Stephanie Laurens - Las Razones del Corazón

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Penelope Ashford se ha criado con todas las ventajas: riqueza, posición, y belleza. Sin embargo, dista mucho ser la típica señorita de sociedad: es enérgica, terca y directa hasta las últimas consecuencias; durante años se ha dedicado a dirigir una institución de asistencia para los huérfanos. Pero ahora sus pupilos están desapareciendo misteriosamente. Desesperada, recurre al único hombre que conoce y que podría ayudarla: Barnaby Adair.
Apuesto descendiente de una noble familia, Adair se ha labrado un nombre dentro de la política y en los círculos judiciales. Sus poderes de seducción y observación combinados con pedigrí le han llevado a resolver diversos crímenes de gravedad dentro de la sociedad. Aunque la hace sentirse irritantemente incómoda, Penelope se presenta a altas horas de la noche ante la puerta de su residencia de soltero, decidida a reclutarle para su causa.
Barnaby acepta su desafío, intrigado por su historia tanto como por la mujer, su audaz belleza e innegable intelecto forman un impresionante contraste con las demás señoritas de sociedad, por lo general insípidas. Reclutando la ayuda del inspector Basil Stokes, se infiltran en las calles de Londres. Pero mientras desentrañan el misterio, descubren el rastro de un criminal arraigado en la misma recientemente creada organización para proteger a los londinenses. Y dicho criminal está al tanto de ellos y de sus esfuerzos, y está preparado para amenazar todo lo que aprecian, incluido sus recientes conocimientos sobre las intrigas del corazón humano.

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Finalmente, sin prisas, ajeno a su enojo, se movió. Se hizo a un lado y le ofreció la mano. Aferrándose a sus modales, Penelope se armó de valor y le entregó la suya; no, el efecto de su contacto -de sentir sus largos y fuertes dedos tomar posesivamente los suyos- aún no había menguado. Diciéndose a sí misma con mordacidad que Adair estaba allí a petición suya -ocupando, y con mucho, demasiado espacio en su vida y distrayéndola, -le permitió ayudarla, aunque soltándose en cuanto bajó del coche.

Sin dignarse mirarlo, abrió la marcha señalando la casucha que tenían delante.

– Ahí vivía el señor Monger.

Su llegada, como era natural, había llamado la atención; rostros se asomaban por ventanas mugrientas; manos apartaban colgaduras donde nunca había habido cristales.

Penelope señaló la casa de al lado; había una mesa de madera dispuesta enfrente.

– Su vecino es zapatero remendón. El y su hijo vieron a nuestro hombre.

Barnaby vio que un tipo andrajoso los miraba desde debajo del toldo que protegía la mesa. Penelope fue a su encuentro; él la siguió pisándole los talones. Si ella reparaba en la miseria y la suciedad que la rodeaba, por no mencionar los olores, no dio la menor muestra de ello.

– Señor Trug. -Penelope saludó al zapatero con un gesto de asentimiento y éste, receloso, inclinó la cabeza. -Le presento al señor Adair, experto en investigar sucesos extraños como la desaparición de Dick. Aun a riesgo de importunarlo, quería pedirle que le explicara cómo era el hombre que se llevó a Dick.

Trug observaba a Barnaby, y éste sabía qué estaba pensando. ¿Qué iba a saber sobre golfillos desaparecidos un encopetado como él?

– ¿Señor Trug? Por favor. Queremos encontrar a Dick cuanto antes.

Trug lanzó una mirada a Penelope y carraspeó.

– Vale, muy bien. Fue ayer por la mañana temprano, apenas era de día. Un hombre llamó a la puerta del viejo Monter. Mi hijo Harry estaba a punto de irse a trabajar. Se asomó y dijo al tipo que Monger estaba muerto y enterrado. -Miró a Barnaby. -Era un tipo bastante educado. Se acercó y explicó que había venido a recoger a Dick. Entonces fue cuando Harry me llamó.

– ¿Qué aspecto tenía ese sujeto?

Trug levantó la vista hacia los rizos rubios de Barnaby.

– Más alto que yo, pero no tanto como usted. Ni tan ancho de espaldas. Un poco más barrigón, aunque fornido.

– ¿Se fijó usted en sus manos?

Trug se mostró sorprendido por la pregunta, pero luego su expresión devino pensativa.

– No tenía pinta de matón, ahora que lo pienso. Y tampoco de peón ni de nada por el estilo… No tenía callos en las manos. Dependiente o… bueno, lo que él dijo. Que trabajaba para las autoridades.

Barnaby asintió.

– ¿Ropa?

– Abrigo grueso, nada especial. Gorra de tela, lo normal. Botas de trabajo como las que llevamos todos los de por aquí.

Barnaby no siguió la mirada de Trug cuando éste la bajó a sus lustrosas botas altas.

– ¿Qué hay de su forma de hablar, de su acento?

Levantando la vista otra vez, Trug pestañeó.

– ¿Acento? Bueno… -Volvió a pestañear y miró a Penelope. -¡Mecachis, en eso no había caído! Era de por aquí. Del East End. Seguro.

Penelope miró a Barnaby.

El la correspondió y luego miró a Trug.

– ¿Su hijo está en casa?

– Sí. -Trug se volvió pesadamente para asomarse al interior. -Ya está de vuelta. Voy a llamarlo.

El hijo corroboró cuanto había dicho su padre. Cuando le pidieron que calculara la edad del intruso, torció los labios antes de pronunciarse.

– No era mayor. Como de mi misma edad; y tengo veintisiete. -Sonrió a Penelope.

Con el rabillo del ojo, Barnaby la vio endurecer su oscura mirada.

– Gracias -dijo Barnaby.

Saludó a los dos Trug con la cabeza y dio un paso atrás.

– Sí, bueno. -El padre Trug volvió a situarse detrás de su banco de trabajo. -Sé que Monger quería que el pequeño Dick se fuera con la dama aquí presente, así que no me parece bien que ese tipo se lo llevara. Quién sabe qué tendrá en mente para él; igual mete al pobre crío a limpiar chimeneas, le guste o no.

Penelope palideció, pero si su expresión cambió fue para mostrar más determinación. También ella se despidió de los Trug.

– Les agradezco su ayuda.

Volviéndose, señaló la casita del otro lado del domicilio del padre de Dick.

– Tendríamos que hablar con la señora Waters -dijo. -Dick pasó la noche con ella, de modo que también habló con ese hombre.

En respuesta a la llamada de la campanilla que había junto a su puerta, la señora Waters salió de las profundidades de su abarrotado hogar. Era toda una madraza de tez rubicunda y pelo gris, lacio y sin vida, que confirmó la descripción de los Trug.

– Sí, unos veinticinco años, diría yo, y era de algún lugar de por aquí, aunque no cercano. Conozco las calles aledañas y no es vecino del barrio, por así decir, pero sí, tal como hablaba, seguro que es un east ender de pura cepa.

– O sea que era demasiado joven para ser alguacil o algo así -dijo Penelope mirando a Barnaby.

La señora Waters soltó un resoplido.

– Qué va, ése ni mandaba ni estaba a cargo de nada, se lo puedo asegurar.

A Barnaby le sorprendió tanta certidumbre.

– ¿Cómo lo sabe?

La mujer arrugó la frente y dijo:

– Porque ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Hablaba con cuidado, con muchísimo cuidado, como si alguien le hubiese enseñado qué decir y cómo decirlo.

– Así que piensa que alguien lo mandó aquí a hacer un trabajo, que era una especie de recadero.

– Exacto -asintió la señora Waters. -Alguien lo mandó a llevarse a Dick, y eso fue lo que hizo. -Su rostro ensombreció y levantó la vista hacia Barnaby. -Encuentre a ese desgraciado y devuélvanos a Dick. Es un buen chico que nunca ha dado problemas, no tiene ni pizca de malicia. No se merece lo que esos cabrones (usted perdone, señorita) se proponían hacer con él.

Barnaby inclinó la cabeza.

– Haré cuanto esté en mi mano. Gracias por su ayuda. -Le tendió la mano a Penelope. -¿Señorita Ashford?

Ella no se la aceptó y, tras despedirse de la señora Waters, se dirigió al coche de punto caminando junto a él. Pero tuvo que aceptar la mano para subir al carruaje. Después de indicar al cochero que regresara al orfanato, Barnaby subió a su vez y cerró la portezuela.

Se dejó caer en el asiento y repasó lo que habían averiguado.

Penelope interrumpió sus pensamientos.

– Entonces es posible que Dick no esté muy lejos. -Con los ojos entornados, parecía mirar sin ver al otro lado del carruaje. -¿Eso le sugiere algo, alguna actividad en concreto?

Barnaby tuvo en cuenta quién era y contestó:

– El East End es una zona muy extensa y densamente poblada. -«Y además está llena de vicio.»

Penelope hizo una mueca.

– Bien… ¿Y ahora qué?

– Si a usted no le importa, me gustaría exponerle lo que sabemos a un amigo, el inspector Basil Stokes de Scotland Yard.

La joven enarcó las cejas.

– ¿La policía? -Le sostuvo la mirada un momento y agregó: -A decir verdad, me cuesta creer que la policía de Peel vaya a manifestar mucho interés por la desaparición de unos niños indigentes.

La sonrisa de Barnaby fue tan cínica como el tono de Penelope.

– En condiciones normales, puede que tenga usted razón. No obstante, Stokes y yo nos conocemos. Además, lo único que haré será ponerlo al corriente de la situación y preguntarle su opinión. Hizo una pausa antes de proseguir. -Cuando se entere de lo que sabemos… -Si Stokes, como Barnaby, sentía el aguijón de la intuición… Pero no era preciso compartir tales ideas con Penelope Ashford. Encogió los hombros. -Ya veremos

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