—Sobre todo cuando a uno lo buscan como mínimo dos policías extranjeras. Pero puede hospedarse en casa de la señora Moretti, donde yo había instalado a su hija. Es la discreción personificada y no tengo más que telefonearla. ¿Acepta?
—¿Y si no acepto?
—Lo mato ahora mismo. Y no se moleste en amenazar con pedir auxilio. Su vigilante no duraría mucho entre las manos de Zian, mi gondolero, que está abajo.
—¡Es un farol! —dijo el conde, encogiéndose de hombros.
—Compruébelo. Y métase bien esto en la cabeza: los venecianos difícilmente soportamos ser sometidos. Normalmente preferimos acabar de una vez. Así que, hágame caso, confórmese con haber tenido éxito en su pequeño chantaje y acepte mis condiciones.
Sin duda el conde daba la cosa por hecha, pues no se tomó ningún tiempo para reflexionar.
—¿Dentro de cinco días mi hija será princesa Morosini?
—Tiene mi palabra.
—Llame a su amiga y disponga que nos lleven a su casa. Vamos a prepararnos.
De pie junto a una de las ventanas de la biblioteca, Aldo miraba al padre y a la hija tomar asiento en el motoscaffo con ayuda de Zian. Antes de embarcar, la joven había levantado la cabeza en su dirección, como si percibiera su presencia allí. Con un ademán de disgusto, se volvió y bajó a las cocinas, donde el señor Buteau, con uno de los grandes delantales de Celina, picaba hierbas aromáticas en compañía de Fulvia, que estaba poniendo al fuego una olla con agua para la pasta.
—Deje eso —le dijo—. Nos hemos librado de ellos durante cinco días y ya ha hecho usted bastante. Vamos a San Trovaso a comer una zuppa di verdure y unos scampi en Montin. Comeremos en el restaurante hasta el sábado. Ese día, espero que Celina nos sea devuelta.
—Entonces, ¿va a aceptar esa boda?
Había tristeza y cólera en el semblante del antiguo preceptor. Aldo, emocionado, lo abrazó.
—No tengo otro medio de salvarlos, a ella y a Zacearía —dijo sonriendo.
—Celina detesta a esa joven. No aceptará...
—Tendrá que hacerlo. A no ser que no me quiera tanto como yo a ella.
Fulvia, que se había limitado a escuchar sin decir nada, se acercó a su señor y le besó la mano. Ella también tenía lágrimas en los ojos.
—Haremos todo lo que podamos para ayudarle, don Aldo. Y le prometo que Celina lo comprenderá. Además, esa dama es muy guapa, y parece que le quiere.
¡Ironías del destino! Había habido un tiempo, no tan lejano, en que Aldo habría dado su fortuna por convertir a la exquisita Anielka en su princesa. ¡Cuánto había soñado, Dios mío, con pasar los días y, sobre todo, las noches con ella! Y, justo cuando se la ofrecían, rechazaba la idea con horror.
Aunque ofrecérsela no era la palabra. Se la vendían... ¡y al precio de un chantaje innoble! Un chantaje que ella aceptaba, que quizás había sugerido. Entre ellos había ahora demasiadas sombras, demasiadas dudas. Nada podría volver a ser como antes.
—¿Y si se hiciera la única pregunta válida? —sugirió Guy mientras cenaban en el agradable comedor de Montin, donde la bohemia veneciana se reunía en torno a manteles de cuadros y botellas convertidas en palmatorias.
—¿Cuál?
—En otros tiempos la amaba. ¿Qué queda de ese amor?
La respuesta fue inmediata e implacable:
—Nada. Lo único que me inspira es desconfianza. Y recuerde esto, amigo mío: el día señalado le daré mi apellido, pero jamás, ¿lo oye?, jamás será mi mujer.
—Nunca se puede decir de esta agua no beberé. La vida es larga, Aldo. Anielka es una de las mujeres más bonitas que he conocido y...
—Y yo soy un hombre, ¿no? Pero no se calle, llegue hasta el final.
—A eso voy. Si realmente está enamorada de usted, tendrá que vérselas con un adversario temible. Será una tentación permanente.
—Es posible, pero sé cómo afrontarla. Aunque acepte, coaccionado y forzado, que la hija de ese bandido que mató a mi madre se convierta en mi esposa ante los ojos de todos, jamás me expondré a tener hijos que lleven su sangre.
13. Un visitante inesperado
El sábado 8 de diciembre, a las nueve de la noche, Morosini se casaba con la ex lady Ferráis en la pequeña capilla que la piedad temerosa de una antepasada, asustada por la epidemia de peste de 1630, había instalado en uno de los edificios del palacio. Un santuario a la vez severo en su decoración de piedra desnuda y fastuoso por la magia de una Virgen de Veronese que sonreía por encima del altar con vestiduras de reina. Lo que no quería decir que la ceremonia fuese a ser más alegre por ello.
Tan sólo la novia, guapísima con un conjunto de terciopelo blanco con adornos de armiño, parecía vivir a la débil luz que cuatro cirios esparcían sobre una asamblea completamente vestida de negro, como el propio novio, cuyo chaqué no llevaba ninguna flor en la solapa.
Los testigos de Aldo eran su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, y Guy Buteau. A la futura princesa la acompañaban Anna-Maria Moretti —que había aceptado por la amistad que la unía a Aldo— y el commendatore Ettore Fabiani, pero el abrigo de breitschwanz de la primera no era más alegre que el uniforme del segundo. Solmanski, bastante atrás, observaba, y en un rincón Zaccaria permanecía de pie, muy erguido, con una dureza en la expresión que nadie le había visto nunca hasta entonces. Junto a él, Celina, ostensiblemente de luto, rezaba de rodillas.
Los habían llevado a los dos al palacio esa misma mañana y en perfecto estado; no habían cometido la torpeza de maltratarlos. Pero entre Celina y Morosini se había producido una escena conmovedora cuando se habían encontrado cara a cara.
—¡No tenías que haber aceptado eso! —había dicho ella—. ¡Ni siquiera por nosotros!... ¡Toda la culpa es mía! Si hubiera sido capaz de callar, no se nos habrían llevado..., pero nunca he sabido callarme.
—Por eso, entre otras cosas, te quiero. No te reproches nada; si no hubieras hablado, a Solmanski se le habría ocurrido otra cosa para obligarme a que me casara con su hija. O se te habrían llevado de todas formas, con Zaccaria y quizá también al señor Buteau... ¿Qué es un matrimonio, cuando vosotros formáis parte de mí?
Ella se había arrojado en sus brazos llorando y él había acunado un momento a aquel enorme bebé desesperado mientras Zaccaria, más tranquilo pero con las lágrimas saltándosele de los ojos, se obligaba a permanecer impasible. Y cuando por fin ella se había apartado de Aldo, éste le había anunciado que iba a instalarlos a los dos en una casa comprada el año anterior cerca del Rialto, porque no quería imponerles, sobre todo a ella, un servicio que les sería desagradable. Pero, de pronto, un nuevo acceso de cólera había secado las lágrimas de Celina:
—¿Que te dejemos solo aquí con esa envenenadora? ¡Supongo que es una broma!
—No exactamente —había dicho Morosini, que no le veía ninguna gracia al asunto—, y como siempre, exageras. Ella no ha matado a nadie, que yo sepa.
—¿Y su marido, ese milord inglés por cuya muerte la encerraron? ¿Estás seguro de que no tuvo nada que ver?
—La absolvieron. Pero, por favor, antes de rechazar mi propuesta, examina la situación: la nueva princesa va a vivir aquí. Si te quedas, tendrás que servirla...
—¿Aquí? ¿Dónde? ¿En la habitación de doña Isabelle?
Aldo la había cogido de la mano y la había llevado hacia la escalera.
—Ven conmigo. Tú también, Zaccaria.
Los había conducido hasta el dormitorio que había sido de su madre y donde nadie volvería a entrar: cruzados como las alabardas de invisibles guerreros, dos largos remos de góndola con los colores de los Morosini, clavados sobre la doble puerta, condenaban la habitación.
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