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Stephanie Laurens: La Prometida Perfecta

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Stephanie Laurens La Prometida Perfecta

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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Durante los últimos tres meses, su familia y ella habían estado sometidos a un resuelto acoso con el objetivo de convencerlos de que vendieran la casa. Primero se había producido un acercamiento a través de un agente local. Lo que en un principio había sido una tenaz persuasión por parte del mismo y sus argumentos había degenerado en agresividad y belicosidad. A pesar de todo, Leonora al fin había convencido al hombre, y se suponía que también a sus clientes, de que su tío no vendería.

Sin embargo, su alivio duró poco.

En cuestión de semanas, se habían producido dos intentos de robo en la casa. Ambos se habían visto frustrados, uno por los sirvientes y el otro por Henrietta . Aun así, Leonora habría descartado los sucesos como coincidencias de no ser por los siguientes ataques que ella misma había sufrido.

Eso había sido mucho más aterrador.

Sólo le había explicado esos incidentes a Harriet. A nadie más, ni a su tío Humphrey ni a su hermano Jeremy ni a ningún otro miembro del servicio. No serviría de nada poner nervioso al personal, y respecto a su tío y su hermano, si lograba que creyeran que los incidentes habían ocurrido realmente y no eran producto de la imaginación femenina, se limitarían a restringir sus movimientos, comprometiendo aún más su capacidad para lidiar con el problema, identificar a los responsables, averiguar sus motivos y asegurarse así de que no se producían más incidentes.

Ése era su objetivo y esperaba que el caballero de la casa de al lado la hiciera avanzar un paso más en su camino.

Cuando alcanzó la alta verja de hierro forjado instalada en el también alto muro de piedra, la abrió, salió a toda prisa, giró a la derecha hacia el número 12… y se topó con un monumento andante.

– ¡Oh!

Chocó violentamente con un cuerpo que parecía hecho de roca, que no retrocedió ni un centímetro, pero reaccionó a una velocidad de vértigo. Unas duras manos le sujetaron los brazos por encima de los codos. Saltaron chispas a causa de la colisión. Desde el punto en que los dedos la agarraban, las sensaciones se dispararon.

La sujetó, evitando que cayera, y también atrapándola.

Leonora se quedó sin respiración. Sus ojos, abiertos como platos, se toparon y luego se quedaron fijos en una dura mirada color avellana, una mirada sorprendentemente penetrante. Cuando se dio cuenta, el hombre parpadeó y unos pesados párpados descendieron para ocultar sus ojos. Aquel rostro, que hasta el momento parecía cincelado en granito, se suavizó en una expresión de natural encanto.

Los labios fueron lo que más cambió. Pasaron de una rígida y decidida línea a una curvada y seductora movilidad.

Le sonrió.

Leonora volvió a mirarlo a los ojos y se ruborizó.

– Lo siento mucho. Le ruego que me disculpe. -Nerviosa, retrocedió e intentó soltarse. Los dedos de él aflojaron su sujeción y sus manos se deslizaron por su piel. ¿Fue su imaginación o el movimiento había sido reacio? Se le puso la piel de gallina y se estremeció. Extrañamente jadeante, se apresuró a añadir-: No le he visto venir…

Dirigió la mirada hacia el número 12. Se dio cuenta de dónde venía él y que los árboles del muro de separación entre ambas casas debían de haberlo ocultado durante su examen previo de la calle.

Su aturullamiento se evaporó de repente; lo miró.

– ¿Es usted el caballero del número doce?

Ni siquiera parpadeó. Aquel rostro que poseía tanto encanto, no reflejó ni un ápice de sorpresa ante el extraño saludo, casi una acusación en el tono. El caballero tenía el pelo castaño, un poco más largo de lo que dictaba la moda; sus rasgos poseían un aire claramente aristocrático. Pasó un segundo, breve pero ostensible, luego, él inclinó la cabeza.

– Tristan Wemyss. Conde de Trentham, para mi desgracia. -Dirigió la mirada a la verja abierta detrás de ella-. ¿Debo suponer que vive ahí?

– Exacto. Con mi tío y mi hermano. -Levantó la barbilla, tomó aire y clavó los ojos en los del hombre, que resplandecían verdes y dorados bajo las oscuras pestañas-. Me alegra encontrarle. Deseaba preguntarle si usted y sus amigos son los compradores que intentaron adquirir la casa de mi tío el pasado mes de noviembre a través del agente Stolemore.

Él volvió a dirigir la mirada a su rostro y lo estudió como si pudiera ver mucho más de lo que a ella le gustaría. Era alto, de hombros anchos. Aunque el escrutinio al que la sometía no le dio oportunidad a Leonora de fijarse más, la impresión recibida era de una fachada elegante tras la cual se escondía una fuerza inesperada. Sus sentidos habían registrado la contradicción entre el aspecto del caballero y cómo éste había reaccionado cuando se topó con él.

Ni el nombre ni el título le decían nada todavía; lo comprobaría más tarde en Debrett's. Lo único que le pareció fuera de lugar fue el leve bronceado de su piel… Se le ocurrió una idea pero, presa de su mirada, no pudo precisarla. El pelo le caía en suaves ondas sobre los hombros y enmarcaba una amplia frente sobre unas arqueadas cejas oscuras que, en ese momento, se encontraban fruncidas.

– No -dijo él y, tras una leve vacilación, añadió-: Un conocido nos habló de que el número doce estaba en venta. Stolemore llevaba el asunto, en efecto, pero nosotros tratamos directamente con los propietarios.

– Oh. -La seguridad de Leonora desapareció y su actitud beligerante se desinfló. Así y todo, se sintió obligada a insistir-: Entonces, ¿ustedes no estaban tras las ofertas anteriores? ¿O los otros incidentes?

– ¿Ofertas anteriores? ¿Debo suponer que alguien tenía interés en comprar la casa de su tío?

– Sí. Mucho interés. -Casi la habían vuelto loca-. Sin embargo, si no fue usted ni sus amigos… -Se detuvo-. ¿Está seguro de que ninguno de ellos…?

– Muy seguro. Estuvimos juntos en esto desde el principio.

– Ya veo. -Decidida, tomó aire y alzó la barbilla aún más. El caballero le sacaba una buena cabeza de altura, con lo cual le resultaba difícil adoptar una actitud reprobadora-. En ese caso, me siento obligada a preguntarles qué pretenden hacer con el número doce, ahora que lo han comprado. Entiendo que ni usted ni ninguno de sus amigos usarán la propiedad como residencia.

Sus pensamientos, sus sospechas, se reflejaban claramente en sus maravillosos ojos claros. El tono era deslumbrante, ni violeta ni azul; a Tristan le parecieron del color índigo típico de las horas crepusculares. Su inesperada aparición, el breve, demasiado breve, momento de la colisión, cuando, contra todo pronóstico, la dama había caído en sus brazos… teniendo en cuenta sus anteriores pensamientos sobre ella, teniendo en cuenta su obsesión, que había ido aumentando a lo largo de las semanas, mientras, desde la biblioteca del número doce, la observaba pasear por el jardín; en definitiva, su repentina aparición lo había descolocado.

Pero la obvia dirección de los pensamientos de la joven lo hizo volver a centrarse de inmediato.

Tristan arqueó una ceja con un gesto levemente altivo.

– Mis amigos y yo sólo deseamos un lugar tranquilo donde reunirnos. Le aseguro que nuestros intereses no son en absoluto indignos, ilícitos ni… -Iba a decir «socialmente inaceptables», pero las matronas de la buena sociedad probablemente no estarían de acuerdo. Así que, mirándola a los ojos, continuó con elocuencia-: Ni provocarán el escándalo de nadie, ni siquiera de los más mojigatos.

Pero sus palabras, en vez de tranquilizarla, hicieron que entonase los ojos e insistiera:

– Pensaba que para eso estaban los clubes de caballeros. Hay muchos establecimientos así a pocas manzanas de aquí, en Mayfair.

– Cierto. Sin embargo, nosotros deseamos gozar de cierta intimidad. -No le explicaría las razones de la creación del club, por lo que, antes de que pudiera pensar en algún modo de sondearlo más, Tristan tomó la iniciativa-. Esa gente que intentó comprar la casa de su tío ¿fue muy insistente?

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