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Danielle Steel: El Largo Camino A Casa

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Danielle Steel El Largo Camino A Casa

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Con apenas siete años, Gabriella sabe que es culpable de algo, porque así se lo han dicho y que por eso su irascible madre la somete a terrible castigos y malos tratos. Y también sabe que su padre es incapaz de protegerla. Su mundo, una confusa mezcla de miedo, soledad y dolor, da un repentino vuelco cuando su madre la abandona en un convento. Allí crecerá al amparo del cariño y el afecto de las monjas, pero el amor prohibido que le despierta un joven sacerdote provocará otro dramático cambio en su vida y la obligará a salir al mundo real para enfrentarse a sus duros retos… La odisea de una niña maltratada que, una vez convertida en mujer, tiene valor para liberarse del pasado y tomar las riendas de su propio destino. Toda una lección de entereza, esperanza y amor.

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– ¡La próxima vez te daré un azote en el trasero! -dijo Eloise con el rostro colérico mientras zarandeaba a su hija-. Eres una niña muy mala, y a la gente no le gustan las niñas malas.

Gabriella desvió la mirada hacia su padre, de pie en el umbral de la puerta. Pero John no dijo nada. Tenía miedo. Y cuando Eloise reparó en su presencia, cogió a la niña y se la llevó al cuarto sin desayunar, y antes de irse la zurró en el trasero. Gabriella se quedó tumbada en la cama, llorando.

– No tenías por qué hacerlo -dijo John con calma cuando Eloise regresó a la mesa para servirse otra taza de café con mano temblorosa.

– Si no lo hago tu hija acabará siendo una delincuente juvenil. La disciplina es buena para los niños.

John había tenido padres benévolos y todavía no daba crédito a la reacción de Eloise. Por otro lado, sabía que Gabriella sacaba de quicio a su madre. Eloise no había vuelto a ser la misma desde que la niña nació y ahora siempre estaba enojada con John. Hacía tiempo que las esperanzas de tener una familia numerosa y feliz se habían desvanecido para él.

– Ignoro qué hizo para ponerte así, pero seguro que no fue tan grave.

– Rompió un plato a propósito. No pienso permitir esta clase de berrinches en mi casa.

– A lo mejor lo hizo sin querer -repuso John para intentar calmar a su esposa, pero sólo consiguió irritarla aún más.

Dijera lo que dijera para defender a su hija, Eloise siempre se negaba a escucharle.

– Disciplinar a Gabriella es tarea mía. Yo no te digo cómo tienes que dirigir la oficina -masculló y se levantó de la mesa.

En seis meses, la “disciplina” de Gabriella se convirtió en una tarea de jornada completa para Eloise. Siempre había alguna falta que merecía un azote, una bofetada o una paliza, como jugar sobre el césped del jardín y mancharse las rodillas de verde, o retozar con el gato de los vecinos y recibir un arañazo en el brazo. Pero el día que Gabriella se cayó en la calle y se manchó el vestido y los calcetines de sangre, la ofensa le costó la peor paliza recibida hasta entonces, justo antes de su cuarto cumpleaños. John sabía lo de las palizas y las presenciaba a menudo, pero se veía incapaz de detener a Eloise. Y si intentaba consolar a su hija la situación empeoraba, de modo que era más fácil aceptar las explicaciones de Eloise. Al final decidió que era preferible callar y tratar de no pensar. Se decía que a lo mejor Eloise tenía razón. Quizá la disciplina era buena para los niños.

John había perdido a sus padres en un accidente de coche y no tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien contarle lo que Eloise le hacía a su hija.

Gabriella se había convertido en un modelo de niña. Apenas hablaba, recogía la mesa con esmero, doblaba su ropa meticulosamente, obedecía a pie juntillas y jamás replicaba. Tal vez Eloise estuviera en lo cierto. Había que reconocer que los resultados eran impresionantes. Y cuando se sentaban a la mesa Gabriella no hablaba y mantenía sus ojos abiertos en par en par.

Sin embargo, a los ojos menos generosos de su madre Gabriella estaba muy lejos de ser una niña modélica. Siempre encontraba algún motivo para regañarla, castigarla o azotarla. Con el tiempo las palizas se hicieron más prolongadas y frecuentes. Los cachetes regían cualquier intercambio entre ellas, como también las sacudidas, los golpes y las bofetadas. John temía que algún día Eloise hiriera seriamente a la niña, pero se guardaba su opinión. Para él la discreción era la mejor de las virtudes y procuraba convencerse de que Eloise no estaba obrando mal, pero también se aseguraba de no ver nunca los moretones. Según Eloise, la niña era torpe y se caía a cada momento, de modo que no podían dejarla ir en bicicleta o aprender a patinar. Las privaciones que le imponían buscaban protegerla, y los morados constituían la prueba de que Gabriella era tan torpe como aseguraba su madre.

Para cuando cumplió seis años, las palizas se habían convertido en algo habitual. John las evitaba, Gabriella las esperaba y Eloise las disfrutaba. Ésa se habría puesto hecha una fiera si alguien le hubiera sugerido esto último. Las palizas eran por el bien de la niña, decía. Eran “necesarias”. Impedían que la cría les saliera más mimada de lo que ya estaba. Y Gabriella sabía que era una niña muy mala. De lo contrario su madre no tendría que pegarle, de lo contrario su padre impediría que su madre la zurrara, de lo contrario ambos la querrían. Pero ella sabía mejor que nadie que no se merecía el cariño de sus padres, que sus faltas eran terribles. Lo sabía porque su madre se lo decía.

Y esa tarde de verano, cuando su madre la levantó del suelo y le dio otra bofetada antes de enviarla a su cuarto, Gabriella vio a su padre en la puerta. Sabía que había presenciado la paliza y que, como siempre, no había hecho nada para evitarlo. John tenía expresión lúgubre y cuando Gabriella pasó por su lado, en lugar de consolarla o acariciarla, desvió la vista. No podía soportar la mirada de su hija.

– ¡Vete a tu cuarto y no te muevas de allí!

Las palabras de Eloise retumbaron en los oídos de Gabriella mientras subía lentamente las escaleras palpándose la mejilla. Sabía que era una niña mayor y que las cosas que hacía eran terribles. Y nada más cerrar la puerta de su habitación, e le escapó un sollozo y corrió hacia la cama para abrazar a su muñeca. Era el único juguete que su madre le permitía tener. Su abuela paterna se la había regalado antes de morir. Era rubia y tenía los ojos y las pestañas grandes y azules, y la quería muchísimo. Se llamaba Meredith y era su única aliada. Gabriella estaba ahora meciéndose en la cama, aferrada a su muñeca, preguntándose por qué su madre le pegaba con tanta saña, por qué era una niña tan horrible, pero de pronto recordó la mirada de su padre. Parecía muy decepcionado, como si hubiese esperado algo mejor que ese pequeño monstruo que, según su madre, tenía por hija. Y Gabriella le creía. Todo lo hacía mal. Por mucho que se esforzaba no había manera de complacerles, de detener lo inevitable, de escapar… Y entonces comprendió que siempre sería así. Nunca conseguiría ser lo bastante buena, nunca conquistaría el corazón de sus padres. Siempre supo que no la querían y que no merecía ser amada. Sólo merecía el dolor que su madre le causaba. Lo sabía, pero aún así se preguntaba por qué tenía que doler tanto, por qué su madre se enfadaba siempre tanto con ella, qué había hecho para que la odiaran de ese modo… Y comprendió que no tenía la respuesta y que nadie podía rescatarla. Ni siquiera su padre. Meredith era cuanto poseía en este mundo, su única amiga. No tenía abuelos, ni tíos, ni amigos ni primos. No le permitían jugar con otros niños, probablemente porque era muy mala. Y en cualquier caso, seguro que los niños la despreciarían. ¿Cómo podía gustar Gabriella a alguien si no gustaba siquiera a sus padres, si era una niña tan mala? Sabía que no podía contar a nadie lo que le hacían porque con eso confirmaría lo mala que era, y cuando en el colegio le preguntaban sobre sus morados, ella explicaba que se había caído por las escaleras o que había tropezado con el perro, aunque no tenían perro. Sabía que debía guardar el secreto o de lo contrario la gente se enteraría de lo malvada que era, y ella no quería eso.

También sabía que la culpa no era de sus padres. La culpa era suya, por ser tan mala, por cometer tantos errores, por hacer enfadar a su madre. Ella era la culpable. Y allí, tumbada en la cama y abrazando a su muñeca, oyó a sus padres. Estaban gritando, como siempre, y Gabriella sabía que también eso era culpa suya. Nunca alcanzaba entender lo que su padre decía, pero probablemente hablaba de ella, de lo mala que era. Gabriella hacía que se pelearan, que se enfadaran. Hacía infeliz a todo el mundo.

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