Eloise dormía aún con el vestido y el collar de diamantes puestos. Los pendientes se hallaban sueltos sobre la cama, y su sueño era tan profundo que no se movió cuando su marido se acostó a su lado. John conocía bien a su esposa y sabía que cuando despertara no haría ningún comentario sobre su precipitada desaparición. Se mostraría indiferente y distante un par de días, pero no volvería a mencionar el tema. Simplemente se lo guardaba.
Eran las diez cuando Eloise se desperezó y miró a su marido. No se sorprendió de verlo a su lado. John seguía durmiendo, recuperándose de la noche que había pasado en el apartamento del Lower East Side. Tenía varias direcciones como ésa. Eloise ignoraba adónde iba él cuando se marchaba. Aunque lo sospechaba, jamás se lo habría preguntado.
Se levantó en silencio, dejó las joyas sobre el tocador y entró en el cuarto de baño. Recordaba todo lo ocurrido esa noche, sobre todo lo que sucedió después de que John se marchara, pero no tenía nada de especial, no había nada que valiera la pena comentar. No tenía nada que decir a su marido.
Gabriella seguía en su cuarto cuando Eloise bajó a preparar el desayuno. L a criada se había quedado esa noche para ayudar a los camareros a recoger y tenía el día libre porque era domingo. La mujer, callada y discreta, llevaba años trabajando para ellos. Detestaba a Eloise pero la trataba con diplomacia, y Eloise estaba contenta con ella porque no se metía donde no la llamaban. Aunque la mujer no aprobaba la forma que tenía de disciplinar a Gabriella, nunca intervenía.
Eloise puso en marcha la cafetera, se sentó a la mesa y cogió el periódico. Estaba leyendo y bebiendo café de su taza de Limoges cuando John bajó a desayunar.
– ¿Dónde está Gabriella? -le preguntó-. ¿Sigue durmiendo?
– Ayer fue una noche larga para ella -respondió Eloise con voz glacial y sin levantar la vista del periódico.
– ¿Crees que debería subir a despertarla?
Eloise se encogió de hombros. John se sirvió una taza de café, cogió la sección de negocios del Sunday Times y leyó durante media hora antes de preguntarse una vez más por la ausencia de Gabriella.
– ¿Crees que está enferma?
Parecía preocupado y era incapaz de imaginar lo que había ocurrido. No se daba cuenta de que Eloise siempre se desahogaba con Gabriella cuando él se marchaba a altas horas de la noche después de una pelea. Hubiera debido sospecharlo desde el principio, pero como siempre, no quería verlo. Eran cerca de las once cuando subió a buscarla.
La encontró cambiando las sábanas de la cama. Gabriella se movía con la torpe cautela de alguien que está sufriendo.
– ¿Estás bien, cariño?
Gabriella asintió con los ojos llenos de lágrimas invisibles. Estaba pensando en Meredith , su muñeca. Tenía la sensación de que alguien había muerto esa noche y así era. No sólo su muñeca, sino ella misma. Había sido la peor paliza recibida hasta la fecha, y había acabado con las pocas esperanzas que le quedaban de sobrevivir en esa casa. Gabriella sabía que tarde o temprano su madre acabaría con ella. Ya no tenía sueños ni ilusiones, sólo un insoportable dolor en el costado y el recuerdo de su muñeca vapuleada contra la pared, algo que su madre desearía hacer con ella pero aún no se atrevía.
– ¿Puedo ayudarte a hacer la cama? -preguntó John, pero su hija negó con la cabeza. Sabía lo que su madre diría si les descubría. La acusaría de intentar manipular a su padre y volverlo contra ella-. ¿No quieres bajar a desayunar?
Lo cierto era que Gabriella no quería ver a su madre. Ya no tenía hambre y puede que nunca volviera a tenerla. No le importaba dejar de comer para siempre y cada vez que respiraba sentía una punzada en el tórax. No se veía capaz de bajar las escaleras o de sentarse junto a su madre, y aún menos de comer.
– No te preocupes, papi. No tengo hambre.
Sus ojos parecían más tristes de lo normal y John se dijo que probablemente estaba cansada. Se negaba a ver la torpeza con que su hija se movía, la sangre incrustada en el pelo, la inflamación del labio.
– Baja conmigo. Te haré tortitas. -como si tuviera que compensarla de algo. Como si en el fondo supiera lo que Eloise le había hecho a su hija aunque se empeñara en negarlo. Aceptarlo le habría hecho sentir demasiado culpable.
Notó que Gabriella llevaba puesto un jersey encima del vestido. Generalmente era señal de que sus brazos estaban llenos de magulladuras, una señal queso padre siempre reconocía pero de la que nunca se daba por enterado. Con apenas siete años Gabriella sabía que tenía que cubrirse para no ofender a su padre, y aún menos a su madre, con las muestras externas de su “maldad”. John no le preguntó si tenía frío ni por qué llevaba puesto el jersey. A veces Gabriella e cubría con una prenda de manga larga o con un chal incluso en la playa, por esa misma razón. Y sus padres no decían nada. Era un acuerdo tácito entre ellos.
– ¿Dónde está Meredith ? -preguntó John. La muñeca siempre estaba por allí, pero ahora no la veía.
– Se ha ido -respondió Gabriella bajando la mirada, esforzándose por no llorar, recordando el sonido de la muñeca golpeada contra la pared. Era un sonido que nunca olvidaría, un acto que nunca perdonaría a su madre. Meredith era su bebé.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó inocentemente su padre, y luego, como si comprendiera, decidió no ahondar en el tema-. Baja a comer algo, cariño -dijo con dulzura-. Todavía falta una hora para ir a misa. Tenemos tiempo de sobra. -y se marchó rápidamente, impaciente por escapar de la intensa mirada de su hija, de la profundidad de su dolor.
Ahora sabía que había sucedido algo en su ausencia, pero no quiso hacer preguntas ni conocer los detalles. Ese día no era diferente de los demás.
Gabriella bajó por las escaleras en silencio, de peldaño en peldaño, respirando con dificultad y aferrándose a la barandilla. Le dolían los brazos, el tobillo y la cabeza, y sentía como si tuviera todas las costillas rotas, no sólo dos. El dolor le provocó náuseas cuando se sentó a la mesa del desayuno. Había puesto sus sábanas en la bolsa de la ropa sucia después de enjuagar algunas zonas. Ahora tenía sábanas limpias en la cama y creía que existía una posibilidad de que su madre nunca descubriera el “accidente”.
– Llegas tarde -dijo Eloise sin levantar la vista del periódico.
– Lo siento, mami -hablar le provocaba un dolor terrible, pero sabía que debía contestar por su propio bien.
– Si tienes hambre sírvete un vaso de leche y hazte una tostada.
Eloise no tenía intención de levantarse. Sin decir palabra, John le levantó y le preparó el desayuno a su hija.
– ¿Por qué la mimas tanto? -dijo Eloise. Miró a su marido acusadoramente, enojada por algo que no tenía nada que ver con el hecho de hacerle el desayuno a Gabriella. Con todo, Eloise no soportaba que John fuera amable con su hija.
– Es domingo -como si eso respondiera a la pregunta-. ¿Te apetece otra taza de café?
– No, gracias -contestó fríamente Eloise-. Tengo que vestirme para ir a misa. Y tú también.
A Gabriella le dieron ganas de llorar sólo de pensar en desvestirse y vestirse otra vez, con lo dolorido que tenía el cuerpo.
– Ponte el vestido rosa de punto de abeja y la rebeca a juego. -las instrucciones eran claras, así como el castigo si se equivocaba-. No te muevas de tu cuarto hasta que llegue la hora de marcharnos e intenta no ensuciarte por una vez.
Gabriella asintió con la cabeza y se levantó de la mesa sin desayunar. Sabía que hoy tardaría más de lo normal en cumplir las órdenes de su madre. Su padre la vio marchar sin decir palabra, en un silencio cómplice.
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