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Danielle Steel: El Largo Camino A Casa

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Danielle Steel El Largo Camino A Casa

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Con apenas siete años, Gabriella sabe que es culpable de algo, porque así se lo han dicho y que por eso su irascible madre la somete a terrible castigos y malos tratos. Y también sabe que su padre es incapaz de protegerla. Su mundo, una confusa mezcla de miedo, soledad y dolor, da un repentino vuelco cuando su madre la abandona en un convento. Allí crecerá al amparo del cariño y el afecto de las monjas, pero el amor prohibido que le despierta un joven sacerdote provocará otro dramático cambio en su vida y la obligará a salir al mundo real para enfrentarse a sus duros retos… La odisea de una niña maltratada que, una vez convertida en mujer, tiene valor para liberarse del pasado y tomar las riendas de su propio destino. Toda una lección de entereza, esperanza y amor.

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– No es cierto… Nunca lo sientes… Siempre me estás haciendo enfadar con tu mal comportamiento. ¿Qué demonios quieres de nosotros, desgraciada? No puedo creer que tu padre y yo tengamos que soportar…

Empujó a su hija, que resbaló por el lustroso suelo, pero sólo unos centímetros, y en ese momento un zapato de tacón alto le asestó en el muslo una patada cargada de odio. Las peores magulladuras se producían siempre en los brazos, las piernas y el torso, donde la gente no podía verlas. Las marcas de la cara siempre desaparecían en unas horas. Era como si su madre supiera instintivamente dónde pegar. Tenía mucha experiencia. Llevaba años haciéndolo. Prácticamente los mismos que tenía Gabriella.

No hubo palabras de remordimiento ni de consuelo para Gabriella. Ningún esfuerzo por disculparse o aliviar su dolor. Sabía que si se levantaba demasiado pronto haría estallar de nuevo la ira de su madre, así que bajó la cabeza, y con las mejillas bañadas en un llanto silencioso, clavó la mirada en el suelo, como si quedándose así pudiera desaparecer.

– Levántate de una vez -la pequeña recibió otro tirón del brazo y una última bofetada en la sien-. Cómo te odio, Gabriella. Eres patética…Mira qué sucia estás… menuda cara.

En el rostro angelical de Gabriella habían aparecido como por arte de magia dos manchas negras que se mezclaban con las lágrimas. Cualquier persona se habría compadecido de ella, pero no su madre. Eloise Harrison era una criatura de otro mundo, todo menos una madre. Abandonada por sus padres cuando era una niña, encomendada a su tía de Minnesota, había vivido en un mundo frío y solitario con una tía soltera que apenas le dirigía la palabra y que en invierno la obligaba a cargar leña y quitar la nieve del camino. Era la época de la Depresión. Sus padres habían perdido casi todo su dinero y emigrado a Europa a vivir con lo poco que les quedaba. No había sitio para Eloise en su mundo ni en sus corazones. Habían perdido a su hijo, el hermano de Eloise, a causa de la difteria, y ninguno de los dos sentía especial aprecio por la pequeña. Eloise vivió con su tía de Minnesota hasta los dieciocho años y luego se fue a Nueva York a vivir con unos primos. A los veinte se encontró con John Harrison, viejo a migo de su hermano y al que conocía desde la infancia, y se casó con él dos años más tarde. Los padres de John habían tenido más suerte que los de Eloise. Su fortuna había permanecido intacta durante la Depresión. Bien criado, bien alimentado y bien educado, aunque sin grandes ambiciones ni fortaleza de carácter, John había conseguido un trabajo en un banco y cuando vio a Eloise se quedó prendado de su hermosura.

En aquella época Eloise era bonita y joven, casi una belleza, y a John le volvía loco su indiferencia. Le rogó, le suplicó desesperadamente que se casara con él, y cuanto más insistía más distante se mostraba ella. Tardó cerca de dos años en convencerla de que fuera su esposa. Quiso tener hijos nada más casarse, le compró una casa preciosa y estaba tan orgulloso de Eloise que casi cacareaba cuando se la presentaba a sus amistades. Con todo, tardó casi otros dos años en convencerla de que tuvieran un hijo. Eloise siempre decía que necesitaba más tiempo. Y aunque nunca lo confesó, lo cierto era que no quería ser madre. Había tenido una infancia tan infeliz que la idea de traer niños al mundo le resultaba muy poco atractiva. No obstante, significaba tanto para John que al final cedió. Pero enseguida lo lamentó. Estuvo enferma durante todo el embarazo y el parto fue una experiencia horrible que nunca repetiría ni olvidaría. En opinión de Eloise, y a pesar del adorable bulto rosado que le colocaron en los brazos al día siguiente, no merecía la pena. Y desde el principio le molestó la atención que John prestaba a la criatura. Mostraba la misma pasión que en otros tiempos había mostrado por ella. De repente se hubiera dicho que sólo podía pensar en Gabriella: tenía frío, tenía calor, había comido, le había cambiado el pañal, había reparado en su preciosa sonrisa… John veía en la pequeña un enorme parecido con la abuela paterna. Y a Elosie le entraban ganas de gritar.

Eloise volvió a sus antiguas aficiones como ir de compras, salir a tomar el té por la tarde o almorzar con las amigas. Y cada vez le apetecía más salir por la noche. No tenía el menor interés por la niña. En una ocasión confesó a sus compañeras de bridge que su hija le resultaba soporífera y repulsiva. Y a las mujeres les hizo gracia la forma en que lo decía. Eloise hablaba con una franqueza que sonaba divertida. No mostraba ningún instinto maternal, pero John estaba convencido de que con el tiempo s ele iría despertando. A algunas personas simplemente no se les daban bien los niños, se decía cada vez que veía a su esposa con Gabriella. Todavía era muy joven, sólo tenía veinticuatro años, y muy guapa. Estaba seguro de que Gabriella lograría conquistar el corazón de su madre a medida que creciera. Pero ese día nunca llegó. De hecho, Eloise estuvo a punto de volverse loca cuando Gabriella empezó a gatear y encaramarse a las mesas.

– Mira como lo deja todo esa cría. Sólo rompe cosas y siempre está sucia…

– Es sólo una niña -decía John con suavidad al tiempo que levantaba a Gabriella del suelo, la abrazaba y le soplaba en la barriguita.

– ¡Ya bata! -protestaba Eloise-. Es repugnante.

Eloise, a diferencia de John, apenas tocaba a Gabriella. Su primera niñera enseguida se dio cuenta y se lo comentó a John. Según ella, Eloise tenía celos de su propia hija. A John la idea le pareció absurda, pero con el tiempo empezó a preguntarse si no habría algo de verdad en ella. Cada vez que él hablaba o abrazaba a la pequeña, Eloise se ponía furiosa. Y para cuando Gabriella cumplió dos años, le golpeaba las manos cada vez que alargaba el brazo para tocar algún objeto. En su opinión, Gabriella debía estar siempre en su cuarto.

– No podemos tenerla todo el día confinada -protestaba John cuando llegaba del trabajo y encontraba a Gabriella en su habitación.

– Lo destroza todo -respondía Eloise enfadada.

Y más se enfadó aún el día que John alabó los hermosos tirabuzones de su hija. A la mañana siguiente Gabriella tuvo su primer corte de pelo. Eloise la llevó a la peluquería con la niñera y a su regreso los tirabuzones ya no estaban. Y cuando John preguntó por qué lo había hecho, su esposa le contestó que era bueno para la niña.

La rivalidad se agravó cuando Gabriella empezó a decir frases enteras y a correr por los pasillos llamando a su padre. Intuyendo el peligro, solía dibujar un amplio círculo para esquivar a su madre. Eloise a duras penas podía contener la rabia cuando les veía jugar, y el día que John empezó a criticarla por el poco tiempo que dedicaba a su hija se hizo el abismo entre ellos. Eloise estaba harta de las quejas de su marido. Consideraba su actitud repulsiva y poco masculina.

Gabriella recibió la primera zurra a los tres años, una mañana en que el plato del desayuno se le cayó al suelo. Eloise estaba sentada a su lado, tomando una taza de café, y en cuanto el plato tocó el suelo se volvió hacia su hija y la abofeteó.

– No vuelvas a hacer una cosa así ¿entendido? -gritó-. ¿Me has oído? -Gabriella, cuyos rizos habían aparecido de nuevo, miró a su madre con lágrimas en los ojos y el miedo reflejado en la cara-. ¡Contéstame!

– Lo siento, mami…

John acababa de entrar en la habitación y presenció la escena, pero estaba tan espantado que no hizo nada por detener a su esposa. Temía que su intervención empeorara las cosas. Nunca había visto a Eloise tan enojada. Tres años de rabia, celos y frustración acababan de estallar como un volcán colmado hasta el borde.

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