Nieves Hidalgo - El Ángel Negro

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Miguel de Torres y su hermano son exiliados de España a perpetuidad, acusados de alta traición.
Intentan rehacer su vida en Maracaibo pero el pirata Morgan ataca la ciudad, los captura y son vendidos como esclavos en Port Royal.
Kelly Colbert viaja a Jamaica como castigo por negarse a un matrimonio pactado. En Promise, tendrá que luchar contra las normas de una sociedad basada en la tiranía. Pero sobre todo, combatirá contra la pasión que despierta en ella un arrogante esclavo español. Oveja Negra
Escapando de Promise, Miguel se une a piratas franceses. Amargado y vengativo, jura hacer pagar su humillación a todos los ingleses. Y cuando el barco en el que Kelly regresa a Inglaterra cae en sus manos, encuentra la víctima propicia para dar rienda a sus más bajos instintos.
El capitán de El Ángel Negro tiene dinero, poder y rencor. Pero no tiene en cuenta el amor, un arma mucho más poderosa que el odio.

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Pero Miguel ya no lo vio.

No podía ver nada porque una figura alta, de cabello rubio oscuro y mirada traviesa se enmarcó al contraluz de la entrada.

A Miguel se le escapó la sangre de la cara y el corazón golpeó en su pecho como el retumbar de cien cañones.

Quiso hablar, pero las palabras formaban un nudo en su garganta. No podía moverse, era como si le hubieran clavado. La sensación de un vahído acrecentó su mareo.

No podía dar crédito a sus ojos, por fuerza tenía que estar soñando. Le llegó una voz de cálidas resonancias que se ciñeron a su corazón, haciendo definitivamente añicos la coraza de odio y venganza con que lo había amordazado hacía ya mucho tiempo.

– Que mamá no te vea con ese arete en la oreja, hermano, o la matarás de un disgusto -oyó que decía-. Aunque no te queda mal, pareces un verdadero pirata.

Miguel notó el sabor salobre de sus lágrimas en los labios. Y nunca se enorgulleció tanto de poder llorar. Porque Diego estaba allí, lo tenía delante. Y era real. Completamente real. No el fruto de su delirio. La agonía de su pérdida se diluía ahora en la bruma del pasado, su presencia lo liberaba de los demonios que tanto lo habían atormentado tras su muerte. Ante él se abría de nuevo el telón de la esperanza y una euforia desmedida se apoderó de su ser.

Lo ahogaba la dicha y sólo acertó a decir:

– Hola, renacuajo.

Diego había cambiado. ¡Virgen, si lo había hecho! Apenas si reconocía al muchacho sensible, un poco alocado, enamorado de la vida, que lo seguía a todas partes y por el que se partía la cara cuando era un alfeñique. Ahora era un hombre. Independiente y decidido, maduro para librar sus propias batallas y ganarlas.

Pero a Miguel no acababa de gustarle lo que veía en su persona. Su hermano no era el mismo. Quizá fuera el resentimiento de quien ha estado sometido a las penurias y el látigo. Un ser condenado a destierro, convertido en carne de presidio, víctima de una muerte asesina de la que se libró de milagro. La había visto incluso más cerca que él mismo.

No, ahora ya no eran tan diferentes. Eran dos vagabundos. Los unían más lazos que antes, pero en Diego percibía cicatrices que provenían del alma y eso, indefectiblemente, los alejaba.

¿Dónde se habría quedado el muchacho divertido que cabalgaba como un loco y el romántico al que le gustaba sentarse en el pórtico de su casa para ver ponerse el sol? ¿Dónde estaba el chico enamoradizo? ¿Dónde estaba Diego de Torres? Lo que ahora tenía delante era un individuo frío, endurecido por tanto mal como había sufrido. Pero ¿acaso él era distinto?, se preguntó. Hizo a un lado sus erráticos pensamientos para centrarse en lo que su hermano le estaba diciendo.

– Cuando decidí regresar a España, desembarqué en el puerto de Cartagena como un marino más, bajo el nombre de Simón Drende. Fue Alonso de Arribal el que me escondió y me puso en el camino correcto para seguirle la pista a nuestro tío -le contaba.

– ¿El abogado de padre? -preguntó Miguel, un tanto sorprendido.

– En efecto. Sabes que papá nombró al tío administrador de algunas de las fincas. Pero don Alonso conoce, desde siempre, las finanzas de nuestra familia. Le extrañó que se incrementaran unos saldos que no salían de sus propiedades e investigó por su cuenta. Las amistades que frecuentaba nuestro tío no le acababan de convencer. Así que, siguiendo su instinto de sabueso -a Miguel le hizo gracia, porque él siempre había dicho que Arribal parecía eso, un sabueso-, contrató a un sujeto para que le siguiera los pasos. Descubrir su traición con el buque Castilla fue cuestión de tiempo.

– Yo jamás imaginé su traición.

– Tampoco padre. Ni yo.

– Todo parece una locura.

– Pero es tan real que apesta -asintió Diego-. Sin ti, no encontré otro camino que volver a casa, aunque pesaba sobre nosotros la cárcel, o la horca, si pisábamos suelo español. Y el riesgo mereció la pena, porque regresé a tiempo de enterarme de las pesquisas de don Alonso y él me puso sobre aviso.

– ¿No se lo contó a nuestro padre?

– Le pedí que no lo hiciera. Papá acababa de tener una recaída. Nada de lo que debamos preocuparnos -lo tranquilizó-. Pero demasiado había sufrido ya el viejo como para enterarse de que su hermano… que su hermanastro -rectificó- era el hombre que había provocado el destierro a sus hijos.

Miguel se pasó la mano por el pelo y suspiró. ¿Hasta dónde se podía llegar impulsado por la codicia?, se preguntó.

– Y tomaste cartas en el asunto…

– Tú no estabas. -Lo dijo como si se disculpara-. Alguien tenía que intentarlo. Salí de España sabiendo que Arribal emprendía ya una campaña para limpiar nuestro nombre ante el rey. Y, avatares del destino, una pista de nuestro tío me llevó de nuevo hasta Colbert.

Miguel no perdía detalle ni de su hermano ni de lo que decía. Por eso lo sorprendió que cuando Diego hacía referencia al inglés, al hombre que quiso matarlo, lo hiciera casi como de pasada, como si fuera un episodio más de su relato. Sin embargo, él veía, y era lo que le preocupaba, que la mirada de Diego se había vuelto más oscura. No había en él resentimiento, pero sí una inquina que no había desaparecido ni siquiera tras la muerte de Edgar Colbert. Y supo que aquello le estaba pudriendo por dentro.

– ¿Cómo es que te uniste a James?

Diego reclinó la cabeza en el respaldo del sillón y calló un momento. Luego, prorrumpió en carcajadas. Se palmeó la rodilla varias veces hasta que se calmó, apuró el contenido de su copa y se levantó para servirse más. De pie, con el horizonte de fondo, continuó:

– A este lado del mundo los ocasos son majestuosos, ¿te has dado cuenta, hermano? -Se medio volvió.

– Continúa, por favor.

– Haces muchas preguntas.

– Y quiero muchas respuestas.

Diego asintió y volvió a sentarse.

– Mi barco sufrió desperfectos por el ciclón que asoló el Caribe. Me urgía otro para no interrumpir la búsqueda y ese estúpido inglés estaba donde yo necesitaba y en el momento oportuno. Lo asaltaron, le salvé la vida y le exigí su nave, así de simple. ¡Jesús! No he visto a nadie más terco, te lo juro. Se negó en redondo, claro, y estuve a punto de matarlo yo mismo al enterarme de quién era. Pero él buscaba a Kelly y yo nunca olvidé a la única persona de «Promise» que hizo que nos sintiéramos como seres humanos cuando no éramos más que unos desgraciados, carne de cañón. James afirmaba que no pararía hasta encontrar al hijo de perra que había raptado a su hermana, un español que capitaneaba El Ángel Negro . No dudé que debíamos aunar nuestras fuerzas. Te asombraría lo fácil que resultó dar con nuestras presas. ¿Te acuerdas de Andreas Haarkem?

– ¡Claro! Era un buen amigo de papá. Pasó una larga temporada en casa cuando éramos unos críos. Y nuestros padres mantuvieron contacto con él hasta que murió, hace unos… ¿diez años?

– El mismo -confirmó Diego con una sonrisa lobuna-. Pues nuestro tío utilizaba su nombre para sus correrías. Cuando un confidente lo nombró, ya no tuve dudas: habíamos dado con ellos. El resto fue como un juego de niños.

– Y llegasteis a tiempo de salvar a mi esposa.

– No me pongas la etiqueta de héroe, hermanito -rezongó el otro-. Mi única intención era poder degollar por fin a Edgar Colbert y arrestar a nuestro tío para devolverlo a España cargado de cadenas. Tu llegada y la de tus amigos fue toda una sorpresa. Siento no haber podido librarte del puñetazo que te sacudió James, pero admito que tenía sus razones; a fin de cuentas, habías raptado a su hermana.

Desde abajo, en el salón, les llegaban los ecos del bullicio. Todos, excepto ellos, estaban reunidos allí. Kelly, como él mismo, se había retirado al estudio para hablar con su hermano a solas, pero, al parecer, su conversación había finalizado y el inglés sabía cómo amenizar una tertulia, dado que su voz se imponía sobre todas.

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