Barbara Dunlop - La amante del francés

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Oh là là!
Durante sus veinticinco años de vida, Charlotte Hudson había aprendido muy bien a ser una persona seria y profesional. Sin embargo, de repente se vio envuelta en el rodaje de una película de Hollywood, atrapada en una milenaria mansión de la Provenza con Alec Montcalm, un playboy francés de dudosa reputación. Mientras sus parientes de Hudson Pictures filmaban en Château Montcalm, un verdadero romance tenía lugar bajo sábanas de seda y tras legendarias puertas de madera.

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Le llenó la copa.

– No funcionará, Charlotte -dijo él, observando cómo caía el fino líquido de color burdeos en la copa.

– ¿Qué es lo que no funcionará?

– Yo nací en Maison Inouï.

Ella se hizo la inocente.

– ¿Crees que intento emborracharte?

– Creo que estás demasiado obsesionada con mi casa -puso a un lado la botella para verla mejor-. Hay muchas otras mansiones glamorosas por aquí.

Charlotte trató de guardar la profesionalidad.

– Pero la tuya es perfecta para la historia -le dijo con sinceridad, mirando a su alrededor-. La familia piensa que…

– Tú ni siquiera estás involucrada en el negocio.

Charlotte se irguió.

– Yo soy una de los Hudson -le dijo, luchando una vez más contra aquella vieja sensación de soledad.

Sus abuelos le habían dado una vida de ensueño, y si echaba de menos a su hermano Jack por las noches, era porque los habían separado cuando eran muy pequeños.

– ¿Charlotte?

La joven parpadeó.

– Hay muchas casas así en la Provenza -insistió Alec.

– El… Ellos quieren ésta.

– ¿Él?

– Los productores -se apresuró a añadir, para no mencionar expresamente a Jack.

– ¿Tienes algún problema con los productores?

– No.

Alec la miró en silencio. El viento empezó a soplar con más fuerza y los tallos de lavanda comenzaron a volar a su alrededor.

– ¿Qué? -preguntó ella finalmente, haciendo un esfuerzo por no flaquear.

El levantó su copa.

– Lo deseas con mucha fuerza.

Ella soltó el aliento.

– No sé por qué tiene que ser tan complicado. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué podemos hacer para compensarte? ¿Cómo podemos convencerte para que renuncies a tu preciada privacidad durante seis semanas?

El bebió un sorbo de vino sin dejar de mirarla intensamente.

– Hay una cosa que quiero -le dijo, dejando la copa sobre la mesa y deslizando un dedo por el borde.

– No voy a acostarme contigo para conseguir el emplazamiento del rodaje.

Alec ladeó la cabeza y se echó a reír.

– No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo- Charlotte bebió un generoso sorbo de vino y trató de no sonrojarse.

– Bueno, bien. Eso es bueno.

El sonrió.

– Aunque no diría que no si tú… -empezó a decir.

– Cállate.

Alec obedeció y Charlotte siguió esperando a que le dijera qué quería.

– Bien. ¿De qué se trata?

– ¡Charlotte! -la voz de Raine llegó hasta ellos y un segundo más tarde la joven irrumpió en la terraza-. ¿Por qué no me dijiste que venías? -le preguntó, soltando el bolso y el equipaje en el suelo.

Llevaba un ceñido vestido negro con medias negras y sus vertiginosos tacones repiqueteaban sobre el porche de piedra.

– Fue un viaje repentino -respondió Charlotte, poniéndose en pie.

Alec hizo lo mismo.

– Pero yo pensaba que no regresabas hasta el martes -continuó Charlotte.

Había cometido un gran error hablando con Alec. Sin tan sólo hubiera esperado un par de horas…

– Hablé con Henri. El me dijo que estabas aquí.

Las jóvenes se dieron un efusivo abrazo y Raine se echó a reír.

Bon soir, ma soeur -dijo Alec cuando por fin se separaron.

Raine levantó la vista y fingió haberse llevado una sorpresa.

– Alec, no te había visto.

El sacudió la cabeza y, sonriendo, le abrió los brazos.

Raine le dio un cariñoso abrazo y un beso en cada mejilla.

Mientras los observaba Charlotte sintió algo de envidia. Ella también habría querido llevarse tan bien con su propio hermano.

– Bueno… -dijo Raine, sentándose a la mesa-. ¿Qué vamos a cenar? -preguntó, oliendo los manjares. Levantó la botella de vino y, al ver la etiqueta, frunció el ceño-. Muy bien.

– Yo sé cómo ser un buen anfitrión, no como tú -dijo Alec.

– Ni siquiera sabía que venía -Raine inclinó la botella hasta ponerla boca abajo-. Está vacía.

Alec buscó otra botella mientras su hermana se servía un poco del pastel de tomate.

– ¿Y de qué estábamos hablando? -preguntó, mirando a uno y a otro.

Alec empezó a taladrar el corcho de la botella con destreza.

– Charlotte quiere usar la casa como decorado para una película.

La joven se encogió al oír la brusquedad de sus palabras. Sin embargo, Raine pareció intrigada.

– ¿En serio?

Charlotte asintió.

– Eso es fantástico.

– Yo no había dicho todavía que sí -le advirtió Alec.

– ¿Y por qué no?

El corcho saltó de una vez.

– Porque nos interrumpiste.

– Pero ibas a hacerlo -dijo Raine.

– Estaba a punto de cerrar un trato… Iba a decir que sí…

Raine entrelazó las manos, expectante y contenta.

– … Siempre y cuando no puedan subir a la tercera planta ni entrar al ala sur.

– Hecho -dijo Charlotte, ofreciéndole la mano rápidamente.

– Y nadie entrará en el jardín de rosas -dijo Alec, prosiguiendo sin estrecharle la mano.

Ella asintió rigurosamente.

– Ni en ninguna de las otras edificaciones del exterior. Los tiros cesarán todas las noches a las diez, y mis empleados no son parte del equipo de producción. Además, tú te quedarás aquí y te asegurarás de hacer que se cumplan las condiciones.

– Desde lue… -Charlotte cerró la boca antes de terminar-. ¿Qué? -le preguntó al oír lo último que había dicho.

– No quiero que mis empleados tengan que hacer tareas que no les corresponden.

– No me refería a eso.

– Es perfecto -dijo Raine, agarrando a Charlotte del brazo con entusiasmo-. Podremos salir juntas como si volviéramos a estar en la universidad.

– No puedo trasladarme aquí -replicó Charlotte-. Tengo un trabajo en Monte Allegro. Mi abuelo me necesita. Hay una cumbre en Atenas el veinticinco de este mes.

Alec la atravesó con la mirada.

– ¿Entonces sí estás dispuesta a causarme molestias, pero no a causártelas a ti misma? -le preguntó él en un tono sarcástico.

– Yo no… -le miró a los ojos.

El arqueó una ceja.

El instinto de Charlotte le decía que era el momento de aceptar antes de que se arrepintiera, pero… ¿De verdad estaba preparada para pasar semanas en aquella casa, con él?

En ese momento se acordó de aquel día, cuando le había dado la llave de la habitación. Durante una alocada fracción de segundo se había sentido tentada de aceptarla. Pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Tenía unos cuantos años más y sabía muy bien lo importante que era llevar una vida discreta, lejos de las portadas de las revistas del corazón.

No obstante, aquel viejo estremecimiento había vuelto con fuerza, y él lo sabía.

– Me quedo -dijo finalmente, recordando lo mucho que deseaba demostrarles su valía a los Hudson.

Por una vez sería parte del equipo. Raine se deshizo en exclamaciones de alegría.

Alec agarró la copa de vino y brindó para sellar el trato. Su mirada, soberbia y arrogante, hablaba de un desafío que no había hecho más que empezar.

– No te dejarán vivir en paz -afirmó Kiefer mientras preparaba su bicicleta para el descenso.

– Es amiga de Raine -dijo Alec, pedaleando con más fuerza.

Estaban en un camino rural que serpenteaba alrededor de la cordillera junto a la que se hallaba la finca Montcalm. Las ruedas de la bicicleta temblaban bajo los pies de Alec y el sudor empezaba a empaparle el cabello.

– ¿En serio? -dijo Kiefer-. Es una película de Hollywood. Habrá prensa por todos lados. Ya sabes cómo van a reaccionar los japoneses.

El sol empezaba a asomar por el horizonte, iluminando el río y las praderas y bosques cercanos.

– Todo está bajo control -afirmó Alec sin estar del todo convencido.

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