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Stephanie Laurens: La Dama Elegida

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Stephanie Laurens La Dama Elegida

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y marido.

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Se dirigieron a un ritmo constante hacia el sur, hacia el sonido del mar, que susurraba en la oscuridad al otro lado de la orilla. Finalmente, giraron hacia Black Lion Street. Al final de la calle estaba el Canal, la frontera tras la cual habían vivido la mayor parte de la pasada década. Se detuvieron bajo el oscilante cartel de The Ship and the Anchor, hicieron una pausa, los ojos fijos en la oscuridad encuadrada por las casas al final de la calle. Hasta ellos llegó el olor del mar, la sal en la brisa y el familiar olor salobre de las algas.

Los recuerdos se apoderaron de ellos por un instante, luego, como uno solo, se dieron la vuelta. Christian abrió con un empujón la puerta y entraron.

El calor los envolvió, junto a los sonidos de voces inglesas y el olor de la buena cerveza inglesa aderezada con lúpulo. Se relajaron, una indefinible tensión los abandonó. Christian se acercó a la barra.

– Dos copas de lo mejor que tengas.

El mesonero asintió en bienvenida y rápidamente preparó las cervezas.

Christian echó un vistazo a la puerta trasera del bar a medias cerrada.

– Nos sentaremos en tu pequeño salón.

El mesonero lo miró, luego colocó las dos espumosas jarras en la barra. Lanzó una rápida mirada a la puerta del salón pequeño.

– En cuanto a eso, señor, estoy seguro de que serían bien recibidos, pero ya hay un grupo de caballeros dentro, y quizás no les gusten los extraños.

Christian alzó las cejas. Alargó la mano para coger la trampilla del mostrador y la levantó, pasando para coger una de las jarras.

– Correremos el riesgo.

Tristan ocultó una sonrisa, tiró unas monedas sobre el mostrador a cambio de las cervezas, levantó la segunda jarra, y siguió a Christian.

Alcanzó a Christian cuando éste hacía oscilar la puerta al pequeño salón.

El grupo reunido alrededor de las dos mesas les miró a la vez; cinco pares de ojos se clavaron en ellos.

Cinco sonrisas se abrieron paso.

Charles St. Austell se reclinó en la silla en el lado más alejado de la mesa y ondeó una mano hacia ellos magnánimamente.

– Sois mejores hombres que nosotros. Estábamos a punto de empezar a apostar cuánto tiempo aguantaríais.

Los otros se levantaron para poder volver a colocar las mesas y las sillas. Tristan cerró la puerta, colocó su jarra en la mesa, y luego se unió a la ronda de presentaciones.

Aunque todos habían servido bajo el mando de Dalziel, nunca habían estado juntos los siete. Cada uno de ellos conocía a alguno; pero ninguno había conocido a todos previamente.

Christian Allardyce, el mayor y el que llevaba más tiempo en el servicio, había operado en el Este de Francia, a veces en Suiza y Alemania, y en otros estados y principados pequeños; con su color rubio y su facilidad para los lenguajes, había parecido natural de aquellos lugares.

Tristan había servido de forma más general, a veces en el centro de las cosas, en París y en las más importantes ciudades industriales; su fluido francés, al igual que su alemán e italiano, su pelo castaño, sus ojos marrones, y su fácil encanto les habían servido bien a él y a su país.

Nunca se había cruzado con Charles St. Austell, en apariencia el más llamativo del grupo. Con sus caídos rizos negros y sus centelleantes ojos azules, Charles era un imán para las mujeres de todas las edades, jóvenes y maduras. Mitad francés, poseía tanta labia como ingenio, que aprovechaba junto a sus atributos físicos; había sido el operativo principal de Dalziel en el sur de Francia, en Carcasonne y Toulouse.

Gervase Tregarth, un nativo de Cornwall de rizado pelo castaño y unos agudos ojos color avellana, había, según tenía entendido Tristan, pasado la mayor parte de la última década en Britania y Normandía. Conocía a St. Austell del pasado, pero nunca se había encontrado con él en el campo de batalla.

Tony Blake era otro vástago de familia inglesa que también era medio francés. De pelo negro, y ojos negros, era el más elegante del grupo, sin embargo, existía una agudeza subyacente bajo su tranquila apariencia; era el operativo que Dalziel había usado más a menudo para interceptar e interferir en la red de espías franceses, una tarea horriblemente peligrosa que se centraba en los puertos del norte de Francia. Que Tony estuviese vivo era testimonio de su valor.

Jack Warnefleet era aparentemente un enigma; parecía tan abiertamente francés, inesperadamente atractivo con su pelo rubio y sus ojos color avellana, que era difícil imaginar que había tenido un completo éxito infiltrándose en todos los niveles de los envíos por barco franceses y en muchas de sus transacciones. Era más camaleónico incluso que el resto de ellos, con una simpatía alegre y campechana tras la que pocos podían ver.

Deverell fue el último hombre al que Tristan estrechó la mano, un caballero bien parecido con sonrisa fácil, el pelo marrón oscuro, y los ojos verdes. A pesar de ser extraordinariamente guapo, poseía la habilidad de mezclarse en cualquier grupo. Había servido casi exclusivamente en Paris y nunca había sido detectado.

Completadas las presentaciones, tomaron asiento. El salón estaba ahora cómodamente repleto; un fuego ardía alegremente en una esquina y bajo su oscilante luz se asentaron alrededor de la mesa, casi hombro con hombro.

Todos eran hombres corpulentos; todos habían sido en algún momento de sus vidas soldados de la guardia real en un regimiento u otro, hasta que Dalziel los encontró y los atrajo al servicio a través de su oficina.

No es que hubiese tenido que esforzarse demasiado para convencerlos.

Saboreando su primer sorbo de cerveza, Tristan recorrió la mesa con la vista. Por fuera, eran todos diferentes, no obstante, definitivamente, bajo la piel todos eran hermanos. Cada uno de ellos era un caballero nacido de algún linaje aristocrático, todos poseían atributos, habilidades y talentos similares, aunque el balance de cada uno era diferente. Sin embargo, lo más importante era que todos eran capaces de jugar con el peligro, eran del tipo de hombres que aceptarían el reto de un combate a vida o muerte sin vacilar, con una confianza innata y una total y despreocupada arrogancia.

Había más que un poco de aventurero arriesgado en cada uno de ellos. Y eran leales hasta los huesos.

Deverell dejó su jarra sobre la mesa.

– ¿Es verdad que todos hemos dimitido? -Hubieron asentimientos e intercambios de miradas alrededor-. ¿Es de buena educación preguntar por qué? -Miró a Christian- En tu caso, ¿asumo que Allardyce se debe haber convertido ahora en Dearne?

Christian inclinó la cabeza irónicamente.

– Así es. Una vez muerto mi padre, y habiendo conseguido su título, cualquier otra elección desapareció. Si no hubiese sido por Waterloo, ya estaría preso en asuntos concernientes a las ovejas y el ganado, y sin duda con grilletes, por si fuera poco.

Su tono, ligeramente disgustado, trajo sonrisas de conmiseración a las caras de los otros.

– Eso suena demasiado familiar. -Charles St. Austell bajó la mirada a la mesa-. Nunca esperé heredar, pero mientras estuve fuera, mis hermanos mayores me fallaron -hizo una mueca-. Así que ahora soy el Conde de Lostwhitiel y, tal y como mis hermanas, mis cuñadas y mi querida madre me recuerdan constantemente, llego bastante tarde al altar.

Jack Warnefleet rió, no exactamente con gracia.

– Aunque sea totalmente inesperado, yo también me he unido al club. El título era esperado -era el del viejo- pero las casas y el dinero llegaron vía una tía abuela que ni sabía que existía, así que ahora, por lo que me han dicho, estoy en lo alto de la lista de deseables y puedo esperar ser perseguido hasta que me rinda y tome una esposa.

-Moi, aussi! *. - Gervase Tregarth asintió hacia Jack-. En mi caso fue un primo que sucumbió a la tuberculosis y murió ridículamente joven, así que ahora soy el Conde de Crowhurst, con una casa en Londres que no he visto y la necesidad, como he sido informado, de conseguirme una esposa y un heredero, dado que soy el último en la línea de sucesión.

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