Pero el saber que sentía algo por ella y que no quería reconocerlo sólo sirvió para entristecerla más. Se tocó el vientre. Le dolía. Todo terminaría muy pronto y no volvería a ver a Kateb nunca más.
Así que Victoria empezó a hacer las maletas esa misma tarde. Para poder marcharse en cuanto llegase el momento.
Tendría que volver al mercado por última vez. No le diría a nadie que se marchaba, pero la visita sería su manera de despedirse. Tal vez comprase otro par de pendientes de la tienda de Rasha, como recuerdo del pueblo. No necesitaría nada para acordarse de Kateb. Tenía la sensación de que jamás lo olvidaría.
Iba por la segunda maleta cuando Yusra entró corriendo en el harén. Parecía furiosa.
– ¿Qué te ocurre? -le preguntó Victoria.
– Alguien ha retado a Kateb. Tenemos que hacer algo.
– ¿Qué?
– Es la tradición. Kateb fue elegido, pero hasta el momento de ser nombrado, alguien puede enfrentarse a la decisión de los ancianos. Tendrán que luchar por el puesto.
– ¿Cómo?
– Con sables. En el ruedo. El ganador será el siguiente líder. Gana el hombre que sobrevive. Es una lucha a muerte.
– ¡No! -exclamo Victoria-. No puede luchar a muerte. ¿Y si pierde? Tenemos que hacer algo.
– No podemos. La tradición exige la lucha.
– ¿Quién lo ha retado? ¿Y si es un luchador que lleva años practicando? -intentó contener las lágrimas-. Tenemos que evitarlo.
– No podemos. Si Kateb rechaza el reto, el otro hombre gana. Y, lo que es peor, Kateb queda como un cobarde -Yusra le dio una palmadita-. Es un buen luchador.
– ¿Cuándo fue la última vez que luchó a muerte con una espada? ¿Qué le pasa a tu pueblo? ¿Por qué no convocáis elecciones como todo el mundo?
Kateb no podía morir.
– Sólo hay una solución. Si uno de los luchadores es herido, alguien puede salir al ruedo a ocupar su lugar. Y morir por él.
¿Quién iba a querer morir por Kateb?
– De verdad que me gustaba vivir aquí hasta ahora -dijo Victoria-. Te juro que, si sobrevive, haré que cambie la ley. Cueste lo que cueste -en ese momento le dolió el vientre, como si quisiese recordarle que no le quedaba mucho tiempo.
La cámara de los ancianos estaba alborotada. Todo el mundo hablaba a la vez. Kateb pensó que lo único importante era vencer en el reto.
– No me tomo el reto a la ligera -dijo Kateb en voz alta-, pero no me cabe duda de cuál será el resultado.
Los ancianos asintieron.
– Que así sea -declaró uno de ellos.
La puerta de la sala se abrió y apareció Victoria. Kateb no recordaba haber visto nunca a una mujer allí. Todos los hombres retrocedieron, como si les diese miedo. Ella los ignoró a todos, fue directa a hablar con él.
– ¿Qué le pasa a tu pueblo? -inquirió-. ¿Por qué no puede haber unas sencillas elecciones?
Tenía lágrimas en las mejillas y preocupación en la mirada. A Kateb se le olvidó que estaba enfadado con ella, que estaba deseando verla marchar. Le tendió los brazos y ella se apretó contra su cuerpo como si no quisiera dejarlo marchar.
– No permitiré que lo hagas -murmuró contra su pelo-. Te ataré y le golpearé con un palo hasta que accedas a esconderte.
Olía a sol y a flores. Kateb la deseó, como le ocurría siempre. La besó en la cabeza antes de decir:
– No respetarías a un hombre así.
– Lo superaría.
– No, no lo harías.
Victoria levantó la cabeza y lo miró.
– Kateb, no puedes hacerlo.
– Debo. Y quiero hacerlo.
– Tal vez te gustaría hablar con Victoria a solas -intervino Zayd-. En otro lugar.
Ella miró al otro hombre.
– ¿Qué ocurre?
– Has violado la santidad de la cámara de los ancianos. Las mujeres no pueden entrar
Victoria puso los ojos en blanco y Kateb no.
– Ven -le dijo-. Hablaremos de esto en el harén.
Victoria accedió de buen grado. Quería estar a solas con Kateb. Una vez en el harén, se sentaron en los sofás y le pidió que se lo contase todo.
– ¿Por qué te han retado? ¿De quién se trata? Parece algo personal.
– Tienes razón. Es personal. Se llama Fuad y es el hijo del hombre al que maté.
Ella dio un grito ahogado. Clavó la mirada en la cicatriz de la cara.
– ¿Cuando fuiste secuestrado?
– Sí. Fue el padre de Fuad quien planeó secuestrarme. Cuando intente escapar, luchamos -se frotó la mejilla-. Estuvo a punto de ganarme, pero al final me impuse yo. El murió y los hombres que lo apoyaban, fueron encarcelados.
– Así que Fuad ha crecido odiando al mundo en general y a ti en particular. Y quiere vengarse.
– Es lo más probable.
– No puedes luchar contra él. Tiene algo que demostrar.
– No me gustará tener que vencerle. Fuad es sólo un muchacho, pero es la ley.
– Una ley estúpida. Cámbiala.
– Lo haré. Cuando sea líder.
– Lo que significa que antes tendrás que matar a Fuad.
«¿Pero y si no lo haces?», se preguntó Victoria sin poder evitarlo. «¿Y si te mata él a ti?»
– No te preocupes demasiado.
– Tiene que haber un modo de evitar esa lucha. Habla con el rey -le suplicó-. Cuéntaselo.
– El rey no interferirá en nuestras costumbres, ni tú tampoco -volvió a tocarse la mejilla-. No tengas miedo. Se me da bien el sable, y practicaré.
– Tienes dos días.
– Es tiempo suficiente.
¿Lo era? Fuad debía de haber estado practicando los últimos diez años.
Victoria sintió tanto miedo que le costó respirar. Quería decirle que no luchase, que fuese sensato, pero sabía que Kateb no la escucharía. Era un príncipe del desierto. No temía a la muerte.
Se acercó a él y lo besó. Necesitaba sentir sus labios, sus caricias. Necesitaba estar con él una última vez. Antes de la lucha. Antes de marcharse.
Él le devolvió el beso y luego se levantó y la llevó a su dormitorio.
Si vio las maletas abiertas en el suelo, no dijo nada. La dejó a un lado de la cama y volvió a besarla. Le acarició la espalda y las caderas antes de llevar las manos a sus pechos. La estaba acariciando con ternura, casi con cariño.
Enseguida se quitaron la ropa y cayeron juntos sobre la cama. Kateb metió la mano entre sus piernas, pero Victoria lo detuvo.
– Quiero que estés dentro de mí -susurró.
El se puso un preservativo y se arrodilló entre sus piernas. Victoria tomó su erección y la guió hasta su interior.
Ya estaba húmeda, sólo con pensar en hacer el amor con él. Aquel día, no le interesaba su propio placer, aunque también lo estuviese sintiendo. Quería que fuesen un solo cuerpo.
Sin aviso previo, Kateb se retiró, se tumbó de espaldas y la instó a colocarse encima de él para poder así jugar con sus pechos mientras hacían el amor. Victoria se movió encima de él hasta encontrar el ritmo perfecto.
No dejaron de mirarse a los ojos. Victoria sintió que estaba llegando al clímax y se movió con más rapidez y fuerza, hasta sentir las sacudidas de placer que invadían todo su cuerpo. El llegó al orgasmo en ese mismo momento y Victoria pensó que aquél había sido el momento más íntimo de su vida.
Cuando hubieron terminado, se tumbaron de lado, mirándose. Ella le acarició la cicatriz, tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Te quiero-murmuró, luego le acarició los labios-. No digas nada. No espero nada de ti.
También había mucha emoción en los ojos de Kateb, pero ella sabía que no quería arriesgarse. Prefería estar solo a volver a perder a su amor. No obstante, jamás lo admitiría. En su lugar, fingiría no fiarse de ella.
– No estoy embarazada -le dijo Victoria-. Me va a venir el periodo en uno o dos días.
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