Catherine Coulter
Los Gemelos Sherbrooke
8° de la Serie Sherbrooke / Novias
The Sherbrooke twins (2004)
¿Quién puede refutar una expresión desdeñosa?
~William Paley
Northcliffe Hall – Agosto, 1830.
James Sherbrooke, Lord Hammersmith, veintiocho minutos mayor que su hermano, se preguntaba si Jason estaría nadando en el Mar del Norte por la costa de Stonehaven. Su hermano nadaba como un pez, sin importar si el agua congelaba sus partes o lo acunaba en un cálido baño. Él diría mientras se sacudía como su sabueso Tulipán, “Bueno, James, eso no importa, ¿verdad? Es bastante parecido a hacer el amor. Puedes estar en una playa arenosa con olas frías mordisqueando los dedos de tus pies, o revolcándote en un colchón de plumas… al final, el placer es el mismo.”
James nunca había hecho el amor en una playa arenosa, pero suponía que su gemelo tenía razón. Jason tenía un modo de decir las cosas que te divertía aun mientras asentías de acuerdo. Jason había heredado ese don, si eso es lo que realmente era, de su madre, quien una vez había dicho mientras miraba amorosamente a James, que había parido un regalo de Dios y ahora era momento de apretar los dientes y parir el otro regalo. Eso le había ganado miradas de puro asombro de sus hijos y, por supuesto, asentimientos, a cuyo punto su padre había dado a ambos una mirada de profunda antipatía, había bufado y dicho: “Mas bien regalos del diablo.”
“Mis preciosos muchachos,” diría ella, “es una pena que sean tan hermosos, ¿verdad? Eso realmente molesta a su padre.”
Ellos la miraban fijamente, pero otra vez, asentían.
James suspiró y se alejó del acantilado que daba al valle Poe, una adorable extensión de verde ondulante, salpicada con árboles de arce y lima divididos por antiguos cercos. El valle Poe estaba protegido por todos sus lados por las bajas colinas Trelow; James siempre creía que algunas de esas extensas colinas redondeadas eran antiguos túmulos. Él y Jason habían construido incontables aventuras acerca de los posibles habitantes de esos túmulos; a Jason siempre le había gustado ser el guerrero que vestía pieles de oso, pintaba su rostro de azul y comía carne cruda. En cuanto a James, él era el chamán que movía sus dedos y hacía que el humo subiera en espiral hacia el cielo, y hacía llover llamas sobre los guerreros.
James dio un paso atrás del borde. Una vez había caído de ese acantilado porque él y Jason habían estado luchando con espadas, y Jason había aplastado su empuñadura contra la garganta de James, y James se había agarrado del cuello y se había sacudido; todo drama y nada de estilo, le había dicho Jason más tarde. Había perdido el pie y se había desplomado por la colina, con los gritos de su hermano maldiciendo. “Estúpido y condenado llorón, ¡no te atrevas a matarte! ¡Fue sólo una herida en el cuello!”
Él había reído aun mientras aterrizaba. Fuerte. Pero gracias a Dios había sobrevivido con sólo una masa de moretones en su rostro y costillas, lo cual había logrado que su tía Melissande, que había estado visitando Northcliffe Hall, chillara mientras le pasaba las manos por el rostro. “Oh, mi querido muchacho, debes cuidar de tu exquisito y perfecto rostro, y yo debería saberlo, ya que es el mío.” Y su padre, el conde, había dicho a los cielos, “¿Cómo puede haber sucedido una cosa semejante?”
Era verdad. James y Jason eran la imagen de su gloriosa tía Melissande, ni un solo cabello rojizo de la cabeza de su madre ni un ojo oscuro de su padre. Todos sus rasgos eran de su tía Melissande, lo cual no tenía sentido para nadie. Excepto su tamaño, gracias a Dios. Ambos eran casi del tamaño de su padre, y eso lo complacía excesivamente. Su madre en realidad había dicho algo al efecto de que, “Un niño debería ser casi tan grande como su padre y casi tan inteligente; es lo que todos los padres desean. Posiblemente también las madres.” Y sus muchachos la habían mirado parpadeando y habían asentido.
James había oído un rumor muchos años atrás, de que su padre había querido casarse con su tía Melissande, y que lo hubiese hecho, si no hubiese sido por su tío Tony, quien se la había robado. James no podía imaginar tal cosa. No que su tío Tony la hubiese robado, sino que su tía Melissande no hubiese preferido a su padre. Su madre había entrado en la brecha, afortunadamente para James y Jason, quienes, aunque encontraban a su tía muy interesante, amaban muchísimo a su madre. Afortunadamente, tenían el cerebro de los Sherbrooke. Su padre se los había dicho muchas veces, “El cerebro es más importante que sus condenados hermosos rostros. Si uno de ustedes olvida eso alguna vez, lo aporrearé hasta el cansancio.”
“Ah, pero sus hermosos rostros son extraordinariamente masculinos,” se había apresurado a agregar su madre, y había palmeado a ambos.
James estaba sonriendo ante ese recuerdo cuando oyó un grito y giró para ver a Corrie Tybourne-Barrett, una molestia que había estado en su vida casi tanto tiempo como llevaba en la suya, montando como un muchacho, con más agallas que cerebro, subiendo la colina, llevando a su yegua Darlene a una abrupta parada a no más de medio metro del borde del acantilado y a sólo treinta centímetros de él. Había que reconocérselo, James ni siquiera se movió. La miró, tan enojado que quería arrojarla al suelo. Pero se las arregló para decir en un tono bastante calmo:
– Eso fue estúpido. Llovió ayer y el suelo no está muy firme. Ya no tienes diez años, Corrie. Debes dejar de comportarte como un muchacho con lodo entre las orejas. Ahora haz retroceder a Darlene, despacio y con calma. Si no estás preocupada por matarte, podrías querer pensar en tu yegua.
Corrie lo miró hacia abajo y dijo:
– Admiro como puedes hablar tan tranquilamente cuando te está saliendo humo por las orejas. No me engañas ni por un segundo, James Sherbrooke.
Lo miró con desdén y chasqueó la lengua a su yegua justo hacia él, casi derribándolo. Él dio un paso al costado, palmeó el hocico de Darlene y dijo:
– Tienes razón. Me está saliendo humo de las orejas. ¿Recuerdas ese día que quisiste probar lo habilidosa que eras y montaste ese semental medio salvaje que mi padre acababa de comprar? Ese maldito caballo casi me mató cuando estaba intentando salvarte, lo cual, como tonto que era, hice.
– No necesitaba que me salvaras, James. Era habilidosa, incluso a los doce años.
– Supongo que planeabas tener las piernas envueltas alrededor del cuello de ese caballo, sosteniéndote, gritando. Ah, esa fue una medida de tu habilidad, ¿cierto? Y no olvides la ocasión en que le dijiste a mi padre que yo había seducido a la esposa del catedrático en Oxford, sabiendo que estaría furioso conmigo.
– Eso no es cierto, James. No estaba furioso, al menos no al principio. Primero quería pruebas, porque dijo que no podía imaginar que fueras tan estúpido.
– No era estúpido, maldita seas. Me llevó dos meses enteros convencer a padre de que era todo obra tuya, y tú te quejaste y lloriqueaste que era sólo una pequeñísima broma.
Ella sonrió.
– Hasta descubrí el nombre de una de las esposas de los catedráticos para hacerlo más creíble.
Él se estremeció, recordando claramente la expresión en el rostro de su padre.
– ¿Quieres saber algo, Corrie? Creo que hace mucho tiempo que alguien debería haberte enseñado lo que son los modales. -Sin advertencia, James la tomó del brazo, la hizo descender del lomo de Darlene y la arrastró hasta una roca. Se sentó y la colocó entre sus piernas. -Esta zurra ha sido necesaria por mucho tiempo.
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