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Stephanie Laurens: La Prometida Perfecta

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Stephanie Laurens La Prometida Perfecta

La Prometida Perfecta: краткое содержание, описание и аннотация

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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No es que él tuviera ningún interés por la horticultura; era la dama quien le interesaba, con su fluido y grácil andar, y aquel modo en que ladeaba la cabeza para examinar una flor. Llevaba el pelo, del color de la rica caoba, recogido en forma de corona sobre la cabeza; desde esa distancia, Tristan no podía adivinar su expresión. Sin embargo, su rostro era un pálido óvalo de rasgos delicados y puros.

Un perro lobo, peludo y atigrado, resopló ociosamente, pegado a sus talones; el can a menudo la acompañaba cuando salía fuera a pasear.

Los instintos depurados y fiables de Tristan le decían que ese día la dama no prestaba especial atención a lo que hacía, se la veía distraída, parecía estar matando el tiempo mientras esperaba algo. O a alguien.

– ¿Milord?

Se volvió. Estaba de pie junto al ventanal de la biblioteca, en el primer piso del número 12 de Montrose Place. Sus seis compañeros y él, los miembros del club Bastion, habían comprado la casa tres semanas antes y estaban preparándola para que les sirviera como fortaleza privada, como último bastión contra las casamenteras de la alta sociedad. La propiedad era perfecta para sus necesidades. Estaba situada en la tranquila zona de Belgravia, a pocas manzanas de la esquina sudeste del parque, más allá de Mayfair, donde todos ellos poseían casa.

La ventana de la biblioteca daba al jardín trasero, y también al de la mansión de al lado, el número 14, más grande que el de ellos, donde vivía la dama en cuestión.

Billings, el carpintero a cargo de las reformas, estaba en la puerta, estudiando un maltrecho papel.

– Ya casi hemos acabado con todo el trabajo nuevo, excepto esa serie de armarios del despacho -dijo Billings alzando la vista-. Quizá podría echarle una ojeada a la lista y ver si hemos captado bien la idea. Luego empezaríamos a pintar, pulir y limpiar para que su gente pueda instalarse.

– Muy bien -respondió Tristan-. Ahora voy. -Lanzó una última mirada al jardín de al lado y vio a un chico rubio que corría hacia aquella dama. La vio volverse, expectante, aguardando las noticias que era evidente que había estado esperando.

No tenía ni idea de por qué la encontraba tan fascinante; en general, prefería a las rubias de busto más generoso y, a pesar de su desesperada necesidad de conseguir una esposa, esa dama era demasiado mayor para estar todavía en el mercado; sin duda ya estaría casada.

Apartó la mirada de ella.

– ¿Cuánto cree que falta para que la casa esté habitable?

– Unos pocos días más, quizá una semana. La parte del sótano ya casi está terminada.

Tristan le indicó a Billings que salieran y lo siguió fuera de la biblioteca.

– ¡Señorita, señorita! ¡El caballero está aquí!

«¡Al fin!» Leonora Carling tomó aire. Se irguió. Sentía la columna rígida por la anticipación, luego se relajó para sonreírle al limpiabotas.

– Gracias, Toby. ¿Es el mismo caballero de la otra vez?

Toby asintió.

– El que Quiggs dijo que era uno de los dueños.

Quiggs era un oficial de carpintero que trabajaba en la casa de al lado; Toby, siempre curioso, se había hecho amigo del hombre y, a través de él, Leonora había descubierto lo suficiente sobre los planes de los caballeros que habían comprado la casa de al lado como para decidir que necesitaba saber más. Mucho más.

El chico, despeinado y con las mejillas encendidas por el viento, brincaba sobre un pie y otro.

– Tendrá que darse prisa si quiere alcanzarlo, porque Quiggs me ha dicho que Billings iba a comentar algunas cosas con él y que luego lo más probable era que se marchara.

– Gracias. -Leonora le dio a Toby unas palmaditas en el hombro e hizo que la acompañara mientras se encaminaban a paso rápido hacia la puerta trasera. Henrietta , su perra, trotaba detrás de ellos-. Iré ahora mismo. Me has sido de mucha ayuda. Veamos si podemos convencer a la cocinera de que te mereces una tartaleta con mermelada.

– ¡Vaya! -Toby abrió los ojos como platos; las tartaletas con mermelada de la cocinera eran legendarias.

Harriet, la doncella de Leonora, estaba esperando en el pasillo, al otro lado de la puerta trasera. Trabajaba en la casa desde hacía muchos años y era una mujer tranquila pero sagaz, con una mata de rizado pelo pelirrojo. Leonora envió a Toby a la cocina a buscar su recompensa; Harriet esperó a que el chico no pudiera oírla para preguntar:

– No cometerá ninguna imprudencia, ¿verdad?

– Por supuesto que no. -Leonora echó una mirada a su vestido y se pellizcó el corpiño-. Pero debo averiguar si los caballeros de la casa vecina son los mismos que ya quisieron esa casa antes.

– ¿Y si lo son?

– Si lo son, o bien estaban detrás de los incidentes, y en ese caso éstos cesarán, o no saben nada de los intentos de robo ni de los demás sucesos, entonces… -Frunció el cejo, luego pasó junto a Harriet-. Debo irme. Toby dice que se marchará pronto.

Ignorando la preocupada mirada de su doncella, Leonora atravesó a toda prisa la cocina. Empujó la puerta batiente que daba al vestíbulo delantero, mientras indicaba con un gesto de la mano que de inmediato regresaría para ocuparse de las habituales consultas domésticas de la cocinera, de la señora Wantage, su ama de llaves, y de Castor, el viejo mayordomo de su tío.

Castor la siguió.

– ¿Debo llamar un coche de alquiler, señorita? ¿O desea un lacayo…?

– No, no. -Cogió su capa, se la colocó sobre los hombros y se ató rápidamente las cintas-. Voy a salir un minuto a la calle, volveré en seguida.

Descolgó el sombrero del perchero, se lo puso y se anudó con presteza los lazos ante el espejo del vestíbulo. Estudió su aspecto. No estaba perfecta, pero bastaría. Interrogar a caballeros desconocidos no era algo que hiciera a menudo; así y todo, no estaba dispuesta a acobardarse ni a temblar. La situación era demasiado seria.

Se volvió hacia la puerta.

Castor se encontraba de pie ante ella, con un vago fruncimiento de cejo.

– ¿Dónde debo decir que ha ido si sir Humphrey o el señor Jeremy preguntan?

– No lo harán, pero si lo hacen, diles que he ido de visita a la casa de al lado. -Pensarían que había ido al número 16, no al 12.

Henrietta estaba sentada junto a la puerta, con sus brillantes ojos clavados en ella, la boca abierta y la lengua colgando, a la expectativa.

– Quédate aquí.

La perra soltó un aullido, se dejó caer al suelo pesadamente y, con evidente disgusto, apoyó la cabeza sobre las patas.

Leonora la ignoró e hizo un gesto impaciente hacia la puerta. En cuanto Castor la abrió, se apresuró a salir al porche delantero. En lo alto de los escalones, se detuvo para examinar la calle; como esperaba, estaba desierta. Aliviada, descendió rápidamente al mundo de fantasía del jardín delantero.

Normalmente, el jardín la habría distraído, al menos lo habría mirado y se habría fijado en él, pero ese día, mientras recorría el camino de entrada, apenas contempló los arbustos, las brillantes bayas que apuntaban en las desnudas ramas, la profusión de extrañas hojas, similares a encaje, que crecían en él. Ese día, la fantástica creación de su primo lejano Cedric Carling no logró retrasar su precipitado avance hacia la verja delantera.

Según había oído Toby, los nuevos propietarios del número 12 eran un grupo de lores, pero quién sabía. Como mínimo, parecían ser caballeros de la buena sociedad. Estaban reformando la casa, pero ninguno de ellos planeaba vivir en ella, una circunstancia sin lugar a dudas extraña y claramente sospechosa. Eso, combinado con todo lo demás que había estado sucediendo, la había hecho decidirse a descubrir si había alguna relación entre ambas cosas.

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