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Mary Balogh: Simplemente Perfecto

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Mary Balogh Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina. Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo. Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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¡Hombre horrendo! No era de extrañar que sus ojos se hubieran reído de ella a cada rato.

Recordando la carta de Susanna, rompió el sello y la desdobló. Joseph Fawcitt, marqués de Attingsborough, era el hijo y heredero del duque de Anburey, leyó en el primer párrafo, e hizo un mal gesto. Iba a ofrecerse a llevarlas a ella y a las niñas a Londres a su regreso de Bath, y no debía vacilar en aceptar. Era un caballero amable y encantador y absolutamente digno de confianza.

Al leer eso arqueó las cejas y apretó los labios.

Pero no tardó en hacérsele evidente el principal motivo de la carta de Susanna. Frances y Lucius (el conde de Edgecombe, su marido) acababan de volver del Continente, y Susanna y Peter estaban organizando un concierto en su casa en el que Frances iba a cantar. Por lo tanto, sencillamente debía alargar su estancia en Londres para oírla, y sencillamente debía alargarla otro poco más para disfrutar de algunos otros eventos de la temporada también. Si Eleanor Thompson había expresado su disposición a hacerse cargo de la escuela durante una semana, seguro que estaría dispuesta a hacerlo otra semana o más, y para entonces ya estaría a punto de acabar el trimestre de verano.

Claudia tuvo que reconocer que la invitación a quedarse más tiempo era tremendamente tentadora. Frances había sido la primera de sus profesoras y amigas que se casó. Desde entonces, con el aliento de un marido extraordinariamente progresista, se dedicaba a cantar para el público, y era muy famosa y solicitada en toda Europa. Acompañada por el conde viajaba durante varios meses cada año por Europa, de capital en capital para cumplir con los diversos contratos. No la había visto desde hacía un año, y sería maravilloso verla a ella y a Susanna durante la próxima semana, o dos, y pasar un tiempo con ellas. Pero aún así…

Había dejado abierta la puerta del despacho, y Eleanor asomó la cabeza después de golpear suavemente.

– Te reemplazaré en la vigilancia de la sala de estudio esta noche, Claudia -dijo-. Has tenido un día muy ajetreado. ¿No se te comió viva tu visitante aristocrático, entonces? La escuela zumba con sus alabanzas.

– Lo envió Susanna -explicó Claudia haciendo una mueca-. Se ha ofrecido para llevarme con Edna y Flora en su coche cuando vuelva a Londres pasado mañana.

– Ah, caramba -exclamó Eleanor, entrando-. Y yo me lo he perdido. Es de esperar que sea alto, moreno y guapo.

– Las tres cosas. ¡También es el hijo de un duque!

– Basta con eso -dijo Eleanor levantando las manos abiertas-. Debe de ser el más vil de los canallas. Aunque algún día espero convencerte de que mi cuñado, el duque de Bewcastle, no lo es.

– Mmm -musitó Claudia.

El duque de Bewcastle había sido su empleador durante un tiempo, el corto periodo en que ella fue la institutriz de su hermana y pupila lady Freyja Bedwyn. Cuando se separaron no quedaron en la mejor de las relaciones, por decirlo de manera suave, y desde entonces sentía una fuerte aversión por el duque y por todos los que tenían ese rango. Aunque, dicha fuera la verdad, su antipatía por los duques no comenzó con él.

Pero compadecía de todo corazón a la hermana menor de Eleanor por estar casada con ese hombre. La pobre duquesa era una dama extraordinariamente amable, y había sido profesora antes de casarse.

– Frances está de vuelta en Inglaterra -le contó a Eleanor-. Va a cantar en un concierto que están organizando Susanna y el vizconde. Susanna desea que me quede más tiempo para disfrutar de otros entretenimientos de la temporada. Es una lástima que esto no ocurra después de que finalice el año escolar. Pero claro, entonces habrá acabado la temporada también. Lógicamente yo no tengo la más mínima aspiración de alternar en los círculos aristocráticos. La sola idea me produce escalofríos. Claro que habría sido fabuloso ver a Susanna y Frances y pasar un tiempo en su compañía. Pero eso lo puedo hacer en otra ocasión, de preferencia en el campo.

Eleanor chasqueó la lengua.

– Pues claro que debes quedarte en Londres más de unos cuantos días, Claudia. Eso es lo que te ha estado pidiendo lady Whitleaf y a lo que yo te he alentado todo este tiempo. Soy muy capaz de dirigir la escuela durante unas semanas y de pronunciar un discurso convenientemente conmovedor en tu nombre en la reunión general de la fiesta de fin de año. Y si deseas quedarte más de unas cuantas semanas, debes hacerlo sin sentir el menor escrúpulo. Tanto Lila como yo nos quedaremos aquí en verano para cuidar de las chicas de régimen gratuito, y Christine ha renovado su invitación a que las lleve a pasar unas semanas en Lindsey Hall mientras ella y Wulfric visitan otras de sus propiedades. Eso me daría la oportunidad de pasar algún tiempo con mi madre.

Christine y Wulfric eran los duques de Bewcastle; Lindsey Hall era la sede principal del duque en Hampshire. La invitación había asombrado a Claudia cuando llegó, y no pudo dejar de pensar si la duquesa habría consultado a su marido antes de hacerla. Pero claro, las niñas de régimen gratuito ya se habían alojado en Lindsey Hall una vez, hacía un año en realidad, con motivo de la boda de Susanna, y el duque estaba residiendo ahí por entonces.

– Debes quedarte -insistió Eleanor-. En realidad, debes prometerme que te quedarás por lo menos un par de semanas. Si no, me sentiré ofendida. Creeré que no te fías de mí para que ocupe tu puesto aquí.

– Pues claro que me fío de ti -dijo Claudia, sintiéndose vacilar. Aunque, ¿qué argumento podría dar para no quedarse?-. Sería agradable; he de reconocer…

– Claro que lo sería -dijo Eleanor enérgicamente-. Por supuesto que lo «será». Convenido, entonces. Ahora debo ir a la sala de estudio. Tomando en cuenta cómo ha transcurrido este día, hay muchas posibilidades de que algunos pupitres acaben hechos astillas para el fuego o que comience algún tipo de batalla campal si no llego ahí pronto.

Cuando Eleanor hubo salido, Claudia fue a sentarse ante su escritorio y dobló la carta de Susanna. ¡Qué día más extraño! Tenía la impresión de que había durado por lo menos cuarenta y ocho horas.

¿Y de qué diablos iba a hablar durante todas las horas del viaje a Londres? ¿Cómo iba a impedir que Flora parloteara y Edna no parara de reírse tontamente? Deseó ardientemente que el marqués de Attingsborough tuviera por lo menos sesenta años y pareciera un sapo. Tal vez así no se sentiría tan intimidada por él.

El empleo de esa palabra en su pensamiento la erizó toda entera otra vez.

¿Intimidada?

¿Ella?

¿Por un simple «hombre»?

¿Por un «marqués»? ¿Heredero de un «ducado»?

Pues, no le daría esa satisfacción, pensó indignada, como si él hubiera expresado francamente el deseo de verla arrastrarse a sus pies en servil humildad.

CAPÍTULO 02

– Tendrás presente lo que hemos hablado -dijo el duque de Anburey estrechándole la mano a su hijo Joseph, marqués de Attingsborough.

No era una pregunta.

– Claro que lo tendrá presente, Webster -dijo la duquesa, abrazando y besando a su hijo.

Habían desayunado temprano en la casa del edificio Royal Crescent en que estaban viviendo los duques durante su estancia en Bath. La preocupación por la salud de su padre y, debía reconocerlo, su llamada, habían traído a Joseph a Bath hacía una semana, a la mitad de la temporada de primavera. En invierno su padre había cogido un enfriamiento del que no estaba totalmente recuperado cuando llegó el momento en que tendría que volver a Londres para asistir a los debates de la Cámara de los Lores; por lo tanto, se había quedado en su casa de campo y luego cedido a la insistencia de su esposa de que fuera a Bath a probar las aguas, aun cuando siempre había hablado con desprecio de aquel lugar y de las personas que iban ahí a bañarse en las aguas y a beberías para mejorar la salud.

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