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Juliette Benzoni: El Ópalo De Sissi

Здесь есть возможность читать онлайн «Juliette Benzoni: El Ópalo De Sissi» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. год выпуска: 2005, ISBN: 978-84-666-2815-0, издательство: Editorial: Ediciones B, S. A., категория: Исторические любовные романы / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Juliette Benzoni El Ópalo De Sissi

El Ópalo De Sissi: краткое содержание, описание и аннотация

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Tercer volumen de la apasionante serie Las joyas del Templo, iniciada con La Estrella Azul y seguida de La rosa de York. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje, apodado el Cojo de Varsovia, el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta tercera parte, El Ópalo de Sissi, la búsqueda transcurre entre Viena y los Alpes Suizos, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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El paseante estuvo un buen rato contemplándola sin que ninguno de los escasos transeúntes concediera importancia al hecho, pues en esa soberbia ciudad los visitantes se detenían a cada paso para admirar tal o cual edificio. Morosini no observó ninguna señal de vida detrás de las dobles ventanas hasta que por una de las puertas pequeñas salió un hombre con una cesta, sin duda un sirviente que iba a hacer unas compras, y de pronto se decidió. En tres rápidas zancadas alcanzó su objetivo.

—Disculpe —dijo en alemán—, me gustaría saber si este palacio es el de la condesa Von Adlerstein.

Antes de responder, el hombre se tomó tiempo para observar a ese extranjero elegante cuyo aspecto no era el de todo el mundo. El examen debió de ser satisfactorio, porque dijo:

—Lo es, en efecto.

—Muchísimas gracias —dijo Morosini con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Suponiendo que forme usted parte de su personal, ¿podría decirme si tengo posibilidades de que la condesa me reciba? Soy el príncipe Morosini y vengo de Venecia —se apresuró a añadir al advertir un destello de desconfianza en los ojos del personaje.

Un destello, todo hay que decirlo, muy fugaz. El hielo que envolvía el ancho rostro, más ensanchado aún por unas pobladas patillas al estilo de Francisco José, se fundió como bajo un rayo de sol.

—Pido disculpas a Su Excelencia por mi ignorancia. Desgraciadamente, la señora condesa se halla ausente. ¿Desea Su Excelencia dejar un mensaje?

Aldo se tocó los bolsillos del impermeable.

—Me encantaría, pero no llevo encima lo necesario para escribir. De todos modos, puedo encargar a un botones del hotel Sacher que traiga una nota, y si su señora vuelve, espero tener el placer de verla.

—Sin duda, si es que la estancia de Su Excelencia va a ser larga. La señora condesa ha sufrido recientemente un accidente, por fortuna sin gravedad pero que la obliga a hacer reposo, y ha preferido permanecer en su residencia de verano de Salzkammergut. Si Su Excelencia le escribe, le haré llegar la carta inmediatamente.

—En tal caso, ¿no sería más sencillo darme su dirección?

—No —dijo el hombre, cuya voz untuosa se secó de golpe—. La señora condesa quiere que su correo pase por Viena. Como viaja a menudo, eso evita pérdidas. Soy de todo corazón el servidor de Su Excelencia.

Y el «servidor» se alejó en dirección a Káertnerstrasse, dejando a Morosini un poco desorientado. No por la fórmula, pues la educación austriaca solía ser tan sentimental como cortés. Lo que le parecía raro era la negativa, atenuada pero evidente, de darle la dirección solicitada. En cuanto a escribir una carta, en tales condiciones debía descartarlo. A partir de esa noche, tendría otras cosas que hacer que andar detrás de una anciana tal vez lunática. Ya empezaba a arrepentirse de haber ido hasta el palacio. Si Lisa se enteraba, podía equivocarse de medio a medio sobre su intención amistosa. Más valía dejarlo estar.

Animado por esta conclusión, Morosini decidió aprovechar la tarde que tenía por delante para refrescar sus conocimientos sobre el Tesoro de los Habsburgo. ¿Acaso no había dado a entender Simon Aronov, durante su primer encuentro, que quizás el ópalo formaba parte de él? Así pues, se dirigió a la Hofburg, la antigua residencia imperial, una parte de la cual estaba ocupada por las oficinas del gobierno y la otra por el Tesoro. Sin embargo, si bien vio un soberbio ópalo de origen húngaro, junto a un jacinto de la misma procedencia y una amatista española, no podía ser el que buscaba, pues era demasiado grande.

Se consoló admirando la magnífica esmeralda que remataba la corona imperial y los vestigios del tesoro de la orden del Toisón de oro. Le sorprendió, en cambio, no ver ninguna de las joyas pertenecientes a los últimos soberanos. Sabía que la emperatriz Isabel, la fascinante Sissi, poseía, entre otras alhajas, un fabuloso aderezo de ópalos y diamantes que le había regalado con motivo de su compromiso la archiduquesa Sofía, su tía y futura suegra, quien lo había lucido también el día de su boda. Al no verlo por ninguna parte, intentó informarse, para lo cual pidió ser recibido por el conservador, pero se encontró con un funcionario arisco que se limitó a declarar:

—Ya no tenemos ninguna de las joyas privadas. Se las llevaron al acabar la guerra, cosa francamente lamentable, sobre todo porque ese auténtico robo al pueblo austriaco nos privó del Florentino, el gran diamante amarillo procedente de los duques de Borgoña, así como de las alhajas de la emperatriz María Teresa y de... y de otras.

—¿Quién se las llevó?

—No creo que eso sea de su incumbencia. Y ahora, le ruego que me disculpe, tengo mucho trabajo.

Morosini, al verse despedido con cajas destempladas, no insistió. Como se había detenido un instante ante la cuna del rey de Roma y algunos recuerdos de María Luisa, su madre, pensó que estaría bien ir a inclinarse ante la tumba de ese joven, hijo de Napoleón y rey de Roma, que acabó su corta vida ostentando un título austriaco. Así pues, se dirigió a la cripta de los capuchinos.

No es que sintiera un afecto especial por el más grande de los Bonaparte, causante de la decadencia de Venecia. Por más que su sangre materna fuera francesa, un príncipe Morosini no podía perdonar el árbol de la libertad plantado el 4 de junio de 1797 en la plaza de San Marco, la abdicación del último dux, Ludovico Manin, y finalmente el fuego jubiloso con el que las tropas de la nueva República francesa quemaron el Libro de Oro de Venecia y las insignias del secular poder de los dux, pero el muchacho que reposaba allí, exiliado, herido en el alma y cautivo para siempre de Austria, alimentaba su amor por el romanticismo y le inspiraba una profunda compasión. Deseaba ir a saludarlo.

No era la primera vez que un monje le abría el panteón imperial fuera de las horas de visita; él sabía lo que había que hacer para conseguirlo. Los grupos de visitantes habituales —casi todos ingleses— eran invitados, antes de salir de la iglesia, a dar al hermano portero una limosna destinada a la iluminación de la cripta y a la sopa de los pobres, que el convento repartía todos los días a las dos. Morosini hacía una generosa contribución al entrar. Sin embargo, ese día encontró cierta resistencia.

—No sé si voy a poder dejarle entrar —le dijo el capuchino de servicio—. Dentro hay una dama... que viene de cuando en cuando.

—La cripta es bastante grande. Trataré de no molestarla. ¿Sabe por quién se interesa?

—Sí, porque trae flores que luego siempre vemos sobre la tumba del archiduque Rodolfo. Usted viene a visitar al duque de Reichstadt, ¿no? —añadió el monje, señalando el ramillete de violetas que Morosini había comprado antes de entrar—. De acuerdo, entre, pero intente que no lo vea; le gusta estar sola.

«Y tú no quieres perder el óbolo que voy a darte —pensó Morosini—. Es comprensible.»

—No se preocupe. Seré más silencioso que un fantasma —prometió.

El capuchino se santiguó y abrió la pesada puerta que daba acceso a las sepulturas imperiales.

Con el sigilo de un gato, Aldo bajó hacia la necrópolis de los Habsburgo. Pasó sin detenerse por delante de la primera rotonda, donde destacaba la emperatriz María Teresa, madre de la reina María Antonieta, y llegó a la segunda, dedicada al emperador Francisco II, que descansaba allí, rodeado de sus cuatro esposas, entre su hija María Luisa, la olvidadiza esposa de Napoleón I, y su nieto, el Aguilucho. La tumba de este príncipe francés, nombrado duque de Reichstadt a causa del odio de Metternich, se veía desde lejos y no se podía confundir con ninguna otra gracias a los numerosos ramilletes de violetas, frescas o secas pero casi todas adornadas con cintas con los tres colores de Francia, que cubrían el ataúd de bronce. [2] [2] Desde la guerra de 1939-1945, el Aguilucho reposa en los Inválidos. Su cuerpo fue repatriado a París por Hitler con la intención de ganarse las simpatías de los franceses. El visitante depositó su ofrenda entre las demás e hizo el signo de la cruz, aunque una vez más los versos del poeta acudían a su mente:

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