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Mary Balogh: Simplemente Perfecto

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Mary Balogh Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina. Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo. Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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Pero, ¡francamente!

No había creído que ese día pudiera empeorar. Se había equivocado.

– Por supuesto. Yo misma le acompañaré -dijo secamente girándose hacia la puerta.

La habría abierto ella, pero él pasó por su lado, envolviéndola durante un alarmante momento en el seductor aroma de una colonia masculina asquerosamente cara sin duda, abrió la puerta y con una sonrisa le indicó que ella saliera primero al vestíbulo.

Al menos, pensó, ya habían terminado las clases y las niñas estarían a salvo en el comedor, tomando el té.

Y en eso se equivocaba también, recordó en el instante en que abrió la puerta de la sala de arte. No faltaba mucho para la fiesta de fin de año y se estaban haciendo todo tipo de preparativos y ensayos, cada día desde la pasada semana más o menos.

Unas pocas chicas estaban trabajando con el señor Upton en el telón de fondo del escenario. Todas se volvieron al oír abrirse la puerta y al instante agrandaron los ojos y miraron boquiabiertas al grandioso visitante. Claudia se vio obligada de presentarlo al profesor. Después de estrecharle la mano, el marqués se acercó a mirar la obra de arte e hizo unas cuantas preguntas inteligentes. El señor Upton le sonrió de oreja a oreja cuando unos minutos después salió de la sala y todas las chicas se lo quedaron mirando adoradoras.

Entonces lo llevó a la sala de música, donde estaban las chicas del coro practicando un madrigal en ausencia de mademoiselle Pierre bajo la supervisión de la señorita Wilding. Cuando abrió la puerta estaban cantando a todo pulmón, con voces disonantes e irritantes, y entonces, algo cohibidas, soltaron risitas nerviosas, mientras la señorita Wilding se ruborizaba, con expresión consternada.

Con las cejas arqueadas Claudia presentó al marqués a la profesora y le explicó que ese día estaba indispuesta la profesora de música, a pesar de que mientras lo decía se sentía fastidiada consigo misma por pensar que era necesaria una explicación.

– Cantar madrigales -dijo él a las niñas, sonriendo-, puede ser muy satisfactorio pero también muy frustrante, ¿verdad? Tal vez sólo hay otra persona en el grupo cantando la misma voz de uno y seis u ocho aullando otras muy diferentes. Si la persona aliada vacila uno se pierde sin esperanzas de recuperación. Nunca dominé el arte cuando estaba en el colegio, debo confesar. Durante mi primera práctica alguien me sugirió que debería intentar entrar en el equipo de criquet, que practicaba a la misma hora.

Las niñas se rieron, todas visiblemente relajadas.

– Apuesto a que hay algo en vuestro repertorio que podéis cantar a la perfección -continuó él. Volvió su sonriente cara hacia la señorita Wilding-. ¿Podría tener el honor de oírlo?

– El Cuco, señorita -sugirió Sylvia Hetheridge, y a eso siguió un murmullo de aprobación de las demás.

Y lo cantaron a cinco voces sin equivocarse ni una sola vez ni dar una nota disonante, y un glorioso chaparrón de «cucus» resonó en la sala cada vez que llegaban al coro de la canción.

Cuando terminaron, todas se volvieron hacia el marqués de Attingsborough como si fuera un miembro de la realeza allí de visita, y él aplaudió y sonrió.

– ¡Bravo! -exclamó-. Vuestra habilidad me abruma, por no decir la belleza de vuestras voces. Estoy convencido más que nunca que hice bien al continuar con el criquet.

Cuando salieron de la sala todas las niñas estaban riendo y mirándolo adoradoras.

En la sala de baile estaba el señor Huckerby enseñando a un grupo de niñas los pasos de una contradanza particularmente complicada que ejecutarían durante la fiesta de fin de año. El marqués le estrechó la mano y a las niñas les sonrió, admiró su actuación y las hechizó, hasta que todas estuvieron sonriendo y, cómo no, mirándolo adoradoras.

Mientras Claudia le enseñaba algunas de las aulas desocupadas y la biblioteca, él le hizo preguntas inteligentes y sagaces. No parecía tener ninguna prisa mientras paseaba por ellas y luego leía los títulos en los lomos de muchos de los libros.

– Había un piano en la sala de música -comentó cuando iban en dirección a la sala de costura- y otros instrumentos. En particular vi un violín y una flauta. ¿Se ofrecen clases particulares de música aquí, señorita Martin?

– Desde luego. Ofrecemos todo lo necesario para hacer de nuestras alumnas damitas expertas, además de personas con una sólida educación académica.

Él paseó la mirada por la sala de costura desde la puerta, pero no entró.

– ¿Y enseñan otras habilidades además de coser y bordar? ¿Labor de punto, tal vez? ¿Labor de encaje? ¿Ganchillo?

– Las tres cosas -contestó ella, cerrando la puerta y llevándolo hacia el salón de actos, que antes, cuando era una casa particular, había sido un salón de baile.

– El diseño es muy estético -comentó él, situándose en medio del brillante piso de madera y dándose toda una vuelta, para luego mirar el elevado cielo raso abovedado-. En realidad, me gusta todo el colegio, señorita Martin. Hay ventanas y luz en todas partes y una atmósfera agradable. Gracias por este recorrido guiado.

La miró con su más encantadora sonrisa, y ella, todavía con la tarjeta de visita de él y la carta de Susanna en la mano, se cogió la muñeca con la que tenía libre y lo miró intencionadamente severa.

– Me alegra que lo apruebe -dijo.

Él interrumpió la sonrisa un momento y luego se rió en voz baja.

– Le ruego que me disculpe. Le he ocupado mucho de su tiempo.

Diciendo eso indicó la puerta con el brazo y ella salió delante de él en dirección al vestíbulo, pensando, y fastidiada por pensarlo, que en cierto modo había sido descortés, porque con esas últimas palabras había pretendido ser irónica, y él se había dado cuenta.

Pero antes de que llegaran al vestíbulo se vieron obligados a detenerse porque en ese momento estaban saliendo del comedor en ordenada fila las alumnas de la clase de las menores, en dirección a la sala de estudio, donde se pondrían al día con los deberes que no habían terminado en clase o a leer, escribir cartas o hacer labor de aguja.

Todas giraron las cabezas para mirar al grandioso visitante, y el marqués de Attingsborough les sonrió afablemente, incitándolas a soltar risitas y pavonearse mientras continuaban su camino.

Todo lo cual demostraba, pensó Claudia, que incluso las chicas de once y doce años eran incapaces de resistirse a los encantos de un hombre apuesto. Eso era mal presagio, o continuaba siendo un mal presagio, para el futuro de la mitad femenina de la raza humana.

El señor Keeble, con un feroz entrecejo, bendito su corazón, tenía en sus manos el sombrero y el bastón del marqués y estaba junto a la puerta como para retarlo a intentar prolongar otro rato más su visita.

– ¿Será, entonces, hasta pasado mañana a primera hora, señorita Martin? -dijo el marqués cogiendo su sombrero y su bastón y volviéndose hacia ella mientras el señor Keeble abría la puerta y se hacía a un lado, listo para cerrarla tan pronto como saliera.

– Estaremos listas -contestó ella, asintiendo con la cabeza.

Y por fin se marchó. No dejó a Claudia con una disposición amable hacia él. ¿De qué había ido todo «eso»? Deseó ardientemente poder retroceder media hora y rechazar su ofrecimiento de acompañarlas a ella y a las niñas a Londres pasado mañana.

Pero no podía retroceder, y ya está.

Entró en su despacho y se miró en el pequeño espejo que tenía en el lado interior de la puerta pero que rara vez utilizaba.

Vaya por Dios, caramba. Sí que tenía el pelo aplastado y opaco; se le habían escapado varios mechones del moño en la nuca. Tenía una tenue mancha de tinta en un lado de la nariz, que le quedó cuando intentó quitársela con el pañuelo. Una punta del cuello estaba ligeramente doblada hacia arriba y el cuello descentrado. Se lo arregló, demasiado tarde, claro.

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