– ¡Vuelve a acostarte, cabezota! -lo amonestó ella, haciendo que se recostase de nuevo-. ¿Quién te ha dicho que puedes levantarte?
Miguel enarcó las cejas. ¿Por qué estaba de tan mal humor? ¿Y por qué el rostro huraño del tipo aparecía tan complaciente?
– No me he olvidado del golpe -le dijo a modo de saludo.
– No seas quisquilloso -lo regañó Kelly. Se fijó en ella. Estaba preciosa. Se había cambiado de vestido y su cabellera, recogida informalmente en una cola de caballo, bailaba al ritmo de su cuello-. No fue más que un sopapo.
– Que me dejó sin sentido. -Le hablaba a ella, pero se dirigía a él.
Kelly calló y empezó a revisar la herida. Los dos hombres se retaban con la mirada, pero mantuvieron un mutismo cargado de desafío.
– Pierre nos lo ha contado todo -dijo, cuando hubo terminado-. ¿Cómo se os ocurrió enfrentaros a ellos? ¿Y si hubiera habido más apostados? Todos los hombres sois idiotas, además de insensatos.
– ¿Dónde está Armand? -la cortó él, un tanto incómodo por las sucesivas regañinas ante un desconocido.
– Está abajo.
– ¿Ha traído a esa escoria de Colbert?
Hubiera jurado que el rubio se envaraba. Lo miró con más interés. ¿Quién demonios era? ¿Es que nadie iba a explicarle nada?
– No -contestó Kelly-. Intentó escapar y Armand tuvo que disparar.
Miguel guardó silencio. Ella acababa de darle la noticia sin un ápice de lástima. Como quien habla del tiempo.
– ¿Lo lamentas?
– No. Pero era mi primo.
– ¡Era un hijo de perra que intentó asesinarte!
Recordar el miedo pasado por su suerte lo enfureció. Hubiera preferido que Briset no acabara con él. Hubiera querido matarlo él mismo, retorcerle el cuello, despellejarlo y… Acababan de arrebatarle ese placer. Atrapó a Kelly por la cintura haciendo que cayera sobre él y la besó. La amaba y había estado a punto de perderla. No podía pensar en otra cosa. Lo demás poco importaba.
Se la arrancaron un segundo después y sus brazos se quedaron vacíos. El rubio empujaba a su esposa hacia la salida. Miguel trató de incorporarse, pero el otro le detuvo:
– Su herida le ha restado fuerzas, capitán. No trate de hacerse el héroe. Si se me pone gallito, ni siquiera mi hermana podrá impedir que le parta la cara otra vez, aunque esté en esas condiciones.
Miguel ni se movió. Comparó a ambos atentamente y no se creyó lo que veía: el mismo color de pelo, los mismos ojos, facciones idénticas, salvo que en Kelly se suavizaban y en él se mostraban varoniles y severas.
– ¿Su hermana?
– Eso mismo. Mi hermana. Soy James Colbert, aunque el apellido te repugne -lo tuteó-. A pesar de todo, y en atención a sus ruegos, accederé a hablar contigo. Aunque, créeme, si no fuera por ella…
– Jim…
– ¡Calla, Kelly! Esto es entre él y yo.
Miguel se levantó sin hacer caso de las protestas de su esposa y se quedó sentado al borde de la cama. Estaba mareado y el costado le dolía como mil demonios. No se encontraba en condiciones de enfrentarse a nadie, pero si aquel mastuerzo había ido a reclamarle a Kelly, lo mataría antes de permitir que se la llevara de su lado.
– Por lo que veo, no voy a poder librarme de ese condenado apellido vuestro -murmuró.
A James le hubiera gustado sobarle la cara, pero el otro no estaba en condiciones. En cambio, tenía algo que decirle.
– Mi hermana ha sido deshonrada y voy a exigirte una compensación. Y no puede ser otra que el matrimonio, porque el hijo que está esperando necesita una familia. O eso, o no saldrás vivo de este cuarto.
Miguel se tambaleó. Sus ojos volaron de Colbert a ella. Había oído bien, porque en el aire flotaba la densidad del anuncio. ¡Un hijo!
Kelly dirigió a su hermano una mirada feroz. ¿Por qué los hombres siempre querían arreglar las cosas a su manera? ¿Por qué no se mordían la lengua alguna vez? ¿Por qué no olvidaban su suficiencia? ¡Condenación! Mientras Miguel se recuperaba, ella había charlado largo y tendido con James, y así se enteró de que las cartas que llegaron a Inglaterra no decían nada de sus quejas, de sus peticiones de regreso a casa. Le quedó muy claro que su tío había revisado su correspondencia y censurado sus escritos. Ella se explayó contándole lo que sucedía en «Promise» y no pudo evitar sincerarse acerca del hecho de que esperaba un hijo de Miguel. Pero más allá de hacerlo partícipe de sus experiencias y su intimidad, él no debía ni tenía que inmiscuirse en sus vidas. ¿Acaso pensaba que iba a tener un bebé sin haberse casado? Se le encendieron las mejillas, porque muy bien podría haber ocurrido así.
A Miguel la sangre le bullía. No sabía si gritar de alegría, reprender a Kelly por ocultárselo o ponerse a bailar como un loco. ¡Un hijo! Paladeó su significado porque aún no se lo creía, le parecía un sueño. El pecho le estallaba de amor por la mujer que le había entregado su corazón y que ahora llevaba a su heredero en sus entrañas. Miró a Kelly y se dijo que nunca un hombre había sido bendecido por Dios como lo había sido él. ¿Qué más podía pedirle a la vida?
– Mira, De Torres -decía el inglés-, voy a serte sincero. No me agrada que ella se despose contigo, pero el niño es lo primero. Así que casado o cadáver. Tú eliges.
– ¡James!
Miguel no pudo contener la risa, pero levantó las manos en señal de paz.
– Me casaré con ella. -James asintió, algo más relajado-. Me casaré de nuevo si ella lo desea. Cien veces si es preciso. Mi esposa puede pedirme lo que quiera y yo daré mi vida por complacerla. Lamento tu rechazo a tenerme por cuñado, a mí tampoco me hace feliz estar emparentado contigo, pero amo a Kelly y es con ella con quien voy a vivir, no con su familia.
Entre las palabras, la excitación y los movimientos, sintió un pinchazo en el costado y se llevó una mano hacia allá.
– ¿Te duele? -Kelly se acercó solícita.
– Si me besas, lo soportaré -bromeó él.
– Eres un demonio -le sonrió. Y lo besó, sin importarle la presencia de su hermano, porque junto a Miguel perdía la vergüenza.
James, estupefacto, salió del cuarto como alma que lleva el diablo, pero antes de retirarse le dijo:
– No te arriendo la ganancia, español. Es terca como una mula irlandesa. Y tú, Kelly, tienes algo que decirle, no esperes más.
Miguel suspiró y la colocó sobre su pecho. Su esposa. Su esposa, su esposa… ¡Qué dulce sonaba aquella música! La besó en la frente, en la nariz, en la barbilla. Y en la boca, de la que nunca se cansaba.
– Kelly, Kelly… -musitó junto a su cabello, mientras su mano derecha se alojaba con delicadeza sobre su vientre-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– Iba a decírtelo cuando regresaras a casa. Pero me secuestraron. Siento que el imbécil de mi hermano me haya estropeado la sorpresa.
– Mi amor, eso ya no importa… Me das tanto…
– Chis. Calla. Sólo abrázame. Y abraza a nuestra hija. Porque va a ser una niña. -Miguel, colmado de felicidad, asentía. Si Kelly quería una niña, que así fuera-. Pero aún tengo algo que contarte.
– Ahora mismo no me interesa nada que no seas tú.
Ella se apartó de él y se levantó.
– No lo creas. Hay alguien que quiere verte.
A Miguel le importaban un bledo las visitas. Quería a su mujer en su cama, volver a hacerle el amor, que sus cuerpos vibraran entregados, embriagarse con su perfume, enredar sus dedos en un cabello sedoso que adoraba. Adivinó que ella también lo anhelaba, se mordía el labio inferior y a él eso lo incendiaba de deseo. Pero no. Lentamente se fue hacia la puerta, que apenas entreabrió.
Una mano tostada asió la hoja desde fuera. Miguel no podía ver de quién se trataba, porque el pasillo estaba en penumbra, pero, por alguna razón, su corazón empezó a latir más de prisa y se incorporó. Kelly salió, cómplice y dichosa, y le tiró un beso con los labios.
Читать дальше