Danielle Steel - El Largo Camino A Casa

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Con apenas siete años, Gabriella sabe que es culpable de algo, porque así se lo han dicho y que por eso su irascible madre la somete a terrible castigos y malos tratos. Y también sabe que su padre es incapaz de protegerla. Su mundo, una confusa mezcla de miedo, soledad y dolor, da un repentino vuelco cuando su madre la abandona en un convento. Allí crecerá al amparo del cariño y el afecto de las monjas, pero el amor prohibido que le despierta un joven sacerdote provocará otro dramático cambio en su vida y la obligará a salir al mundo real para enfrentarse a sus duros retos…
La odisea de una niña maltratada que, una vez convertida en mujer, tiene valor para liberarse del pasado y tomar las riendas de su propio destino. Toda una lección de entereza, esperanza y amor.

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Subió las escaleras con más dificultad de la que había tenido al bajarlas, pero finalmente llegó a su habitación y buscó en el armario el vestido que su madre le había indicado. Lo encontró con facilidad, pero ponérselo ya fue otra cosa. Llorando de dolor, tardó casi una hora en cambiarse de ropa. La rebeca fue el golpe final de una mañana horrible. Y cuando su padre fue a buscarla, Gabriella estaba lista y aguardándole para seguirle escaleras abajo con sus zapatos de charol negro, sus calcetines blancos y el vestido rosa con la rebeca a juego. Parecía, como siempre, un pequeño ángel.

– Pero ¿con qué te has peinado? ¿Con un tenedor? -preguntó su madre en cuanto la vio.

Gabriella había sido incapaz de levantar los brazos para peinarse e ingenuamente había confiado en que su madre no lo notaría.

– Se me olvidó -fue lo único que se le ocurrió contestar, y por lo menos su madre no podría decir que mentía.

– Sube ahora mismo a peinarte y ponte la cinta de raso rosa.

Los ojos de Gabriella se humedecieron y por una vez su padre le echó una mano. Sacó un peine del bolsillo de su americana y lo deslizó por los rizos sedosos de su hija, y consiguió que estuviera presentable en menos de un minuto. La sangre se había secado para entonces y John fingió no verla.

– No necesita ninguna cinta -dijo a su mujer.

Gabriella le miró agradecida. Su padre le pareció más guapo que nunca con su traje oscuro, su camisa blanca y su corbata azule y roja. Su madre vestía un traje de lana gris con un cuello de pieles, un sombrero negro con velo y unos guantes blancos, como siempre impolutos. Llevaba unos zapatos de ante negro muy bonitos y un bolso de piel de cocodrilo también negro. Gabriella sabía que habría parecido una modelo de revista de no ser por esa cara de enfadada que llevaba siempre. Y por una vez Eloise decidió no discutir con John. No valía la pena.

Llegaron a la iglesia en taxi y se sentaron en un banco con Gabriella en medio. Eso significaba que cada vez que se moviera aunque sólo fuera un centímetro su madre la pellizcaría hasta dejarle una marca.

Gabriella estuvo muy quieta durante todo el oficio. Apenas podía respirar y el dolor en las costillas la tenía medio atontada. Su madre mantenía los ojos cerrados, como si rezara devotamente, y de vez en cuando los abría para echar un vistazo a Gabriella.

Después del servicio siguió a sus padres hasta la salida de la iglesia y allí se mezclaron con amigos. Algunas personas comentaron lo bonita que estaba Gabriella, pero su madre ignoraba los cumplidos. Y cada vez que Gabriella era presentada a alguien tenía que estrecharle la mano y hacer una reverencia. No era tarea fácil, teniendo en cuenta la paliza que había recibido, pero no le quedaba elección.

– ¡Es una niña perfecta! -dijo alguien a John.

Eloise no se dio por enterada. Perfección era justamente lo que esperaba de su hija. Y Gabriella hacía lo posible por complacerla, aunque ese día no le estaba resultando fácil.

Después de la misa fueron a comer al Plaza. Había música y bandejas de plata con emparedados. Su padre pidió para ella un chocolate caliente y éste llegó acompañado de un cuenco de nata. Los ojos de la niña se abrieron de par en par al mismo tiempo que Eloise levantaba el cuenco y lo dejaba en el otro extremo de la mesa.

– No te conviene, Gabriella. No hay nada más repugnante que una niña gorda.

Gabriella no corría el peligro de engordar y los tres lo sabían. Se asemejaba más a esos niños depauperados de África de los que tanto oía hablar cuando no se terminaba la cena. Pero el cuenco de nata nunca volvió. Y Gabriella sabía que era porque no se lo merecía. La noche antes había enfurecido a su madre. Estaba segura de que ella era la culpable de esos ataques de ira aunque no entendiera el motivo.

Estuvieron en el Plaza hasta bien entrada la tarde saludando a amigos y observando a extraños. Era un lugar entretenido para almorzar y Gabriella normalmente lo pasaba bien, pero hoy no podía. El cuerpo le dolía demasiado y se alegró mucho cuando llegó la hora de marcharse. Su padre salió a buscar un taxi y ella siguió los pasos elegantes de su madre hasta el vestíbulo. La gente siempre se volvía para mirar a Eloise. Gabriella la contemplaba con temor y odio. Si era tan hermosa ¿por qué no podía también ser agradable? Constituía un misterio cuya respuesta nunca obtendría.

Al salir del hotel tropezó, y durante un breve instante, pisó la punta del zapato de ante negro de su madre. Gabriella se echó a temblar, pero la reacción de su madre fue aún más rápida. Se detuvo en seco, miró despectivamente a su hija y señaló el zapato con furia reprimida.

– Límpialo -murmuró con una voz cavernosa que, para Gabriella, sonaba como la del diablo.

Eloise señalaba el zapato con un apremio que hubiera sorprendido a cualquiera, pero, como siempre, nadie parecía darse cuenta.

– Lo siento, mami -barboteó la niña.

– Haz algo -espetó Eloise, pero Gabriella no tenía nada con qué limpiar la ofensiva mancha de polvo.

Pensó en utilizar el vestido o la rebeca, pero eso habría irritado aún más a su madre. No vio ningún trocito de papel, así que empezó a frotar el zapato con los dedos. Y la mancha acabó por desaparecer, pero Eloise no se lo creyó cuando su hija se lo dijo. Arrodillada en la acera, la obligó a limpiar el zapato una y otra vez.

– Y que no se vuelva a repetir ¿entendido?

Gabriella dio gracias al cielo por haber podido quitar la mancha, pues de lo contrario habría recibido otra paliza, aunque quizá era pronto para cantar victoria. El día no había terminado aún.

Regresaron a casa en taxi. El dolor de Gabriella empeoraba por momentos. Estaba pálida, y como las manos le temblaban las cruzó disimuladamente con la esperanza de que su madre no lo notara. Pero Eloise, por una vez en su vida, se hallaba de muy buen humor y a pesar de la pelea del día anterior trataba a su marido con una cortesía inaudita. No se disculpó, nunca lo hacía. En su opinión, John tenía la culpa de que hubiesen discutido y ella no tenía nada de qué disculparse.

Eloise envió a Gabriella a su cuarto nada más llegar a casa. No soportaba encontrársela deambulando sin motivo. La prefería recluida en su habitación, sin dar problemas y Gabriella no deseaba otra cosa. No quería provocar más a su madre, así que no se movió de allí. No tenía nada que hacer, pero el cuerpo le dolía demasiado para querer hacer nada. No podía dejar de pensar en Meredith . La echaba tremendamente de menos . Meredith era su única amiga, su confidente, su alma gemela. Ahora ya no tenía a nadie.

De repente oyó risas en el pasillo y para su asombro, comprendió que provenían de sus padres. Su madre casi nunca reía, pero ahora semejaba una chiquilla. Las voces se alejaron y la puerta del dormitorio conyugal se cerró de golpe. Gabriella ignoraba qué podían estar haciendo sus padres allí dentro, pero no parecía que estuvieran peleando. Todo lo contrario, parecían muy contentos. Gabriella esperó en su cuarto. Tarde o temprano tendrían que ir a buscarla, aunque sólo fuera para darle de cenar.

Pero al caer la noche seguían en la habitación. Gabriella sabía que no podía entrar ni hablarles desde el otro lado de la puerta. No podía exigir una explicación de por qué la ignoraban, por qué la habían dejado sola y por qué habían olvidado darle de cenar.

Y esa noche no volvió a saber nada de sus padres. Habían alcanzado una especie de tregua temporal y la estaban consumando en la intimidad del dormitorio. Eloise, sorprendentemente, había perdonado a John, y él estaba tan atónito y su esposa tan bonita que hasta se sintió atraído por ella. Fue eso, y el hecho de que hubieran tomado algunas copas en el Plaza, lo que le hizo ablandarse ante la mujer que detestaba. Ambos se sentían inusitadamente melosos. Con todo, sus recién desenterrados afectos no se extendían a su hija. Tanto John como Eloise sabían que la tregua sólo era temporal, pero valía la pena disfrutarla mientras durara. Y Eloise no estaba dispuesta a renunciar a un solo momento en el lecho conyugal para dar de cenar a Gabriella.

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