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Stephanie Laurens: La Prometida Perfecta

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Stephanie Laurens La Prometida Perfecta

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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Así lo hicieron, y todo el que los vio, dio por sentado que al uno lo habían enviado a buscar al otro para algún propósito secreto pero de gran importancia; los sirvientes se apresuraron a entregarles los abrigos y salieron al frío de la noche.

Una vez fuera, los dos se detuvieron, tomaron una profunda bocanada de aire para aliviar los pulmones del ambiente cargado y sofocante, intercambiaron una leve sonrisa y echaron a andar por la calle.

El Pavilion se encontraba en North Street. Giraron a la derecha y avanzaron con los relajados andares de unos hombres que sabían que se dirigían a Brighton Square y luego a las afueras. Al llegar a las estrechas calles adoquinadas, flanqueadas por casitas de pescadores, se colocaron uno detrás de otro y en cada cruce cambiaban de posición, con los ojos siempre atentos, estudiando las sombras. Si alguno de los dos fue consciente de que estaban en casa, en tiempo de paz, de que ya no eran fugitivos, de que ya no estaban en guerra, no lo comentó ni intentó evitar aquel comportamiento que se había convertido en algo natural para ambos.

Se dirigieron hacia el sur, hacia el sonido del mar, que susurraba en la oscuridad más allá de la orilla. Finalmente, giraron hacia Black Lion Street. Al final de la calle se encontraba el canal, la frontera más allá de la cual habían vivido la mayor parte de la última década. Se detuvieron bajo el bamboleante cartel del Ship and Anchor, con los ojos fijos en la oscuridad enmarcada por las casas del final de la calle. El viento les llevó el perfume al mar, al agua salada, el familiar olor de las algas, tan penetrante.

Los recuerdos los retuvieron a ambos durante un instante; luego, como si fueran una sola persona, se volvieron. Christian empujó la puerta y entraron.

La calidez los envolvió, los sonidos de voces inglesas, el olor con toques de lúpulo de la buena cerveza de su tierra. Los dos se relajaron y se liberaron de una indefinible tensión. Christian se acercó a la barra.

– Dos jarras de tu mejor cerveza.

El dueño asintió a modo de saludo y les sirvió rápidamente.

Christian miró hacia la puerta entrecerrada que había tras la barra.

– Nos sentaremos en tu salita privada.

El dueño lo miró, dejó las espumosas jarras sobre la barra y lanzó una rápida mirada a la puerta de la salita.

– Por mí no hay problema, señor, pero hay un grupo de caballeros ya dentro y puede que no reciban con agrado a unos desconocidos.

Christian arqueó las cejas, estiró la mano hacia la portezuela del mostrador, la levantó y pasó tras él mientras cogía una jarra.

– Nos arriesgaremos.

Tristan ocultó una sonrisa llena de picardía, tiró unas monedas sobre la barra para pagar las cervezas, cogió la segunda jarra y siguió a Christian.

Se encontraba ya junto a su amigo cuando éste abrió la puerta de par en par.

El grupo reunido alrededor de dos mesas se volvió para mirar; cinco pares de ojos se clavaron en ellos. Y cinco sonrisas les dieron la bienvenida.

Charles St. Austell se recostó en la silla colocada en el extremo de una de las mesas y con un gesto magnánimo de la mano les indicó que entraran.

– Sois mejores hombres que nosotros. Estábamos a punto de apostar cuánto tiempo lo soportaríais.

Los demás se pusieron de pie para poder reorganizar las mesas y sillas. Tristan cerró la puerta, dejó su jarra de cerveza y luego se unió a la tanda de presentaciones.

Aunque todos habían servido a las órdenes de Dalziel, nunca habían coincidido los siete juntos. Cada uno conocía a alguno de los demás, pero ninguno los conocía a todos.

Christian Allardyce, el mayor y el más veterano, había trabajado en el este de Francia, a menudo en Suiza, Alemania y en los otros estados más pequeños y principados; con su tez clara y su facilidad para los idiomas, tenía un talento innato para ese entorno.

Tristan había servido de un modo más general, a menudo en el centro de la acción, en París y en las principales ciudades industriales; su fluidez con el francés, además del alemán y el italiano, su pelo castaño, ojos pardos y su natural encanto habían resultado de gran utilidad para él y para su país.

Nunca había coincidido con Charles St. Austell, el que más llamaba la atención del grupo por su aspecto. Con aquellos largos rizos negros y sus centelleantes ojos azul oscuro, Charles atraía como un imán a las damas, tanto mayores como jóvenes. Era medio francés y contaba con la lengua y el ingenio necesarios para aprovechar al máximo sus atributos físicos; había sido el principal espía de Dalziel en el sur de Francia, en Carcasonne y Toulouse.

Gervase Tregarth, originario de Cornualles, de pelo castaño rizado y unos agudos ojos color avellana, había pasado, según descubrió Tristan, la mayor parte de la última década en Bretaña y Normandía. Conocía a St. Austell, pero nunca habían coincidido en ninguna misión.

Tony Blake era otro vástago de una casa inglesa que también era medio francés. De pelo y ojos negros, era el más elegante del grupo. Sin embargo, bajo aquella afable apariencia había una gran astucia subyacente; era el espía que Dalziel había usado con más frecuencia para interceptar y desbaratar las redes del espionaje francés, una empresa espantosamente peligrosa, centrada en los puertos franceses del norte. Que Tony estuviera vivo era una prueba de su valía.

Jack Warnefleet en apariencia era un enigma; se le veía tan abiertamente inglés, tan asombrosamente apuesto, con su pelo castaño y los ojos pardos, que era difícil imaginar que hubiera logrado infiltrarse sin problemas en todos los niveles del transporte francés y en muchos acuerdos de negocios. Era incluso más camaleónico que los demás, con una alegre y amistosa cordialidad en la que pocos veían algo más.

Deverell fue el último a quien Tristan estrechó la mano; un caballero agradable, de sonrisa fácil, pelo castaño oscuro y ojos verdosos. A pesar de ser extraordinariamente apuesto, poseía la habilidad de pasar desapercibido en cualquier grupo. Había servido casi exclusivamente en París y nunca había sido detectado.

Una vez acabadas las presentaciones, se sentaron. Un fuego ardía alegremente en un rincón cuando se acomodaron a la parpadeante luz alrededor de la mesa, casi hombro con hombro.

Todos eran hombres corpulentos; todos habían sido, en algún momento, soldados de la Guardia Real en un regimiento u otro, antes de que Dalziel los encontrara y convenciera para que sirvieran a través de su despacho. Aunque tampoco era que hubiera tenido que esforzarse mucho para persuadirlos.

Mientras saboreaba el primer sorbo de cerveza, Tristan recorrió con la mirada la mesa. En apariencia, todos eran diferentes. No obstante, aparte de lo físico, se parecían mucho. Todos eran caballeros nacidos en alguna familia aristocrática, todos poseían cualidades, habilidades y talentos similares, aunque en distinta proporción. Lo más importante, sin embargo, era que todos ellos eran capaces de jugar con el peligro, hombres que aceptarían el reto de un compromiso a vida o muerte sin pestañear, y no sólo eso, sino que lo harían con una confianza innata y cierta arrogancia temeraria.

Había más de un toque de salvaje aventurero en cada uno de ellos. Y eran leales hasta la médula.

Deverell dejó la jarra sobre la mesa.

– ¿Es cierto que todos nos hemos retirado? -Hubo asentimientos de cabeza y miradas alrededor de la mesa; Deverell sonrió-. ¿Es demasiado grosero preguntar por qué? -Miró a Christian-. En tu caso, ¿supongo que el Allardyce que sigue a tu nombre debe convertirse ahora en Dearne?

Christian inclinó la cabeza con gesto irónico.

– En efecto. Cuando mi padre murió y heredé el título, cualquier otra alternativa se evaporó. De no haber sido por Waterloo, ya estaría metido en temas de ovejas y ganado y, por si fuera poco, sin duda con el yugo del matrimonio al cuello.

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