Lo tenían todo pensado, se dijo Miguel, con el miedo alojado en su estómago, inseguro y debilitado. Pero no contaban con que él no estaba dispuesto a facilitarles las cosas. Ni Fran, ni Pierre ni Armand, de eso no le cabía duda. No les quedaba más remedio que intentar una solución desesperada. Si los tomaban por sorpresa, tal vez, sólo tal vez, podrían cambiarse las tornas. Miguel sabía que sólo les hacía falta una señal.
Después, todo se desarrolló muy de prisa.
Como un resorte, levantó la pierna derecha hacia el brazo de Colbert, haciendo que la pistola se le disparase; el estallido se perdió entre el aleteo confuso de una bandada de aves a las que despertó de su sueño.
Fue como si hubiera sonado un gong y los franceses se movieron como un solo hombre.
El disparo de un esbirro que permanecía en retaguardia alcanzó a Miguel de refilón. Sintió una quemazón en el costado, pero su puño ya se había activado y alcanzó a Colbert entre los ojos. Se inició un tiroteo. No había lugar a vacilaciones. Se estaban jugando la vida. Armand saltó hacia Daniel de Torres con una agilidad que parecía imposible dado su volumen y, sin tiempo a defenderse, el español se debatía, luchando por respirar. Un segundo después, caía a los pies del francés con el cuello roto.
Apretándose la herida del costado, Miguel recuperó el resuello. Había sido una pelea rápida y casi le parecía mentira que la situación hubiera cambiado con tanta celeridad. Colbert se retorcía en el suelo, cubriéndose con la mano la nariz rota. Y el cuerpo de su tío yacía cerca de Briset. Los otros dos no habían tenido mejor suerte.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó Pierre.
– Lo que mejor os parezca -respondió Miguel, echando una última mirada al cadáver de Daniel de Torres-. Yo voy en busca de Kelly.
– ¿La herida es grave?
– No -aseguró, aunque la sangre le chorreaba entre los dedos.
– Véndatela. -Fran se quitó el fajín y se lo entregó-. Supongo que has querido decir que vamos en busca de Kelly.
– Vosotros ya habéis hecho demasiado.
– ¡No digas estupideces! -le espetó Pierre.
– En el fondo, todo esto te divierte, mon ami , lo sé. Hace mucho que estamos ociosos -comentó Fran.
– Si Kelly no estuviera en peligro, te juro que sí lo disfrutaría -confirmó él.
Miguel se apresuró a restañarse la herida. Suspiró y asintió. Imposible dejarlos al margen.
– De acuerdo, amigos, entonces, acabemos cuanto antes.
Justo entonces les llegó el retumbo de un cañonazo.
Dieron un respingo. Venía del otro lado del islote. Algo no iba bien. Dejaron a Armand a cargo de Edgar y sus dos esbirros y corrieron por la playa hasta rodear el peñasco. Un barco fondeado que sin duda pertenecía a los secuestradores estaba siendo atacado por otra nave que enarbolaba bandera inglesa.
– ¡Kelly! ¡No!
Dos nuevas andanadas levantaron oleadas de agua y espuma, y Miguel no lo pensó dos veces. Tenía que sacar a su esposa de allí. Se desentendió de Fran y Pierre, se lanzó al agua y comenzó a nadar con vigorosas brazadas. Un dolor lacerante en el costado lo mortificaba. Estaban mermando sus fuerzas, pero no podía desfallecer. En su afán por alcanzar la embarcación, no vio que ésta izaba bandera blanca.
No se preguntó qué haría una vez en el navío. Y tampoco si sólo estaba acelerando la hora de su muerte, sólo le importaba llegar. Llegar. Iba a poner su cabeza en manos inglesas, pero poco le afectaba si podía salvar a Kelly. Saber que ella estaba tan cerca le insufló el coraje suficiente para no rendirse.
A escasas brazadas ya vio a los ingleses sobre el barco tomado y oyó el griterío con que celebraban su victoria. Llegó y empezó a trepar por la cadena del ancla. Antes de alcanzar la cubierta, Miguel se puso el sable entre los dientes y sólo entonces echó una mirada atrás. Fran y Pierre estaban haciendo otro tanto.
En cuanto pisaron la cubierta fueron rodeados y encañonados. La escasa tripulación del barco abordado era empujada bodegas abajo. Pero Miguel no era consciente de nada salvo que Kelly corría hacia un sujeto alto y rubio que la acogía amorosamente entre sus brazos y se estrechaban el uno al otro con efusión.
Sin embargo, la llegada de Miguel y los suyos llamó la atención del hombre, que, sin dejar de abrazar a la muchacha, reparó en ellos. Kelly también se fijó. Entonces sus ojos se agrandaron y con un grito jubiloso se soltó de él y atravesó la cubierta para ir a su encuentro. Los ingleses, indecisos, bajaron sus armas a instancias del caballero rubio.
A Kelly se le salía el corazón por la boca. Después de horas de angustia, todo lo que estaba pasando le parecía un sueño. Creyó que iba a morir a manos de su primo y de aquel español que lo ayudó a secuestrarla; había pasado un miedo atroz pensando que nunca volvería a ver a Miguel. Y de repente, lo más inesperado se hacía realidad: había sido liberada por su propio hermano al mando de un grupo de marineros.
Con mano temblorosa acarició el rostro amado que había creído perdido para siempre. Los sollozos se acumularon en su garganta, mezclados con una risa histérica.
– Mi amor -susurraba-. Mi amor…
También a Miguel el alma se le rompía en pedazos. Teniéndola allí, el horror pasado cayó sobre él como una losa. Le fallaban las piernas, le escocían los ojos, pero ya nada importaba. Cuando ella se le echó al cuello, la tomó de los hombros separándola ligeramente. Necesitaba verse en el espejo de sus ojos color zafiro.
– ¿Estás bien? -le preguntó con voz ronca.
– Sí, Miguel -dijo ella, besándolo en la boca-. Ahora sí.
Se fundieron el uno en brazos del otro, se besaron con el ansia de la ausencia. Tan absortos en sí mismos como si no hubiera nadie más.
– Así que éste es Miguel de Torres -dijo una voz profunda, un punto peyorativa.
Miguel reaccionó como una cobra, apartando a Kelly y poniéndola a su espalda. Se encaró al otro, tan alto como él mismo, su cabello claro destellaba a la luz de la luna y las farolas de cubierta, un hombre apuesto. ¿Quién era? ¿Por qué Kelly se había abrazado a él? Un aguijonazo de celos se deslizó por entre sus defensas.
– Ése es mi nombre.
– ¿Tengo entonces el honor de estar frente al famoso capitán de El Ángel Negro ?
Miguel tuvo la certeza de estar ante un rival, quizá un enemigo. Instó a Kelly a ir hacia Fran y Pierre y asintió, desafiante.
– Exactamente.
Y por tercera vez en poco tiempo, le propinaron tal puñetazo en la mandíbula que se quedó fuera de combate. Se le doblaron las piernas y cayó como un fardo. El golpe y la pérdida de sangre de la herida lo llevaron a la inconsciencia. Pero antes, aún pudo oír a su esposa nítidamente:
– ¡Maldito seas, James!
Abrió los ojos con cautela. El sol se filtraba por el ventanal inundando la cámara de luz. Sacudió la cabeza para despejarse las telarañas de la mente y parpadeó quejumbroso. ¡Cristo crucificado! Le dolían hasta las pestañas. Cuando trató de incorporarse, el pinchazo del costado le arrancó un hondo suspiro. Estaba solo en la habitación, pero su pensamiento voló hacia su esposa.
– ¡Kelly!
Fuera se oían voces airadas y reconoció la de ella. Apretándose la herida del costado, convenientemente vendada, se incorporó hasta quedar sentado. Se abrió la puerta y Kelly entró presurosa, con las mejillas arreboladas y los ojos chispeando de indignación. Tras ella iba el hombre rubio que le había dado el puñetazo. El dolor de la mandíbula demostraba que pegaba duro. Tenía una cuenta pendiente con él, pero ya llegaría el momento de saldarla. Ahora se olvidó de eso. Lo más importante era Kelly, sana y salva. Iban a tener que darle algunas explicaciones, se dijo.
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