Barbara Dunlop - La amante del francés

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Oh là là!
Durante sus veinticinco años de vida, Charlotte Hudson había aprendido muy bien a ser una persona seria y profesional. Sin embargo, de repente se vio envuelta en el rodaje de una película de Hollywood, atrapada en una milenaria mansión de la Provenza con Alec Montcalm, un playboy francés de dudosa reputación. Mientras sus parientes de Hudson Pictures filmaban en Château Montcalm, un verdadero romance tenía lugar bajo sábanas de seda y tras legendarias puertas de madera.

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Charlotte le observó con disimulo un momento.

– ¿Qué? -le preguntó él.

– Tú tienes poder -dijo ella, preguntándose cómo sería él con sus empleados. Unos días antes había insistido mucho en que el rodaje no les supusiera más trabajo adicional.

– De momento -Alec le guiñó un ojo y cambió de marcha para cambiarse al carril contrario y adelantar a un camión-. Y también tengo velocidad.

El deportivo se adhería a la carretera como el pegamento, acelerando sin esfuerzo y adelantando a varios vehículos a la vez.

Charlotte asió con fuerza la manivela de la puerta.

– ¿Nerviosa?

– No exactamente.

Había algo en Alec que despedía confianza al volante y Charlotte se fiaba de él. Sabía que nunca rebasaría su propio límite ni tampoco el del coche.

– Nunca te haría daño -le dijo él en un tono serio-. El poder implica responsabilidad -añadió, volviendo al carril derecho-. Y yo nací con ambas cosas.

Puso el intermitente y abandonó la vía principal, adentrándose en una bonita calle. Los comercios se sucedían uno tras otro a lo largo de un bulevar arbolado.

– ¿Aquí? -preguntó ella al ver que se detenían frente a una inmobiliaria.

Durante un buen rato había llegado a creer que se dirigían a un hotel discreto para pasar una sórdida tarde de pasión en la cama.

Pero no. Alec Montcalm siempre lograba sorprenderla.

– Mi amigo Reinaldo nos dirá qué se alquila por aquí.

– Oh -Charlotte se sintió como una idiota-. Una agencia inmobiliaria.

Una llama de complicidad se encendió en las pupilas de Alec.

– ¿Y qué esperabas?

– Esto -dijo ella rápidamente, asintiendo con la cabeza.

El sonrió de oreja a oreja y Charlotte creyó que moriría consumida por la incandescente rojez que le abrasaba las mejillas.

Capítulo 4

Alec quería acostarse con Charlotte y ese deseo ya empezaba a convertirse en una obsesión. El beso que le había dado esa mañana le había dejado claro que juntos serían pura dinamita y la turbulenta mirada de ella no dejaba lugar a dudas: también lo había sentido.

Estaban solos. Tenían varias horas por delante para hacer lo que quisieran y en la ciudad había muchos lugares maravillosos en los que hacer el amor. Lo tenían todo.

Pero algo le impedía actuar y Alec no tenía ni idea de lo que era. Los hombres como él podían meter a una mujer en la cama en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, la mayoría de las veces no era él, sino su dinero, el que obraba el milagro.

A lo mejor se estaba haciendo viejo. O quizá sólo quería fingir que las cosas eran distintas con Charlotte, a diferencia de las demás mujeres que había conocido, que había algo más que sexo por su parte y manipulación por la de ella.

No obstante, eso no tenía mucho sentido. Apenas la conocía y, probablemente, ella sería tan susceptible a sus millones como cualquier otra mujer. Que fuera la amiga de Raine, inteligente, lista y vulnerable, no la hacía especial.

En lugar de llevársela al primer hotel que encontrara, se dirigió hacia la primera casa que se alquilaba, un viejo molino convertido situado junto a un río y rodeado de varias hectáreas de terreno.

– Maravilloso -dijo Charlotte, echando atrás la cabeza para contemplar el alto puntal del salón principal.

Una escalera de madera pulida conducía al descansillo del segundo piso. Las paredes de madera brillaban y los muebles parecían grandes y cómodos.

– ¿No crees que es demasiado pequeña? -le preguntó Alec.

– Es encantadora -afirmó Charlotte, pasando por debajo de la escalera hasta llegar a la puerta arqueada que conducía a la cocina.

Las cacerolas, esmaltadas y brillantes, colgaban del techo ordenadamente y un enorme fregadero blanco ocupaba la mayor parte de la en-cimera, bajo una ventana con vistas al agua. Las estanterías eran antiguas y las losetas del suelo estaban un poco gastadas.

Alec deslizó la punta del dedo por la mesa en busca de polvo.

– Estamos hablando de estrellas de cine y peces gordos.

Charlotte frunció el ceño.

– Yo me quedaría aquí -dijo, yendo hacia el fregadero.

El fue tras ella.

– ¿Sí? Bueno, evidentemente, no eres muy exigente.

Charlotte se volvió de repente y se encontró a sólo un centímetro de él, atrapada contra el fregadero.

– ¿Y qué te hace pensar eso?

El levantó el dedo para enseñarle las motas de polvo y se las quitó con el pulgar.

– Nada que no quite una buena bayeta -dijo ella.

– A mí me parece que las estrellas de cine no limpian suelos -le dijo Alec, intentando mantener un tono ligero.

– Claro que no los limpian. Tienen gente que lo hace para ellos. Pero tú lo sabes muy bien, ¿no es así?

– ¿Tienes algún problema con mi dinero? -le preguntó al oír su tono sarcástico.

Ella hizo una pausa.

– Me gusta tu coche.

– Tienes buen gusto.

– ¿Te gusta ir deprisa?

Alec digirió la pregunta y entonces vaciló un instante.

– Me gusta ir deprisa -respondió con tranquilidad.

Se miraron en silencio durante unos segundos. El río seguía su curso al otro lado de la ventana y un ruiseñor les ofrecía su canto desde la rama de un árbol cercano.

Silencio y quietud dominaban la casa rural, que parecía contener la respiración para ellos.

– Yo pensaba que el beso había servido para librarnos de esto -dijo ella por fin.

– Me parece que no.

Transcurrió otro minuto.

– ¿No deberías estar haciendo algo? -preguntó Charlotte.

– ¿Como qué?

– No lo sé. Algo decisivo en un sentido o en otro.

El sonrió.

– Lo pensé, pero entonces decidí que era mejor dejarte dar el primer paso.

– ¿Y si no lo hago? -le preguntó ella, cambiando de postura.

Alec se encogió de hombros.

– Entonces supongo que será como un concurso de miradas. A ver quién parpadea primero.

– ¿Y crees que eso sería divertido?

– Creo que sería fascinante.

– En ese caso -Charlotte se hizo a un lado y echó a andar por la cocina-, creo que puedo aguantar más que tú.

– ¿Eso crees? -preguntó Alec.

Ella le lanzó una mirada ardiente y sensual.

– Creo que ya lo averiguaremos. ¿Dónde está la otra casa?

– Rué du Blanc. En lo alto de la colina.

Era una villa de piedra con doce habitaciones y una piscina situada junto a un bosque de olivos. A Charlotte le gustó mucho. La cocina era moderna y estaba limpia y había suficiente espacio para la comitiva de estrellas.

La última parada fue en un castillo de piedra blanca, vigas labradas al descubierto, un vasto salón de gala y siete dormitorios con enormes camas de matrimonio. Al final del camino de tierra que llevaba hasta la edificación había una glorieta ocupada por una fuente decorativa frente a la que se extendían varias hectáreas del césped más verde.

La decoración era provincial francesa y las enormes habitaciones contenían valiosas antigüedades.

– Espero que no les gusten las fiestas -dijo Alec, mirando la piscina de la parte de atrás. Detrás había un extraordinario laberinto de arbustos, cuidado hasta el más mínimo detalle. Toda una obra de arte.

Más de uno podía perderse en ese laberinto después de tomarse unas cuantas copas.

– Muy bien, ahora sí que me da envidia tu dinero -dijo Charlotte, volviendo al flamante recibidor de la entrada, cubierto de alfombras ancestrales e iluminado con ventanas octogonales. Me encantaría darme un capricho como éste.

– ¿Tanto te gusta? -preguntó Alec.

Ella asintió.

– Me lo compraría.

– La cocina es un poco pequeña.

– Pero yo la reformaría.

Alec se echó a reír.

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