Espíritu maligno.
Se obligó a abrir uno de los ojos inyectados en sangre, entonces rápidamente lo cerró al reconocer a la criatura que estaba exigiendo su alma. Que Dios lo ayudara, si tuviera que renunciar por alguien, bien podría ser por ella.
– Sir Gabriel, ¿está bien? -preguntó con una voz tan afectada que cualquier hombre con buena consciencia respondería para calmar sus pensamientos.
En cambio, se hizo el muerto, preguntándose cómo iba a reaccionar. Su corazón comenzó a latir contra sus costillas. Su masculino cuerpo se despertó tan bruscamente que lo tentó a ponerse el abrigo en aquella parte de su anatomía que se estaba comportando como un barómetro en los momentos más inoportunos. Pero no tenía su abrigo.
Se estiró boca abajo.
– Bueno, usted todavía está respirando -murmuró-, y hay una botella de brandy… oh, dos de ellas. Despierte, gandul. Y pensar que estaba preocupada por usted. Oh, despierte .
– Estoy despierto -musitó-, vuelva más tarde cuando yo esté coherente. Quiero quedarme en la cama, si no le importa.
– Usted no está en una cama -exclamó, estrujándole el brazo-, la mujer del vicario llegará en un momento. Siéntese y finja por lo menos que no es un insensible.
– ¿El vicario? -esto llamó su atención. Bajó el brazo-. ¿Qué vicario? ¿Acaso le pedí matrimonio durante la noche?
– Sí. -Ella tiró su arrugada camisa de batista hacia arriba de su hombro-. Y tenemos un hijo en camino.
Él soltó un gruñido.
– Me acordaría de eso incluso si hubiera sumergido mi cabeza en un barril de ginebra toda la noche.
– Por su aspecto, estuvo cerca. Por favor haga un esfuerzo por presentar una apariencia decente.
– ¿Qué quiere la mujer del vicario de mí, de todos modos? -preguntó irritado, rascándose la mejilla sin afeitar.
Alethea lo estudió con disgusto.
– Viene a darle la bienvenida como el nuevo amo.
– ¿Amo de qué? -él le quitó una brizna de paja de su falda.
– De Helbourne Hall -le replicó, con la mirada fija en su mano hasta que él la alejó.-Pudo haber escapado a su atención, siendo tan sobrio y atento como sois, Sir Gabriel, pero vuestra casa se viene abajo viga tras viga, los establos apestan, y vuestros sirvientes son el grupo más descuidado de inadaptados desvergonzados que nunca ha existido en la profesión doméstica.
– No es por mi culpa -él le frunció el ceño-, y no me importa.
– Tiene que importarle -dijo con un demoníaco tono que lo atravesó directamente hacia abajo de su espalda como una navaja-, se ha ganado la casa. La responsabilidad recae en vos. Ahora levántese antes de que yo…
– ¿Antes de que usted qué? -le preguntó, sus ojos brillantes llenos de desafío. De hecho, fue una de las pocas cosas que dijo que había obtenido su interés.
Ella se inclinó hasta que su nariz lo tocó.
– Voy a arrastrar su ebrio cadáver hasta el bebedero de caballos y mojarlo hasta que se ponga bizco.
Resignado a que no le daría descanso, finalmente se dignó a prestarle su plena atención. Su mirada detrás de los párpados pesados deambuló sobre ella, retornando a su oscuro rostro gitano. Le sorprendía como después de todos esos años ella podía hacerle sentir como si aullara a la luna.
– Con el debido respeto, mi señora -dijo-, acabo de regresar de la guerra. Mi obligación moral con la sociedad está saldada.
– ¿Moral?
– Si quiero dormir en el granero toda la noche, lo haré. Y si los sirvientes de Hellbourne desean bailar desnudos escaleras arriba y abajo mientras pulen la barandilla, no veo porqué debo detenerlos.
– Entonces, ¿por qué ha venido hasta aquí? -le preguntó con frustración.
– ¿No va a dejar en paz, verdad?
Ella se mordió el borde del labio inferior. -No.
– ¿Por qué quieren que sea el nuevo amo de Hellbourne? -inquirió divertido, preguntándose qué haría si la besara.
Ella retrocedió un poco.
– Es desgarrador ver la caída de bienes en el olvido, pero no tanto como ver a un caballero hacerlo.
– Quizás podría ser persuadido de permanecer un mes o dos. Dependiendo de la amabilidad de mis vecinos.
Ella le lanzó una dura mirada.
– Siempre me pregunté qué pasó con usted después que desapareciera el invierno pasado.
Él se aclaró la garganta. Era una agradable sorpresa saber que ella había pensado en él, pero su preocupación estaba malgastada. De repente, en lugar de sentirse una persona de mundo, en lo más alto de su juego, se sentía agobiado, indigno de su benevolente espíritu.
– Bueno, ahora lo sabe -le dijo con una sonrisa de disculpa-, y no me diga que no cumple con sus expectativas de lo que podrá llegar a ser.
– Siente lástima de sí mismo, ¿cierto? -preguntó después de una larga vacilación.
– No. -Respondió con la voz entrecortada.
– Entonces, si no hay nada que pueda hacer para persuadirlo de que cambie de opinión, debería irme.
La agarró por la muñeca sin saber porqué y la atrajo hacia sí.
– Yo no he dicho que no me pudiera persuadir. Es lo menos que puede hacer después de despertarme.
Antes de que ella pudiera reaccionar u ofenderse, le pasó el brazo por su espalda y la apoyó contra él. No le dio la oportunidad de hablar. Le instó a bajar hasta la paja que había debajo de él y la besó, su lengua abriéndose paso entre sus labios entreabiertos. Dios sabía que si ella no hubiera sido Alethea Claridge, él hubiera tomado mucho más que un simple beso. Ella sabía a miel y fuego y vino estival. Su cuerpo se moldeaba con la seducción de él. Movió su boca sobre sus labios, recorriendo con su mano, su bien formada cadera. Ella no se movió. Se sintió duro, preso de una urgencia que desconocía.
La presionó más profundamente sobre la paja. Ella apretó su espalda, los cálidos huecos de su cuerpo se acomodaban a los duros músculos de él. No sabía que había hecho para merecer esta visita no solicitada, pero de repente nada en su cabeza había estado nunca tan claro. O su cuerpo más excitado.
– Alethea -se hizo a su lado, su mano aún firme sobre su trasero. -Puedo…
Sintió el escalofrío que la recorrió. Que fácil era convencerse a sí mismo que eso era deseo. La emoción sombría en sus ojos despertaba algo menos halagador. Sin embargo, sus labios la buscaron, ansiando hasta la última gota de néctar.
– Gabriel Boscastle.
Él se acomodó sobre su codo. Recorrió con el dedo el camino de su boca a la ordenada fila de botones de su cuello hasta llegar a la hendidura de sus pechos. Su corazón se aceleró cuando alzó la mirada hacia ella. Era realmente hermosa, de una manera oscura, sutil, con los pómulos esculpidos y unas pobladas pestañas en sus ojos que le hacía sentirse como el joven que había sido años atrás. Ahora sabía mucho más. ¿Le importaría eso a ella?
Su pulgar se deslizó por debajo de la banda de encaje de la camisa que apretaba sus pechos.
– Muy hermosa. Y suave.
Ella gritó sobresaltada. Él se quedó inmóvil, momentáneamente, aturdido por la intensidad de su tentación a continuar. Hizo una pausa, sus impulsos aumentando.
– Si piensa que va a seducirme en un granero, ha debido de tener su cabeza metida en un barril de ginebra.
– ¿No supuse que me invitaría a compartir su cama? -le preguntó con una insolente sonrisa.
– ¿Realmente, necesita preguntarlo?
– Si existe la menor posibilidad de que estará de acuerdo, entonces sí, debo hacerlo. Y no estoy por debajo de la mendicidad, tampoco.
Esperó, preso de una necesidad que no estaba seguro que pudiera controlar. Y si había aprendido algo sobre sí mismo, era que necesitaba mantener el control.
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