agachaban al lado de Kateb-. Es veneno. Había algo en el cuchillo -les dijo.

Zayd corrió hacia ellos, respirando con dificultad. Tomó el cuchillo y lo olió.

– La venganza no tiene sentido-le dijo al chico.

– A muerte es a muerte -contestó él enfadado.

– ¿Qué te pasa?-le preguntó Victoria-. ¿Quieres que la vergüenza de lo que hizo tu padre continúe contigo?

Fuad la miró sorprendido y apoyó la espada en su pecho.

– Si quieres morir en su lugar, te mataré.

– Bien -gritó Victoria-. Hazlo si puedes. Mátame. ¿Y después? Tu padre seguirá estando muerto. ¿No te has parado a pensar que secuestró a un chico mucho más joven que tú? Kateb era sólo un crío. ¿Crees que quería matar a tu padre? El no tuvo elección, pero tú sí que la tienes.

– Cállate -le dijo Fuad-. Deja de hablar.

– ¿Vas a matarme? El gran Fuad ha matado a una mujer. Eso te llenará de orgullo.

Victoria notó mucha actividad detrás de ella, pero no se atrevió a mirar. Sólo esperó que estuviesen salvando a Kateb.

Fuad le hizo un corte en el brazo con la espada. Ella retrocedió, sintió más dolor del que había esperado y la sangre salió a borbotones de su piel.

– Quieres luchar conmigo -gritó Fuad-. Lucha. Toma la espada.

– Debes de estar de broma. ¿Sabes cuánto pesa? Hazlo sin más. No voy a moverme. Supongo que lo más rápido es el corazón. No me hagas sufrir.

– No voy a matar a una mujer desarmada.

– ¿Por qué no? Has envenenado a Kateb. ¿Qué diferencia hay?

El bajó la espada.

– ¿Por qué haces esto? Es un trabajo de hombres.

– Porque lo amo demasiado para verlo morir. Es mi mundo. Es el único hombre al que he amado.

– No puedo matar a una mujer

– ¿Por qué no? -se acercó a él-. Siento lo de tu padre. Yo perdí a mi madre y lo pasé muy mal Mi padre es un perdedor. Mi madre lo quería y yo no entendía por qué. Ahora lo entiendo. Kateb no es perfecto, pero es un buen hombre. Intenta hacer las cosas bien. Será un buen líder. Estoy segura, pero sigo sintiendo lo de tu padre.

Fuad se puso a temblar. El sable se le cayó de la mano y él se arrodilló en la arena.

– Nadie me había dicho nunca eso -susurró. Y se puso a llorar-. Piedad -murmuró.

El guarda condujo a Fuad fuera del ruedo y Victoria corrió a la cámara de los ancianos. Encontró a Kateb tendido en una improvisada cama. Estaba pálido, pero respiraba.

– ¿Está bien? -le preguntó al médico que estaba arrodillado a su lado.

– Se recuperará. Estará bien dentro de un par de horas.-Gracias a Dios -dijo ella entre dientes. Se arrodilló y lo besó.

Kateb abrió los ojos.

– ¿Por qué tienes sangre en el brazo?

– No es nada.

El frunció el ceño.

– No lo recuerdo todo, pero he oído algo de un sacrificio. ¿Eras tú? -preguntó. Victoria asintió.

– ¿Quién ha permitido esto? -rugió Kateb-. ¿Quién ha aceptado a una mujer como sacrificio?

– Eh -dijo ella, empujándolo del pecho-. En ningún lugar pone que no pueda ser una mujer lo he comprobado.

– No sabes leer la lengua antigua.

– Pero me han ayudado. Y no estás muerto. Ni yo. Y Fuad ha pedido misericordia. Todo ha salido bien.

– Tiene que descansar -dijo el médico-. Debe dormir unas horas.

Apartaron a Victoria de Kateb. Ella deseaba quedarse a su lado, pero, de repente, ya no sabía cuál era su lugar en todo aquello. Había dicho que se marcharía después de la lucha. Kateb estaba bien, ¿debía marcharse?

Pero, de pronto, no le parecía tan fácil hacerlo. No se imaginaba la vida sin él. Quería más. Quería un milagro.

– Qué muchacho tan idiota -comentó Yusra poco después, lavando la herida de Victoria.

– Ha pedido piedad -dijo ésta.

– Sí, pero ha intentado matar a Kateb con veneno, así que ahora será condenado a morir de la misma forma, antes de que se ponga el sol.

Todavía aturdido, Kateb se dirigió al salón principal del palacio. Tenía muchas cosas que hacer y no podía quedarse descansando.

Conocía la ley y sabía lo que le ocurriría a Fuad. Le parecía ridículo, innecesario.

Había hecho llamar a Victoria, pero no la habían encontrado.

Debía de haberse marchado, tal y como le había dicho. El la había dejado marchar.

Llegó frente a Zayd y se arrodilló. Entonces se dio cuenta de que tenía que salvar a Fuad, si lo hacía, sería merecedor de Victoria.

Hizo que llevasen al chico ante él. Parecía muy joven y asustado.

Kateb esperó a que la habitación estuviese en silencio para hablar. Leyó los cargos y la sentencia. Fuad debía morir envenenado.

– ¿Alguien quiere hablar en nombre del chico? -preguntó Kateb.

Sólo hacía falta una persona. Alguien que no fuese miembro de su familia, ni de la de Kateb. Alguien que dijese que merecía la pena salvar al chico.

– Yo hablaré por él -dijo una voz.

Kateb vio a Victoria avanzar hacia él.

No se había marchado. Se sintió aliviado y deseó ir hacia ella. Seguía allí y alguien le había dicho cómo salvar a Fuad.

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