Stephanie Laurens - La Prometida Perfecta

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente.
Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio.
Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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Los de ella brillaron al recordar el agravio.

– Demasiado insistentes. Se convirtieron, o más bien el agente se convirtió, en un verdadero incordio.

– ¿Quieres decir que los interesados nunca se dirigieron directamente a su tío?

Leonora frunció el cejo.

– No. Stolemore fue quien presentó todas las ofertas, pero eso ya fue bastante desagradable.

– ¿Por qué?

Cuando la joven vaciló, Tristan le explicó:

– Stolemore fue el agente encargado de la venta del número doce. Ahora mismo voy a hablar con él, y si fue odioso…

Leonora hizo una mueca.

– La verdad es que no puedo decir que lo fuera él. De hecho, sospecho que se veía forzado a serlo por aquellos a quienes representaba. Ningún agente podría permanecer en el negocio si habitualmente se comportara de semejante modo y, en algunas ocasiones, Stolemore parecía avergonzado.

– Entiendo. -La miró a los ojos-. ¿Y en qué consistieron los otros «incidentes» que ha mencionado?

Por la expresión de su rostro y el modo en que apretó los labios, le quedó claro que no quería decírselo y que deseó no habérselos mencionado siquiera.

Impasible, Tristan se limitó a esperar. Con la mirada fija en la de ella, dejó que el silencio se prolongara mientras mantenía una postura en absoluto amenazadora pero inamovible. Como muchos antes, la joven captó el mensaje perfectamente y, de un modo un poco mordaz, respondió:

– Hubo dos intentos de robo en nuestra casa.

Tristan frunció el cejo.

– ¿Los dos intentos después de que se hubieran negado a vender?

– El primero, una semana después de que Stolemore aceptara finalmente la derrota y se marchara.

Tristan vaciló pero fue ella quien dio voz a sus pensamientos.

– Por supuesto, no hay nada que relacione los robos frustrados con la oferta de comprar la casa.

Excepto su convicción de que había una conexión.

– Pensé -continuó- que si usted y sus amigos habían sido los misteriosos compradores interesados en la adquisición, eso significaría que los robos frustrados… -hizo una pausa y contuvo la respiración- no estaban relacionados, sino que tenían que ver con otra cosa.

Tristan inclinó la cabeza; hasta el momento, su lógica era sólida. Sin embargo, estaba claro que no se lo había contado todo. Dudó en presionarla, en preguntarle directamente si los robos eran el único motivo por el que había salido decidida a presentarle batalla, haciendo caso omiso de las normas sociales. Ella lanzó una rápida mirada a la puerta de la casa de su tío. Ya la interrogaría más adelante; en ese momento, Stolemore seguramente se mostraría más comunicativo. Cuando volvió a mirarla, Tristan le sonrió y lo hizo de un modo encantador.

– Creo que ahora estoy en desventaja respecto a usted.

Cuando ella parpadeó, él continuó:

– Dado que vamos a ser vecinos, creo que sería aceptable que me dijera su nombre.

Leonora lo miró. No con recelo, sino con atención. Luego inclinó la cabeza y le tendió la mano.

– Soy la señorita Leonora Carling.

Tristan le tomó brevemente los dedos mientras ampliaba la sonrisa y le entraron ganas de sujetárselos durante más tiempo. Así pues, no estaba casada.

– Buenas tardes, señorita Carling. ¿Y su tío es?

– Sir Humphrey Carling.

– ¿Y su hermano?

Empezó a ver que fruncía las cejas.

– Jeremy Carling.

Tristan siguió sonriendo, todo él concentrado en tranquilizarla.

– ¿Y vive aquí desde hace mucho tiempo? ¿El barrio es tan tranquilo como parece a primera vista?

Los ojos entornados de ella le indicaron que no la había embaucado y respondió sólo a la segunda pregunta.

– Muy tranquilo.

«Hasta hace poco.» Leonora le sostuvo aquella mirada tan inquietantemente penetrante y añadió, conteniéndose lo máximo que pudo:

– Y espero que siga siéndolo.

Vio que los labios de él temblaban antes de que bajara la mirada.

– Desde luego. -Con un gesto de la mano, la invitó a caminar a su lado los pocos pasos que había hasta la verja de la casa de su tío.

Ella se dio la vuelta, pero sólo entonces se percató de que con su gesto estaba reconociendo que había salido corriendo únicamente para encontrarse con él. Alzó la vista, lo miró a los ojos y supo que lord Trentham había reconocido la acción como lo que era, una clara confesión de su indiscreción. Y si eso no era lo bastante malo atisbó una chispa en sus ojos color avellana, un destello que cautivó sus sentidos y la dejó sin respiración, y que fue infinitamente más perturbador.

Pero entonces, las pestañas de él velaron sus ojos y sonrió del mismo modo encantador que antes. Y Leonora estuvo aún más segura de que aquella expresión era una máscara.

El caballero se detuvo ante la verja y le tendió la mano.

Las normas de cortesía la obligaron a ofrecerle los dedos para que los tomara una vez más.

Él cerró la mano y sus agudos ojos, que parecían ver demasiado, atraparon su mirada.

– Ahora que nos conocemos, me encantaría cultivar nuestra relación, señorita Carling. Le ruego que salude de mi parte a su tío; en breve vendré a visitarles para presentarles mis respetos.

Leonora inclinó la cabeza y se aferró a la cortesía aunque, en realidad, anhelaba liberar los dedos. Hizo un esfuerzo para evitar que se le agitaran entre los de él, porque su contacto, frío, firme, una pizca más fuerte de lo que debería, la afectaba de una forma de lo más peculiar.

– Buenas tardes, lord Trentham.

Él la soltó y le hizo una elegante reverencia.

Leonora se volvió, atravesó la verja y luego la cerró a su espalda. Sus ojos se encontraron brevemente antes de que diera media vuelta hacia la casa.

Ese fugaz contacto fue suficiente para dejarla sin aliento una vez más.

Mientras avanzaba por el camino, intentó respirar con normalidad, pero podía sentir todavía su mirada sobre ella. Luego, oyó el roce de las botas cuando se dio la vuelta y el sonido de unos firmes pasos cuando él echó a andar por la acera. Inspiró finalmente y luego exhaló aliviada. ¿Qué tenía Trentham que la ponía tan al límite?

¿Al límite de qué?

Todavía sentía el contacto de aquellos firmes dedos y de su palma levemente callosa sobre la mano, un sensual recuerdo grabado en su mente. Un recuerdo la inquietaba, pero, como antes, resultó esquivo. No se habían visto nunca antes, de eso estaba segura. Sin embargo, algo en él le resultaba familiar.

Negando con la cabeza, subió la escalera del porche y, decidida, obligó a su mente a centrarse en las tareas que había dejado a la espera.

Tristan caminó con paso firme por Motcomb Street hacia el grupo de locales entre los que se encontraba el despacho de Earnest Stolemore, agente inmobiliario y administrador. La conversación con Leonora Carling había agudizado sus sentidos y había despertado instintos que, hasta hacía poco, eran elementos clave en su cotidianidad. Y es que, en un pasado reciente, su vida había dependido de esos instintos, de entender el mensaje con precisión y reaccionar del modo correcto.

No estaba seguro de qué pensar de la señorita Carling, o de Leonora, que era como él pensaba en ella, lo cual era lógico, dado que había estado observándola en silencio durante tres semanas. Físicamente era más atractiva de lo que había deducido a distancia. Su pelo era una mata de color caoba en la que brillaban vetas granates, y sus inusuales ojos azules eran grandes y almendrados bajo unas oscuras cejas delicadamente perfiladas. Tenía la nariz recta, elegantes facciones, pómulos altos y una piel clara y tersa. Pero eran sus labios los que marcaban la pauta: carnosos, generosamente curvados, de un rosa oscuro, una tentación para que un hombre los tomara y los saboreara.

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