Catherine Coulter - Los Gemelos Sherbrooke

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La saga Sherbrooke continúa con James y Jason Sherbrooke, los gemelos idénticos tan parecidos a su tía Melissande que irrita profundamente al padre de los muchachos, el conde.
James, veintiocho minutos mayor que su hermano es el heredero. Tiene unos profundos y sólidos principios, apasionado estudiante de astronomía, le encanta montar a caballo y, al contrario que a su hermano Jason, le encanta aprender los entresijos de la administración de las propiedades que algún día heredará. Nunca se lanza a ciegas a una aventura, como hace su vecina, Corrie Tybourne Barrett, a la que conoce desde que eran pequeños, y a la que nunca ha visto limpia. Tiempo atrás harto de sus gamberradas y travesuras, y tras un intento de arrojarlo por un precipicio, le propino una buena azotaina.
Una historia algo desalentadora para ambos. Pero cuando el conde, Douglas Sherbrooke recibe amenazas de muerte que llevan directamente a su pasado, y a un George Cadoudal ya muerto hace años, aunque todo apunte hacia esa historia en particular, Corrie, James y Jason unirán fuerzas para descubrir lo que está pasando.

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Antes de que ella pudiese siquiera comenzar a imaginar qué iba a hacerle, James la puso boca abajo sobre sus piernas y llevó la palma de su mano con fuerza sobre su trasero cubierto por pantalones. Corrie jadeó y aulló, luchó pero él era fuerte, estaba más que decidido, y la sostuvo con facilidad.

– Si tuvieses tu falda de montar -golpe, golpe, golpe, -esto no te dolería porque tendrías media docena de enaguas para acolcharte.

Golpe, golpe, golpe.

Corrie luchó contra él, retorciéndose y gritando.

– ¡Detente ahora mismo, James! ¡No puedes hacer esto, idiota! Soy una muchacha, y no soy tu condenada hermana.

– Gracias a Dios por eso. ¿Recuerdas la vez que metiste esa medicina en mi té y mis entrañas fueron agua durante un día y medio?

– No creo que durara tanto. ¡Basta, James, esto no es apropiado!

– Oh, eso es gracioso. ¿No es apropiado, dices? He estado encajado contigo toda tu bendita vida. Recuerdo ver tu pequeño y delgado trasero cuando estabas nadando en el estanque de Trenton. Y también el resto de ti.

– ¡Tenía ocho años!

– No actúas como mucho mayor ahora. Esto, Corrie, es disciplina atrasada. Sólo considera que estoy actuando en el lugar de tu tío Simon.

James se detuvo. Simplemente no podía azotarla otra vez, pese a los desbordantes recuerdos de cosas atroces que ella le había hecho a través de los años. Comenzó a hacerla rodar de su regazo y luego vio las rocas en el piso.

– Oh, maldición, mocosa -le dijo, y la levantó de sus piernas para depositarla sobre sus pies.

Ella se quedó allí parada, frotándose el trasero, mirándolo fijamente. Si las miradas pudieran matar, él estaría muerto a sus pies. James se levantó y sacudió un dedo hacia ella, muy a la manera de un antiguo tutor, el señor Boniface.

– No seas una lastimera miedosa. Tu trasero escose un poco, nada más. -Miró fijamente sus botas un momento y luego dijo: -¿Cuántos años tienes, Corrie? Lo olvido.

Ella lloriqueó, se pasó la mano por la nariz que goteaba, levantó el mentón y dijo:

– Tengo dieciocho.

Él levantó rápidamente la cabeza, horrorizado.

– No, no, eso es imposible. Sólo mírate, un jovencito sin vello que sólo resulta tener un trasero redondeado bajo esos ridículos pantalones que ningún joven que se respete a sí mismo desearía. Bueno, no quise decirlo exactamente de ese modo.

– Tengo dieciocho años. ¿Me oyes, James Sherbrooke? ¿Qué es tan imposible en eso? ¿Y sabes qué más? -Él la miró fijamente, sacudiendo lentamente la cabeza. -¡He tenido un trasero redondeado desde hace al menos tres años! ¿Y sabes qué más?

– ¿Cómo iba a notarlo, con esos pantalones que vistes, embolsando tu trasero? ¿Qué más?

– Eso es importante, James. Tendré una especie de temporada de práctica este otoño. La tía Maybella dice que se llama la Pequeña Temporada. Y eso significa que llevaré vestidos elegantes y medias de seda con ligas para sostenerlas, y zapatos que me elevarán del suelo unos buenos cinco centímetros. Significa que ahora soy adulta. Levantaré mi cabello, me embadurnaré crema para estar suave, y mostraré mi busto.

– Harán falta cubos de crema.

– Tal vez. Pero me suavizaré tarde o temprano y entonces hará falta menos. ¿Y qué?

– ¿Qué busto mostrarás?

Para su absoluto horror, James creyó por un segundo que ella iba a arrancarse la camisa y le mostraría sus pechos, pero gracias a Dios la razón prevaleció y ella dijo, con los ojos como rendijas:

– Tengo un busto, uno muy agradable que sólo resulta estar escondido ahora mismo.

– ¿Escondido dónde? -dijo él mirando alrededor.

Corrie se sonrojó. James se hubiese disculpado si no la hubiera conocido toda su vida; si no la hubiese visto con cinco años y sin dientes incisivos intentando deducir cómo morder una manzana, si no le hubiese asegurado que no estaba muriendo cuando comenzó con su flujo mensual femenino a los trece, y si no hubiese sido el receptor de esa muesca de desdén suya demasiadas veces en años recientes.

Ella clavó sus dedos contra su pecho.

– Está todo aquí, aplastado. Pero cuando los des-aplaste y los enmarque en satén y encaje, una docena de caballeros muy probablemente se desvanezca.

Él probó una de las muecas de Corrie y descubrió que le quedaba bastante bien.

– Sólo en tus tontos sueños serás capaz de des-aplastar tanto. Buen Dios, estoy imaginando una tabla con nudos.

– ¿Una tabla con nudos? Eso es muy malvado de tu parte, James.

– Muy bien, tienes razón. Me disculpo. Lo que debería haber dicho es que pensar en tu pecho des-aplastado aturde mi mente.

– No hay nada más que agua estancada en tu mente. -Ella se enderezó, echó atrás sus hombros, sacó pecho y dijo: -Mi tía Maybella me aseguró que eso sucederá.

Como James había conocido a Maybella Ambrose, Lady Montague, prácticamente desde su nacimiento, no creyó en eso por un instante.

– ¿Qué dijo en realidad?

– Muy bien, la tía Maybella dijo algo acerca de que cuando fuera acicalada apropiadamente no debería avergonzarlos. Siempre y cuando vista azul, como ella.

– Eso suena mejor.

– No me desaires con tus insultos, James Sherbrooke. Conoces a mi tía, es una dama de auténtica modestia. Lo que realmente quiere decir es que los derribaré en la calle cuando pase en mi propio carruaje, sosteniendo, quizás, un caniche en mi falda.

– El único modo en que derribarías a los caballeros sería si estuvieses conduciendo.

Era un insulto sustancioso. Sacudiendo su puño frente al rostro de él, ella le gritó:

– ¡Escúchame, cabeza de bacalao! Monto tan bien como tú, quizá mejor. He oído que lo comentaban muchas veces… Soy mejor.

Eso era tan patentemente absurdo que James sólo puso en blanco sus propios ojos.

– Muy bien, nombra una persona que haya comentado eso.

– Tu padre, para empezar.

– Imposible. Mi padre me enseñó a montar. Monto tan bien como él, probablemente mejor ahora que él está envejeciendo.

Corrie le ofreció una sonrisa beatífica.

– Tu padre también me enseñó a montar. Y no es para nada viejo. Lo que es, es muy apuesto y pícaro… oí a la tía Maybella diciéndole eso a su amiga, la señora Hubbard.

Eso casi lo hizo vomitar. En cuanto a su modo de montar, James recordaba ver a la niña sentada orgullosamente junto a su padre, esperando cada palabra suya. Recordaba sentir una puñalada de celos. Era malo, especialmente porque tanto el padre como la madre de Corrie habían sido asesinados en un disturbio justo después de la derrota de Napoleón en Waterloo. Fue un accidente desafortunado que sucedió durante una visita oficial del padre de Corrie, el enviado diplomático Benjamin Tybourne-Barrett, vizconde Plessante, a París para discutir la segunda restauración de los Borbones con Talleyrand y Fouché.

Talleyrand se había ocupado de que Corrie, quien no llegaba a los tres años, fuera enviada de regreso a Inglaterra con la hermana de su madre en compañía de la desconsolada doncella de su madre muerta, y seis soldados Franceses, quienes no fueron tratados afectuosamente.

Cuando James finalmente trajo su mente de regreso, fue para oírla decir:

– Y mi tío tendrá ataques intentando decidir qué caballero es lo suficientemente bueno para mí. Podré elegir, sabes, y ese hombre inmensamente afortunado será fuerte, apuesto y muy rico, y en nada parecido a ti, James. -Otra mueca de desdén, esta muy refinada, tenía la intención hacerlo estremecer de furia. -Sólo mira tus pestañas, todas espesas y sobresaliendo unos dos centímetros enteros, como el abanico de una dama española. Incluso con una pequeña curva en las puntas. Sí, tienes las pestañas de una niña.

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