Juliette Benzoni - El Ópalo De Sissi

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El Ópalo De Sissi: краткое содержание, описание и аннотация

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Tercer volumen de la apasionante serie Las joyas del Templo, iniciada con La Estrella Azul y seguida de La rosa de York. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje, apodado el Cojo de Varsovia, el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta tercera parte, El Ópalo de Sissi, la búsqueda transcurre entre Viena y los Alpes Suizos, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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En cuanto a Solmanski, estaba rabioso:

—¡Váyanse al diablo usted y su Duce! ¿Así es como agradecen los favores que les he hecho? Y además, me gustaría saber de qué se me acusa.

—¿Ya no se acuerda? —ironizó Warren, que mientras tanto había ido a estrecharle la mano a Morosini—. ¡Eso es lo que se llama tener una memoria acomodaticia! Se le acusa de haber asesinado el 27 de noviembre de 1922, en Whitechapel, al hombre conocido con el nombre de Ladislas Wosinski...

—¡Eso es ridículo! Se ahorcó después de haber escrito una confesión responsabilizándose de la muerte de sir Eric Ferráis, mi yerno.

—No. Usted lo ahorcó. Y tuvo la mala suerte de que hubo un testigo, un prendero judío que vivía en la misma casa y que ya lo había visto en acción durante un pogromo en Ucrania, donde usted hizo de las suyas en la época en que se llamaba Ortchakov. Ese infeliz tenía tanto miedo que al principio le pareció más prudente callar, pero lo contó todo cuando le mostré una fotografía suya tomada en el momento del juicio de su hija. Además, se le acusa de haber encargado el robo en la Torre de Londres, el pasado mes de octubre, del diamante conocido con el nombre de la Rosa de York. Pagó generosamente a sus dos cómplices, pero, desgraciadamente, ellos no se pusieron de acuerdo en el reparto. Se les oyó discutir, los arrestaron e hicieron una confesión completa. La continuación de sus delitos compete sobre todo a la policía austríaca, pero...

—¡Aldo! —exclamó Franco Guardini precipitándose hacia Anielka—. Tu mujer se encuentra mal.

Profiriendo un débil grito, la joven acababa de caer sin conocimiento sobre la alfombra. Morosini acudió, levantó el delgado cuerpo y lo sacó del salón mientras llamaba a Livia para que le dispensara los cuidados necesarios.

—Si quieres, yo me ocupo de ella —propuso Guardini, que lo acompañaba.

—Encantado, amigo. Te lo agradezco, porque debo volver al salón.

—¡Vaya historia! Esta pobre chica no va a olvidar el día de su boda.

—¡Ni yo tampoco! —repuso Aldo, que ya no sabía muy bien si se sentía más aliviado que afligido. Aliviado por el hecho de que su detestable suegro fuera a recibir su castigo, pero afligido porque el superintendente y su orden de arresto no hubieran llegado una hora antes. Apenas sesenta minutos, y habría evitado ese matrimonio que lo exasperaba. Ahora iba a tener que pasar la vida junto a una mujer a la que ya no amaba y a la que, por si fuera poco, tendría que consolar. Sin contar la agradable perspectiva de tener por suegro a un criminal bajo cuyos pies se abriría una mañana la trampilla del patíbulo de Pentonville.

Al regresar al salón, encontró a Anna-Maria en la puerta con expresión de perplejidad.

—¿Quieres que vaya a ocuparme de ella?

—Depende. ¿Trabasteis amistad cuando estaba en tu casa?

—No. Yo era para ella una hostelera.

—En ese caso, no hace falta que hagas nada más. Gracias por haber venido —añadió, inclinándose para besarla—. Iré a verte pronto. Zaccaria te acompañará a tu góndola.

Cuando entró de nuevo en el salón, Solmanski tenía las esposas puestas y dos policías a las órdenes del comisario Salviati se disponían a llevárselo. Al cruzarse con Morosini, el prisionero desplegó una sonrisa malévola.

—No vaya a creer que ha acabado conmigo..., yerno. Todavía no me han colgado y dejo a su lado a alguien que mantendrá vivo mi recuerdo.

—No sea tan optimista, Solmanski —aconsejó Warren—. Yo soy como los dogos de mi país: cuando encuentro un hueso, ya no lo suelto.

—Ya veremos... ¡Hasta la próxima, Morosini!

El superintendente se disponía a seguir el cortejo cuando Aldo lo retuvo.

—Supongo que no se irá ahora mismo a Londres, querido Warren, y espero que me conceda el placer de ofrecerle hospitalidad.

La sombra de una sonrisa pasó por el rostro cansado del policía.

—Aceptaría encantado, pero temo ser inoportuno una noche como ésta.

—¿Inoportuno usted? Lo único que lamento es que no haya llegado antes. No me encontraría en estos momentos casado a la fuerza y medio deshonrado. Quédese, superintendente. Cenaremos juntos y charlaremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

- All right! Voy con Salviati para recoger la maleta que he dejado en la comisaría y vuelvo.

Mientras Warren se marchaba, Aldo ordenó que prepararan una habitación y que sustituyeran el bufé por una mesa para tres personas. Luego se dirigió a los aposentos de la recién casada para ver cómo estaba, pero en la galería a la que daban los dormitorios encontró a Celina.

—El Señor y la Virgen han escuchado mis oraciones —dijo en cuanto vio a Aldo—. El maldito va a recibir su castigo y tú, hijo mío, eres libre.

—¿Libre? ¿De qué hablas, Celina? Estoy casado... y desgraciadamente ante Dios.

—La boda no es válida. He oído lo que ha dicho el inglés: el demonio no se llama Solmanski sino Or... Bueno, no me acuerdo. En cualquier caso, podrás echarla —añadió, alargando un brazo vengador hacia la habitación de Anielka.

—Yo también lo he pensado, pero no hay que hacerse ilusiones. Ese hombre no es de los que dejan en manos del azar una cosa así; adoptó oficialmente para él y sus descendientes el apellido polaco y la nacionalidad que lo acompaña. Sólo el papa podría anular mi matrimonio.

En el animado rostro de Celina, la decepción dejó paso inmediatamente a una firme decisión:

—¡Pues por san Genaro que tendrá que hacerlo! ¡Iré a pedírselo yo misma! ¡Y tú vendrás conmigo!

Morosini no contestó. Había aludido al Santo Padre en el calor de la conversación y casi como una broma, pero, después de todo, ¿por qué no? Un matrimonio contraído en tales condiciones y no consumado debía de poder denunciarse ante el temible Santo Oficio.

—Quizá no sea una mala idea, Celina, pero ya sabes que, aunque uno se casa en cinco minutos, obtener la anulación cuesta mucho más tiempo. Se puede tardar años, así que, prepárate para tener paciencia. Mientras tanto habrá que tratar a la princesa —añadió, subrayándola palabra— como corresponde a su rango, servirla y ocuparse de ella. Te propongo de nuevo...

—¡No, no! Haré lo que hay que hacer, pero tengo derecho a pensar lo que quiera. ¡La princesa!... Si hubiera muchas princesas así...

Y desentendiéndose de su señor, Celina se dirigió gruñendo y mascullando hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Aldo entró en el dormitorio sin hacer ruido.

Franco seguía allí. Sentado junto a la joven, que lloraba tendida en la cama, con la cabeza entre los brazos y dándole la espalda, hacía unos esfuerzos conmovedores para consolarla, tan desconsolado él mismo que estaba al borde de las lágrimas. La entrada de Aldo le arrancó un suspiro de alivio.

—Iba a buscarte —susurró—, porque sólo tú puedes hacer algo. Ya ves en qué estado se encuentra.

—Me ocuparé de ella, no te preocupes..., pero te agradezco que la hayas atendido.

Acompañó a su amigo hasta la puerta y volvió hacia la cama. Los sollozos de Anielka se habían calmado desde que había empezado a oírse la voz de Aldo. Al cabo de un momento, la joven levantó la cabeza, con los cortos y rubios cabellos revueltos. Tenía la cara enrojecida e hinchada, y los ojos brillantes.

—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? ¿Echarme?

—¿Debería? ¿Acaso has olvidado que acabamos de casarnos? Te debo ayuda y protección, y mi techo debe ser el tuyo. Lo he prometido... El hecho de que hayan detenido a tu padre no cambia la ley que nos une. Estás en tu casa.

Su mirada recorrió la vasta habitación tapizada, así como el gran lecho provisto de un baldaquino de brocatel de color marfil, con dibujos de laureles verde y oro, en la que reinaba el desorden que acompaña generalmente a un mujer bonita de viaje. Sólo uno de los tres baúles apartados en un rincón estaba abierto, pero de dos maletas colocadas sobre el kilim antiguo sobresalía un encantador batiburrillo de lino, encaje y seda. No había ninguna sombrerera a la vista. En cambio, el tocador forrado de satén marfil, a juego con las cortinas, rebosaba de frascos, cajas, tarritos y todos esos múltiples y graciosos útiles necesarios para el mantenimiento de la belleza.

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