Stephanie Laurens - La Prometida Perfecta

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente.
Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio.
Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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No se le había escapado su propia reacción instantánea, ni la de ella. Su respuesta, sin embargo, lo intrigaba; era casi como si Leonora no hubiera reconocido aquel fogonazo de sensualidad como lo que era. Lo que hacía que se planteara ciertas cuestiones fascinantes que seguramente se sentiría tentado de tratar más adelante. No obstante, en ese momento eran los hechos concretos que le había revelado lo que ocupaba su mente.

Era probable que los robos frustrados fueran fruto de la fantasía de una imaginación femenina demasiado activa, estimulada por lo que él asumía que habrían sido las tácticas intimidatorias de Stolemore para intentar lograr la venta de la casa.

La joven incluso podría haberse imaginado todos los incidentes.

Aunque su instinto le susurraba lo contrario.

En su anterior ocupación, interpretar las verdaderas intenciones de la gente, valorarla, había sido crucial, por lo que hacía mucho tiempo que se había convertido en un experto en la materia, y juraría que Leonora Carling era una mujer práctica y tenaz, con un saludable sentido común. Desde luego, no era de las que se sobresaltaban ante cualquier sombra, y mucho menos iba a imaginar robos inexistentes.

Si su suposición era correcta, y éstos estaban relacionados con el deseo del cliente de Stolemore de comprar la casa de su tío, entonces…

Tristan entornó los ojos. Toda la imagen de por qué había salido para desafiarlo se formó en su mente. No lo aprobaba, no lo aprobaba en absoluto. Con rostro tenso, siguió caminando.

Ante la fachada pintada de verde del negocio de Stolemore, los labios de Tristan se curvaron. Nadie que hubiera visto ese gesto lo habría definido como una sonrisa. Vio su reflejo en el cristal de la puerta cuando alargó el brazo hacia el pomo, y cuando lo giró, adoptó una expresión más tranquilizadora. Sin duda, Stolemore satisfaría su curiosidad.

La campanilla de la puerta sonó.

Tristan entró. La rotunda figura de Stolemore no se hallaba tras su escritorio. El pequeño despacho estaba vacío. Había otra entrada frente a la principal, oculta por una cortina, que daba a la diminuta casa de la cual el despacho era la sala de estar.

Tristan cerró la puerta y esperó, pero no se oyeron pasos apagados, ni tampoco los pesados andares del corpulento agente.

– ¿Stolemore? -Su voz resonó, mucho más fuerte que la campanilla. Volvió a esperar. Pasó un minuto y aún no se oyó ningún ruido.

Nada.

Tenía una cita, una a la que Stolemore no habría faltado. Llevaba el cheque del pago final de la casa en el bolsillo y, por el modo en que se había negociado la venta, Tristan sabía que la comisión del agente salía de ese último pago.

Con las manos en los bolsillos del abrigo, se quedó quieto, de espaldas a la puerta y con la mirada fija en la fina cortina que tenía delante.

Estaba claro que algo no iba bien.

Tristan centró toda su atención en la entrada oculta y luego avanzó hacia la cortina, despacio, en absoluto silencio. Levantó un brazo y la descorrió bruscamente al tiempo que atravesaba el umbral.

El tintineo de los aros de la cortina se apagó.

Un estrecho pasillo en penumbra se extendía ante él. Tristan se mantuvo con la espalda pegada a la pared. Unos pasos más allá, llegó a una escalera tan estrecha que se preguntó cómo podía Stolemore subir por ella. Vaciló, pero al no oír ningún ruido que llegara del piso de arriba ni percibir ninguna presencia, continuó por el pasillo.

Éste acababa en una diminuta cocina adosada a la parte posterior de la casa.

Una figura estaba tendida en el suelo al otro extremo de la desvencijada mesa que ocupaba la mayor parte del espacio. Por lo demás, la estancia estaba desierta.

Se trataba de Stolemore. Había sido salvajemente golpeado.

En la casa no había nadie más. Tristan estaba lo bastante seguro como para prescindir de la cautela. Por el aspecto de los moretones en el rostro del agente lo habían atacado hacía algunas horas.

Había una silla volcada. Tristan la puso bien mientras rodeaba la mesa, luego hincó una rodilla y se agachó junto a Stolemore. Un breve examen le confirmó que estaba vivo pero inconsciente. Parecía que hubiese intentado acercarse a la bomba de agua que había al fondo de la pequeña cocina. Tristan se levantó, buscó un cuenco, lo colocó debajo del caño y le dio a la bomba. Del bolsillo del abrigo del agente, pulcramente vestido, sobresalía un gran pañuelo, lo cogió y lo usó para mojarle la cara.

El hombre se movió, luego abrió los ojos.

Su gran cuerpo se tensó y el pánico destelló en sus ojos. Cuando enfocó la mirada, reconoció a Tristan.

– Oh. ¡Ah! -Hizo una mueca de dolor y luego se esforzó por incorporarse.

Tristan lo cogió del brazo y lo levantó.

– No intente hablar aún. -Lo ayudó a sentarse en una silla-. ¿Tiene brandy?

Stolemore señaló un armario. Él lo abrió, encontró la botella y un vaso y sirvió una generosa cantidad. Empujó el vaso hacia el hombre, volvió a cerrar la botella y la dejó sobre la mesa, delante del agente.

Luego, deslizó las manos dentro de los bolsillos del abrigo y se apoyó en el estrecho banco mientras le daba a Stolemore un minuto para recuperarse.

Pero sólo un minuto.

– ¿Quién ha sido?

El hombre lo miró a través de un ojo medio cerrado. El otro lo tenía completamente oculto bajo la hinchazón. Bebió otro sorbo de brandy y murmuró:

– Me he caído por la escalera.

– Se ha caído por la escalera, ha chocado contra una puerta, se ha dado con la cabeza en la mesa… Ya veo.

Stolemore alzó la mirada hacia él fugazmente, luego volvió a bajarla al vaso y la mantuvo allí.

– Ha sido un accidente.

Tristan dejó que pasara un momento, luego dijo en voz baja:

– Si usted lo dice.

Ante la estremecedora nota de amenaza en su voz, el agente lo miró al tiempo que abría la boca. Ahora tenía el ojo totalmente abierto y empezó a hablar atropelladamente:

– No puedo decirle nada… Estoy obligado a mantener la confidencialidad. No les afecta a ustedes en absoluto. Se lo juro.

Tristan interpretó lo que pudo de su expresión, algo difícil, debido a la inflamación y los moretones.

– Entiendo. -Quienquiera que le hubiera pegado al hombre era un principiante; él o, de hecho, cualquiera de sus ex colegas, podrían haber infligido daños mucho mayores y, sin embargo, haber dejado muchas menos marcas.

Pero dado el estado de Stolemore, era inútil seguir por ahí, porque se limitaría a volver a perder la conciencia.

Metió la mano en el bolsillo y sacó el cheque.

– He traído el pago final, como acordamos. -Los ojos del hombre se clavaron en el trozo de papel mientras él lo movía a un lado y a otro-. Supongo que tiene la escritura de la casa…

Stolemore gruñó.

– En un lugar seguro. -Despacio, se levantó como pudo de la mesa-. Si espera aquí un minuto, iré a buscarla.

Tristan asintió. Lo observó cojear hasta la puerta.

– No hay prisa.

Una pequeña parte de su mente siguió a Stolemore mientras éste se movía por la casa, identificó su «lugar seguro» como debajo del tercer peldaño. Durante la mayor parte del tiempo, no obstante, se quedó apoyado en el banco, atando cabos en silencio.

Y no le gustó la conclusión a la que llegó.

Cuando el agente regresó, cojeando, con una escritura atada con un lazo en una mano, Tristan se irguió. Extendió una mano autoritaria y Stolemore le entregó el documento. Él deshizo el lazo, desenrolló el papel, lo estudió rápidamente, volvió a enrollarlo y se lo metió en el bolsillo.

El hombre se dejó caer en la silla, resollando.

Tristan lo miró a los ojos. Levantó el cheque que sujetaba entre dos dedos.

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