Bien, se dijo Miguel. Su hermano pequeño había solventado el problema y limpiado su nombre en España. Pero él aún tenía un asunto que resolver, y era más espinoso, porque su futuro estaba en juego.
– Bajemos -le dijo a Diego-. Hay que aclarar varias cosas aún, renacuajo.
– Y ahora… ¿qué harás, Colbert? ¿Entregarme a la Corona inglesa?
Se produjo un silencio incómodo que acabó con el ambiente distendido de la velada. A Veronique, ajetreada en levantar la mesa, se le cayó una copa y el ruido de cristales rotos agudizó un mutismo expectante. Pidió excusas, aunque nadie la escuchó, a la espera de una respuesta del inglés.
A Kelly se le aceleró el corazón. Miguel le acarició la mejilla con un gesto que pretendía transmitirle tranquilidad. ¡James no se atrevería a…! ¡Ella no le permitiría que lo hiciera!, pensó beligerante. Se enfrentaría al mundo entero si era preciso, pero Miguel no acabaría en un calabozo inglés.
Su problema era que carecía de argumentos. Porque si bien era cierto que sus razones personales le habían abocado a vivir al margen de la ley, también lo era que el abordaje de barcos ingleses había puesto precio a su cabeza.
Miguel quería mostrarse sereno, pero una cierta zozobra se lo impedía. Nunca se enfrentaría al hermano de Kelly, aunque acabara en la horca. Si tenía que entregarse, lo haría, pero no mancharía su casa con su sangre, ni permitiría que sus amigos, que ahora aguardaban las palabras del inglés con semblante adusto, intervinieran en aquel asunto. Era consciente de tener una espada de Damocles sobre su cabeza. El reducto de paz en que había convertido «Belle Monde» podía desaparecer en cualquier momento. El abandono de la piratería no lo eximía de culpa ante la Corte de Inglaterra. Sentía un puñal en el corazón al pensar en la ausencia de Kelly y en la del hijo que esperaban, al que no vería crecer, pero por ellos ofrecería su vida y hasta su alma. Prefería acabar en una prisión o colgado de una soga antes que arrebatarles su honor y su apellido, condenándolos a una existencia lejos de Inglaterra o de España.
James se removió en su asiento, evidentemente incómodo. Si las miradas matasen, él ya sería cadáver. Incluso su hermana lo fulminaba con los ojos. Era lógico, porque Kelly ya le había dejado bien claro que no le perdonaría nada que no fuera dejar las cosas como estaban. De repente, el excelente brandy que estaba bebiendo se le había vuelto agrio. ¿Acaso no partió de Inglaterra con un único propósito: dar con el individuo que había secuestrado a su hermana? ¿No se repitió un millón de veces que iba a matarlo? Se levantó y se acercó al ventanal. Fuera, la luna bañaba ya «Belle Monde» y una ligera brisa mecía las copas de las palmeras llevando hasta ellos un aroma a orquídeas. Era un entorno mágico, pensó, evocando las noches inglesas, tan distintas, tan lejanas…
Percibía los ojos de Boullant, Pierre y Armand, incluso los de Diego de Torres, clavados en su espalda. Expectantes y retadores.
– Si de algo sirve -dijo dirigiéndose a todos-, debo pedir disculpas en nombre de mi país por las atrocidades perpetradas contra vosotros. Desconocía la traición de mi primo, como vosotros la de vuestro pariente. Sin embargo, las cuestiones personales no están nunca por encima de la ley de las naciones y en esta situación hay demasiados intereses familiares y afectivos como para darte ahora una respuesta, Miguel. Me gustaría regresar a Inglaterra con la cabeza bien alta… y encima de los hombros. Así que este asunto deberíamos hablarlo en privado.
Él no dijo nada, pero ésa no era la respuesta que esperaba. Pierre, siempre fogoso, se incorporó dispuesto a todo y Kelly no pudo callarse. Sabía que si su hermano consideraba la idea de apresar a Miguel, podía significar que no saliera vivo de la isla.
– Siempre puedes decir que nunca encontraste al hombre que me secuestró.
En el rostro de James apareció una mirada apenada.
– ¿Me estás pidiendo que traicione mis principios?
– ¡Te estoy rogando que olvides, hermano! Otros bucaneros han recibido el perdón. ¿Por qué no mi esposo? Nuestra familia tiene influencia y Miguel ha echado el ancla. Además, vuelve a ser un caballero español sin mácula, heredero del ducado de Sobera. ¡Por el amor de Dios! No pensarás arrestar a un noble español, ¿verdad?
Las espadas se mantenían en alto. Y ella no cedió un palmo. Si era preciso, viajaría a Londres para pedir clemencia a su rey, defendería a su esposo como fuera.
Colbert se pasó nerviosamente la mano por el pelo. ¿Qué podía hacer o decir? Había salido de Inglaterra con un fin, pero las cosas habían cambiado demasiado. Su hermana se había casado con Miguel y, a Dios gracias, completamente enamorada de aquel temible y orgulloso español que no suplicaba por su libertad. Por si fuera poco, Kelly estaba encinta. ¿Qué diablos podía hacer él? Además, Miguel ya no era un aventurero, sino un hacendado y heredero de un título nobiliario en España.
No, se dijo. No podía culparlo por haber elegido un rumbo equivocado. De haberse hallado en su lugar, posiblemente hubiera actuado de igual modo. No era tan cínico como para creerse mucho mejor que él. El capitán de El Ángel Negro había muerto y ante él sólo veía a un hombre profundamente enamorado de su hermana. Un condenado y arrogante español que ahora formaba parte de su familia.
Se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Acabó su copa de un trago y le pidió a Kelly que le sirviera más. Iba a necesitarlo.
– Hablaré en tu favor, Miguel -acabó por admitir.
Oyó a su hermana exhalar el aire retenido, pero no se atrevió a mirar a nadie. Hablar en favor de su cuñado implicaba, en cualquier caso, que éste tendría que acompañarlo a Inglaterra.
– De paso… -intervino Diego, que había guardado silencio hasta ese momento, esperando la reacción del inglés. Tenía decidido matarlo si se empecinaba en apresar a Miguel, pero su respuesta cambiaba las cosas-, aportarás los nombres de los traidores que colaboraban con Daniel de Torres. -Sacó unas cuantas cartas de su chaqueta y se las entregó a James, que las tomó un tanto asombrado. Tales pruebas eran un poderoso aval de la transparencia de su conducta-. Eso, y el pago de una sustanciosa multa, serán suficientes para que vuestro insigne soberano se olvide de los hombres que fueron azote de sus naves en estas aguas. De todos es conocido que su alianza con Suecia y Holanda en oposición a Luis XIV de Francia ha vaciado sus arcas y que lo acucian problemas financieros.
James lo miraba sin parpadear; el resto, un poco desconcertados.
– Por descontado -continuó Diego-, la familia De Torres engordaría el pago. E imagino que el resto de los que están aquí. -Miró a los franceses-. Estoy convencido de que tan generosa aportación servirá para que firme el indulto para… -dio otro vistazo burlón a los camaradas de su hermano-… unos cuantos piratas.
– ¡Y yo, por mi parte, entregaré «Promise»! -exclamó Kelly, con los ojos radiantes de esperanza-. Ahora soy dueña de un vasto territorio en Jamaica y puedo permitírmelo.
James guardó silencio. El peso económico y los documentos aportados dotaban de inestimables argumentos jurídicos y materiales a la Corona inglesa. Serían suficientes, pensó.
– ¿Qué pasará con la señorita Jordan? -preguntó, mirando de reojo a la muchacha, cuya cintura enlazaba Ledoux-. Debería ser devuelta a su padre.
– ¡¡Por encima de mi cadáver, Colbert!! -se apresuró a contestar Pierre.
El disco solar, una bola anaranjada y brillante, jugaba al escondite en el horizonte, pintando de púrpura los algodones mullidos de las nubes.
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