Barbara Dunlop - La amante del francés

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Oh là là!
Durante sus veinticinco años de vida, Charlotte Hudson había aprendido muy bien a ser una persona seria y profesional. Sin embargo, de repente se vio envuelta en el rodaje de una película de Hollywood, atrapada en una milenaria mansión de la Provenza con Alec Montcalm, un playboy francés de dudosa reputación. Mientras sus parientes de Hudson Pictures filmaban en Château Montcalm, un verdadero romance tenía lugar bajo sábanas de seda y tras legendarias puertas de madera.

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Se sentía muy atraído por Charlotte, y había dejado que esa atracción le nublara el sentido. ¿Cómo había podido consentir que rodaran una película en el salón de su casa?

Kiefer, que era el vicepresidente de su empresa, tenía toda la razón. La semana anterior se habían reunido con un asesor de imagen muy cotizado y entonces se había comprometido a llevar una vida social más discreta.

– Kana Hanako quiere un socio, no un play-boy.

– Es un trato de negocios -dijo Alec, bebiendo un poco de agua de la botella-. Sólo van a alquilar la mansión.

– ¿Y quién es la estrella?

– Isabella Hudson. No la conozco de nada.

Al oír el nombre, Kiefer se quedó boquiabierto.

– ¡Isabella Hudson!

– Es parte de la familia, ¿no?

– ¿Vas a tener a Isabella Hudson hospedada en tu casa? Dios mío, Alec. Incluso la prensa rosa japonesa hablará de tu romance con Isabella Hudson.

– Yo no tengo intención de acercarme a ella. No tendrán nada a lo que agarrarse, ni fotos ni nada.

Pero Kiefer ya no le estaba escuchando, sino que trataba de buscar una solución.

– Tendrás que quedarte en otro sitio.

– No.

– Márchate a Roma. Mucho mejor, vete a Tokio y así podrás trabajar en el prototipo con Akiko.

– No me necesitan en el taller de bicicletas.

– Tienes que salir de la Provenza.

Al subir una cuesta Alec aumentó el ritmo de la marcha, encauzando toda su frustración hacia la fuerza de los músculos.

– Me voy a quedar en mi casa -le dijo a Kiefer, acelerando.

– Entonces necesitamos una estrategia de despiste -propuso Kiefer, quedándose atrás.

– ¡A ver si te despistas con esto! -exclamó Alec, haciéndole un gesto descortés con la mano.

– Que la prensa no te pille haciendo eso -le dijo Kiefer, alcanzándolo-. ¿Por qué no te casas?

Alec miró al cielo.

– ¿Y no podrías por lo menos buscarte una novia? -continuó Kiefer-. No para siempre, sólo mientras Isabella esté por aquí. Una chica normal, corriente, que no te meta en líos.

Al oír las palabras de Kiefer, Alec se dio cuenta de que había perdido una gran oportunidad.

– Maldita sea.

– ¿Qué? -preguntó Kiefer, mirando a uno y otro lado.

Alec guardó silencio. ¿Cómo podía haber dejado escapar aquella oportunidad? Charlotte podría haber sido su novia Ficticia durante todo el rodaje.

– ¿Qué? -preguntó Kiefer nuevamente.

Pero ya era demasiado tarde para añadir una cláusula extra a las bases del contrato.

– Tuve oportunidad de chantajear a una chica -confesó Alec.

– ¿A quién?

Alec sacudió la cabeza.

– Creo que ya es imposible.

– ¿Y quién es?

– Nadie -dijo Alec.

– Eso es perfecto -replicó Kiefer con entusiasmo.

– Creo que estoy fuera de forma -Alec aminoró la marcha y giró a la derecha hacia Crystal Lake.

– Bueno, ¿pero cuál era tu forma? -preguntó Kiefer, insistente.

– Oh, no, no empieces -Alec se detuvo, bajó de la bicicleta y contempló la maravillosa vista del lago.

– ¿Que no empiece qué?

– Ya sabes. Es una chica inteligente, dura y testaruda.

– Por lo menos, dame una pista -Kiefer bebió un sorbo de agua.

– En realidad, no hay ningún problema -dijo Alec-. Kana Hanako no va a renunciar a mis contactos con los del Tour de Francia. No importa lo que diga la prensa.

– Sí, pero mientras tanto me pueden hacer la vida imposible a mí. ¿Sabes cuántos gritos tengo que soportar del traductor de Takahiro?

– ¿Y tú recuerdas lo mucho que te pago para que aguantes los gritos del traductor de Takahiro?

– No lo suficiente -dijo Kiefer, rezongando. Cerró la botella de agua y se pasó una mano por el cabello-. ¿De quién se trata?

Alec negó con la cabeza.

– Juro que ni siquiera le dirigiré la palabra -añadió Kiefer para convencerlo.

Alec hizo una pausa.

– Charlotte Hudson. Es una amiga de Raine.

– Ah. Podrías haberla chantajeado antes de darle permiso para filmar en la casa.

Alec asintió.

– ¿No es hermana de Isabella?

– Creo que es una prima. No estoy seguro. Raine dice que Charlotte se crió con sus abuelos maternos en Europa. Su abuelo es el embajador de Estados Unidos en Monte Allegro. Ella trabaja para él.

– No parece muy peligrosa.

– Pero no hay nada que hacer. Ya me costó bastante conseguir que se quedara en la casa durante le rodaje.

Kiefer se puso alerta.

– ¿Se va a quedar en la casa?

– Déjalo ya.

– Sólo digo que…

– No va a filtrar nada a la prensa.

– Bueno, alguien tiene que filtrar algo. Mejor que sea ella que Isabella.

– ¿Y quién opina eso?

– Yo.

– Pero tú no cuentas -Alec volvió a montar y reanudó la marcha. Kiefer fue tras él.

– ¿Por lo menos se lo pedirás?

– No.

– Si dice que no, entonces es que no. Pero a lo mejor…

– Nunca accedería.

– ¿Y cómo lo sabes?

Alec llegó al camino de tierra y emprendió la ruta de vuelta.

– Yo te lo explico. Charlotte Hudson es ejecutiva de la embajada y también es la asistente personal del embajador, que resulta ser su abuelo. Un tipo con mi reputación le pide que finja salir con él para calmar a la prensa. Si tú fueras Charlotte, ¿qué dirías?

– Entiendo -admitió Kiefer.

Pedalearon en silencio hasta lo más alto de la colina y, al llegar allí, Alec empezó a pensar en el aroma de los pasteles que el cocinero había metido en el horno justo antes de que salieran de la casa.

– No obstante -dijo Kiefer, mientras descendían la cuesta a toda velocidad-, el «no» ya lo tienes.

– No, no, no -dijo Charlotte mientras hablaba por teléfono-. No creo que sea buena idea que los sirios estén junto a Bulgaria. Ponlos junto a Canadá, o junto a los suizos.

En aquel momento, alguien le quitó el inalámbrico de las manos.

– ¡Eh! -se volvió hacia Raine, que estaba recostada en la tumbona de al lado.

– Charlotte tiene que dejarte ahora, Emily-dijo Raine por el teléfono-. Se está haciendo la pedicura.

– No puedes hacer eso.

Demasiado tarde. Raine ya había colgado.

– Tiene que quedarse quieta -le dijo la esteticista mientras le hacía las uñas de los pies-. No querrá que le pinte los tobillos de pasión púrpura.

– Será mejor que la escuches -dijo Raine, apuntándola con el teléfono.

– Le has colgado a Emily.

– Llevabas media hora hablando con ella.

– Es por lo de la cena de la cumbre. No quería que situara a los sirios junto a los búlgaros.

– ¿Acaso se podría desatar una guerra?

– Quizá -dijo Charlotte, mirándose los dedos de los pies.

El esmalte de uñas de color pasión púrpura brillaba a la luz del sol. Raine le había prestado un biquini azul y juntas disfrutaban de unos momentos de relax en las tumbonas que estaban junto a la piscina de la mansión Montcalm. El césped de color esmeralda se extendía ante ellas y los frondosos cipreses y arbustos en flor les daban algo de sombra.

– No será para tanto.

– A lo mejor no, pero no puedo evadir mis responsabilidades en cualquier momento.

Esa misma mañana su abuelo le había dado permiso para tomarse un tiempo libre, pero aún así tenía que delegar en otros miembros del personal y eso implicaba dar instrucciones muy precisas.

– Yo lo hice -dijo Raine-. Cuando supe que estabas aquí, me subí al jet de la empresa de inmediato.

– ¿Y crees que eso te causará problemas?

– Bueno, supongo que ya lo averiguaremos cuando la edición de octubre llegue a los quioscos, ¿no?

– En serio…

– La revista sobrevivirá, y también el embajador. Tienes que relajarte.

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