Barbara Dunlop - La amante del francés

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Oh là là!
Durante sus veinticinco años de vida, Charlotte Hudson había aprendido muy bien a ser una persona seria y profesional. Sin embargo, de repente se vio envuelta en el rodaje de una película de Hollywood, atrapada en una milenaria mansión de la Provenza con Alec Montcalm, un playboy francés de dudosa reputación. Mientras sus parientes de Hudson Pictures filmaban en Château Montcalm, un verdadero romance tenía lugar bajo sábanas de seda y tras legendarias puertas de madera.

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– Sin fotógrafos -le aseguró él.

– No me fío de Kiefer -respondió ella.

– Te pido disculpas -le dijo Alec-. No debería haberle dejado que te hiciera esa petición.

– ¿Que finja ser tu novia?

Alec asintió, aunque lo único de lo que realmente se arrepentía era de no haberla convencido para que aceptara.

– Te prometo que no saldrá de entre los arbustos con una cámara.

– ¿Y cómo sé que puedo fiarme de ti?

Una pieza del equipo se cayó estrepitosamente en el recibidor y entonces se oyeron varios gritos.

– ¿Y cómo sé yo que no destruirás mi casa? Creo que los dos tenemos que hacer un acto de fe.

Charlotte se volvió y Alec reparó una vez más en su extraordinaria belleza. Sus ojos azules destellaban a la luz del sol y sus labios, tan rojos como la pasión, esbozaban una sonrisa seca.

– Tú puedes reconstruir la mansión.

– Las losetas del suelo tienen más de trescientos años.

Charlotte bajó la vista.

– Entonces imagino que será indestructible -le dijo en un tono provocador. Alec no pudo evitar la carcajada.

– No voy a dañar tu reputación -le prometió. Ella asintió con la cabeza.

– Gracias.

En ese momento saltó el flash de una cámara. Alec la agarró de la mano rápidamente y la hizo entrar en la habitación que estaba detrás de ellos, cerrando la puerta tras ella.

– Sólo son algunas tomas de referencia para enviar al equipo de Hollywood -le dijo ella, sonriendo-. Pero gracias por el esfuerzo.

– No quería romper mi palabra a los dos minutos de haberme comprometido.

Sus manos seguían entrelazadas y aún estaban junto a la puerta de roble de la biblioteca de la tercera planta. Las estanterías estaban llenas de volúmenes encuadernados en cuero y unas gruesas cortinas de terciopelo verde con ribetes dorados adornaban ambos lados de las ventanas, por las que se filtraban los tenues rayos del sol.

La habitación, parcialmente en penumbra, era fresca, silenciosa y apacible.

Alec sentía la suavidad de su mano, la delicada piel de la palma, que sugería la textura de otras zonas de su cuerpo…

– ¿Alec?

Con la vista fija en sus carnosos labios, él le tiró de la mano v la hizo acercarse a él.

– No me digas que no sientes curiosidad.

– Yo… -Charlotte se detuvo y entonces le miró los labios. Era incapaz de mentir, pero tampoco podía decir la verdad.

El sonrió.

– Yo también.

– No podemos hacer esto -le advirtió ella. -No vamos a hacer nada.

– Oh, sí, claro que sí.

Alec volvió a tirar de ella y la hizo pegarse a él.

– De momento, sólo estamos hablando.

– Pero estamos hablando de besarnos.

– No hay nada malo en ello.

– ¿Tienes una cámara en el bolsillo?

– Eso no es una cámara.

Charlotte cerró los ojos y los apretó con fuerza.

– No me puedo creer que hayas dicho eso.

– Y yo no me puedo creer que te hayas escandalizado -le dijo él, riendo silenciosamente-. Te estás sonrojando.

– Estoy avergonzada porque la broma no ha tenido ninguna gracia.

– Estás avergonzada porque te sientes atraída por mí y, por alguna razón, crees que debes resistirte.

– Claro que debo resistirme.

– ¿Por qué?

– Eres un playboy millonario y hedonista.

– Lo dices como si fuera malo.

– Acabarás con mi buen nombre.

– ¿Por besarte en privado? Me halaga que pienses que tengo tanto poder -Alec respiró hondo y la miró fijamente-. Charlotte, bésame, no me beses, pero por lo menos sé sincera. Tu reputación no corre ningún peligro en este momento.

Ella dejó caer los hombros.

– Tienes razón -admitió.

Ambos guardaron silencio unos segundos y entonces, para sorpresa de Alec, ella le puso una mano en el hombro.

– Es sólo curiosidad -le dijo.

Una sonrisa asomó a los labios de Alec.

– Claro.

Ella se puso de puntillas.

– A lo mejor ni me gusta.

– A lo mejor -dijo él, permaneciendo inmóvil.

– ¿Hay muchas mujeres a las que no les gustan tus besos? -le preguntó ella, sonriendo.

– No recuerdo haber tenido ninguna queja, pero estoy seguro de que ninguna se ha tomado tanto tiempo antes de probar.

– Es que me gusta planear bien las cosas.

– Ya veo.

Los dos se miraron en silencio.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Charlotte, sucumbiendo a sus impulsos. Cerró los ojos y se acercó aún más.

Pero Alec ya no podía esperar más. Entreabrió la boca y tomó sus labios calientes con fervor.

Su sabor, su aroma, el tacto de su boca… Una explosión de placer sacudió las entrañas de Alec. Ella lo dejaba obnubilado con sólo acercarse un poco.

El beso se volvió más intenso y Alec la acorraló contra la puerta de la habitación, apretándose contra ella. Le puso las manos sobre las mejillas y la acarició mientras exploraba todos los rincones de su boca. Gimiendo de placer, ella abrió más la boca y puso los brazos alrededor de su cintura.

El le metió un muslo entre las piernas y le subió un poco la minifalda al tiempo que se rozaba contra el suave tejido de sus pantys.

Su cuerpo estaba caliente, tenso, tieso… El ruido ensordecedor de una locomotora rugía en sus oídos y el mundo se había contraído a su alrededor. Sólo quedaban ellos dos.

– ¿Charlotte? -dijo una voz desde lejos.

Raine.

Alec soltó un gruñido de frustración y se apartó de ella, sabiendo que sólo disponían de unos segundos antes de que su hermana intentara abrir la puerta.

– ¿Charlotte?

– Déjame -susurró Charlotte.

Alec dio un paso atrás y trató de calmar su agitada respiración.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó a ella.

– Sí-Charlotte se alisó la falda y la blusa mientras él le arreglaba el peinado con la mano.

El picaporte tembló y Charlotte se sobresaltó.

– ¿Por qué estamos aquí? -susurró. Alec abrió la puerta.

– Raine -dijo, advirtiendo el interrogante que dominaba la expresión de su hermana-. Me alegro de que seas tú. Hay un fotógrafo abajo y Charlotte se asustó -le guiñó un ojo a Charlotte-. Le dije que no tenía nada de qué preocuparse. ¿Has visto a alguien con una cámara merodeando por aquí?

Raine miró a su amiga y después a su hermano.

– No.

– Bien -dijo él en un tono entusiasta-. Estaré en mi despacho. Kiefer viene dentro de una hora. Si ves a Henri, dile que lo mande arriba directamente -dijo y abandonó la habitación.

Sin embargo, tras avanzar unos cuantos pasos, tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo para recuperar el equilibrio.

«Sólo ha sido un beso. Nada más que un beso», se recordó.

– Entiendo que estés paranoica -comentó Raine cuando se fue su hermano.

– ¿Mmm? -dijo Charlotte, que todavía no había recuperado el habla. Aún sentía un intenso cosquilleo en la piel y las piernas le temblaban como si fueran de gelatina.

– Kiefer puede llegar a ser muy malo.

– Sí -dijo Charlotte.

– Le bastaría con una inocente instantánea en la que mantuvierais una simple conversación y ya tendría bastante para montarse su propia película. ¿Quieres que hable con él? -Raine hizo una pausa-. ¿Charlotte?

– ¿Qué?

– ¿Quieres que hable con Kiefer? O quizá lo mejor sea que te mantengas alejada de Alec. Por si acaso.

Charlotte respiró hondo y trató de recuperar el sentido común.

– Sí. Buena idea.

Mantenerse lejos de Alec era mucho mejor que la otra alternativa: llevárselo a la cama y perder la razón con sus besos.

– ¿ Mademoiselle Charlotte? -dijo una voz desde el pasillo.

Era Henri.

Raine se volvió hacia la puerta.

– ¿Sí, Henri?

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