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Stephanie Laurens: La Dama Elegida

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Stephanie Laurens La Dama Elegida

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y marido.

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Alcanzando la alta puerta de hierro forjado fijada en la alta pared de piedra, tiró para abrirla y pasó a través de ella, doblando a su derecha, hacia el número 12.

Y chocó contra un monumento andante.

– ¡Oh!

Se estrelló contra un cuerpo que parecía de piedra.

No cedió ni una pulgada, pero se movió rápido como un relámpago.

Duras manos cogieron sus brazos por encima de los codos.

Unas chispas llamearon y crepitaron, encendidas por la colisión. La sensación destelló del lugar donde la sujetaban esos dedos.

La mantuvo firme, evitando que cayera.

También la tenía atrapada.

Se le encogieron los pulmones. Sus ojos se agrandaron, se encontraron y se entrelazaron con una dura mirada de color avellana, sorprendentemente aguda. Mientras lo observaba, el hombre pestañeó; sus pesados párpados descendieron, ocultando los ojos. Las líneas de su rostro, hasta ese momento cinceladas en granito, se suavizaron en una expresión de natural encanto.

Sus labios fueron los que experimentaron el mayor cambio… de ser una línea rígida y determinada, pasaron a una curvada y seductora expresividad.

Sonrió.

Ella arrastró la mirada nuevamente hacia sus ojos. Se ruborizó.

– Cuanto lo siento. Le ruego que me disculpe -confundida dio un paso atrás, soltándose de su agarre. Los dedos de él cedieron; sus manos se deslizaron apartándose de ella. ¿Era su imaginación la que catalogó la retirada como reacia? Se le erizó la piel; se le crisparon los nervios. Extrañamente sin aliento, se apresuró a continuar-. No lo vi venir…

Su mirada revoloteó hacia detrás de él… hacia la casa del número 12. Registró el camino de donde venía él, y lo único que podía haberlo ocultado durante su previa exploración de la calle, eran los árboles que estaban a lo largo de la pared que servía de límite entre el número 12 y el número 14.

Su confusión se evaporó abruptamente; lo miró.

– ¿Es usted el caballero del número 12?

El hombre ni siquiera parpadeó; ni un aleteo de sorpresa ante tan extraño saludo, casi una acusación dado su tono, asomó a ese encantador rostro. Tenía el cabello castaño oscuro, y lo llevaba un poco más largo de lo que dictaba la moda; sus facciones poseían una tendencia distintivamente aristocrática. Pasó un instante, breve pero palpable, luego inclinó la cabeza.

– Tristan Wemyss. Trentham, como penitencia -desvió la mirada hacia la reja abierta-. ¿Asumo que usted vive aquí?

– Ciertamente. Con mi tío y mi hermano -alzando la barbilla, aspiró hondo, fijó los ojos en los de él, que eran de un brillante color verde y dorado debajo de sus oscuras pestañas-. Me alegra haberme encontrado con usted. Deseaba preguntarle si usted y sus amigos eran los compradores que pretendieron adquirir la casa de mi tío el pasado mes de noviembre, por mediación del agente Stolemore.

La mirada de él retornó a su rostro, estudiándolo como si pudiera leer en él mucho más de lo que a ella le hubiera gustado. Era alto, de amplios hombros; su escrutinio no le dio oportunidad de evaluarlo más allá de eso, pero la impresión que le dio fue de una tranquila elegancia, una fachada elegante bajo la cual una inesperada fuerza acechaba. Sus sentidos registraron las contradicciones entre cómo se veía y cómo se sentía en el instante en que había chocado contra él.

Ni el nombre ni el título significaban nada para ella aún; más tarde tendría que buscarlos en el Debrett *. Lo único que se le ocurría que estaba fuera de lugar era el leve bronceado que coloreaba su piel… un recuerdo se agitó en su mente, pero, trabada por su mirada, no pudo fijar esa impresión. El cabello le caía en suaves ondas sobre la cabeza, enmarcando una amplia frente sobre unas arqueadas cejas oscuras que ahora se fruncían en un ceño.

– No -dudó, luego agregó-. Oímos que el número 12 estaba a la venta a mediados de enero, a través de un conocido. Es cierto que Stolemore se ocupó de la venta, pero tratamos directamente con los propietarios.

– Oh -su seguridad se evaporó; su beligerancia se desinfló. No obstante se sintió obligada a preguntar-. ¿Así que no eran ustedes los que estaban detrás de las primeras ofertas? ¿O de los otros incidentes?

– ¿Primeras ofertas? ¿Entiendo que alguien estaba ansioso por comprar la casa de su tío?

– Así es. Muy ansioso -casi la había vuelto loca-. Sin embargo, si no eran usted y sus amigos… -hizo una pausa-. ¿Está seguro que ninguno de sus amigos…?

– Muy seguro. Estuvimos juntos en esto desde el principio.

– Ya veo -decidida, aspiró hondo, levantó la babilla aún más alto. Él era una cabeza más alto que ella; era difícil adoptar una postura severa-. En ese caso, siento que debo preguntarle qué piensan hacer con el número 12, ahora que lo han comprado. Entiendo que ni usted ni sus amigos van a establecer su residencia aquí.

Sus pensamientos -sus sospechas- estaban a la vista, claras en sus adorables ojos azules. Su color era sorprendente, no eran ni violetas ni azules; a Tristan le recordaron al color de las vincapervincas a la luz del crepúsculo. Su súbita aparición, el breve -demasiado breve- momento en que chocaron, cuando contra toda probabilidad, había caído en sus brazos… considerando sus previos pensamientos acerca de ella, considerando la obsesión que había ido creciendo en su interior en las pasadas semanas, mientras desde la ventana de la biblioteca del número 12 la había estado observando pasear por el jardín, la abrupta presentación lo había dejado a la deriva.

La obvia dirección que estaban tomando sus pensamientos lo obligaron a volver rápidamente a la tierra.

Enarcó una ceja, con algo de altanería.

– Mis amigos y yo sólo deseamos un sitio tranquilo donde reunirnos. Le aseguro que nuestros intereses no son de ninguna forma nefastos, ilícitos o… -iba a decir “socialmente inaceptables”; pero las matronas de la aristocracia probablemente no hubiesen estado de acuerdo. Sosteniendo su mirada, sustituyó locuazmente lo anterior-, del tipo que causarían un alzamiento de cejas ni siquiera entre los más remilgados.

Lejos de haber sido puesta en su lugar, ella entrecerró los ojos.

– Pensé que para eso estaban los clubes de caballeros. En Mayfair, hay una gran cantidad de establecimientos de ese tipo y está a sólo unas manzanas de aquí.

– Es cierto. Nosotros, sin embargo, valoramos nuestra privacidad -no iba a explicarle las razones de su club. Antes de que ella pudiera pensar en otra forma de sondearlo más, tomó la iniciativa-. Esa gente que trató de comprar la casa de su tío, ¿cómo de insistentes fueron?

La nunca olvidada irritación llameó en sus ojos.

– Demasiado insistentes. Se convirtieron -o mejor dicho, convirtieron al agente- en una verdadera plaga.

– ¿Nunca se dirigieron a su tío personalmente?

Ella frunció el ceño.

– No. Stolemore entregó todas las ofertas, pero eso ya fue suficientemente malo.

– ¿Por qué lo dice?

Como ella vacilaba, él infirió.

– Stolemore fue el agente de la venta del número 12. Voy de camino a hablar con él. ¿Fue él, el que se portó de forma ofensiva, o…?

Ella hizo una mueca.

– Realmente no puedo decir que fuera él. En verdad, sospecho que era la parte para la cual estaba oficiando de intermediario… ningún agente podría continuar en el negocio si habitualmente se comportara de esa forma, y a veces Stolemore parecía avergonzado.

– Ya veo -la miró a los ojos-. ¿Y cuales fueron los otros “incidentes” que mencionó?

No quería decírselo, deseaba no habérselos mencionado jamás; eso fue evidente en sus ojos, en la forma en que frunció los labios.

Impertérrito, Tristan sencillamente esperó; su mirada fija en la de ella, dejó que el silencio se prolongara, adoptó una postura nada amenazadora, pero sí inamovible. Como muchos habían hecho antes, ella captó el mensaje correctamente.

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