Él tenía sólo diez años cuando su madre había inventado la respuesta adecuada para él, así que entonces sonrió y dijo tranquilamente:
– Estás equivocada en eso. Nunca he conocido a una muchacha que tuviera pestañas tan largas y espesas como las mías. -Ella estaba callada, con la boca abierta. No podía pensar en nada que decir. James se rió. -Deja mi rostro fuera de esto, mocosa. No tiene nada que ver con tu busto. Busto, por el amor de Dios. Los hombres no dicen busto.
– ¿Qué dicen los hombres?
– No te importa. Eres demasiado joven. Y eres una dama. Bueno, en realidad no, pero deberías serlo ya que tienes dieciocho años. No, no puedo creer que tengas dieciocho. Eso significa que tienes casi veinte, lo cual te ubicaría en la misma década que yo. Simplemente no es posible.
– Me compraste un regalo de cumpleaños sólo dos semanas atrás. -Él le ofreció una mirada perfectamente inexpresiva. Corrie se palmeó la frente. -Oh, ahora entiendo, tu madre me compró el regalo y puso tu nombre en él.
– Bueno, no es eso lo que realmente sucedió, es…
– Está bien. Entonces, ¿qué me diste?
– Bueno, tú sabes, Corrie, ha pasado mucho tiempo.
– Dos semanas, maldito cabrón.
– Cuida tu boca, niña mía, o te azotaré otra vez. Hablas como un condenado muchacho. Debería haberte dado una fusta para tu cumpleaños, así podría usarla contigo cuando surgiera la necesidad. Como ahora mismo.
James dio un paso amenazador hacia ella, se contuvo y se detuvo. Para su asombro, ella fue hacia él, se paró cara a cara, le sonrió sarcásticamente y le dijo a la cara:
– ¿Una fusta? Sólo inténtalo. Te la quitaré, te arrancaré la camisa, y te azotaré con ella.
– Eso es algo que me gustaría ver.
– Bueno, tal vez te dejaría puesta la camisa. Después de todo, soy una dama de buena crianza y me arruinaría ver a un hombre medio desnudo.
Él reía tan fuerte que casi cayó hacia atrás por el condenado acantilado.
Corrie no había terminado, con la humillación a punto en su voz.
– Usaste tu mano cuando me pegaste… tu mano desnuda. Apostaría a que estoy marcada de por vida, matón.
Él le sonrió.
– ¿Todavía te escose un poquito el trasero? -Para su asombro, ella se sonrojó. -¿Tu rostro también se está enrojeciendo?
Ella abrió la boca, luego las lágrimas brotaron en sus ojos y se alejó rápidamente, trepó a la silla de montar de Darlene y se enderezó. Le ofreció una larga mirada sin emoción, tiró las riendas de Darlene, haciéndola levantar sobre sus patas traseras y haciendo tambalear a James. Él la oyó gritar:
– Le preguntaré a mi tío cómo le dicen los hombres al busto.
James esperaba fervientemente que no lo hiciera. Podía imaginar los ojos del tío Simon poniéndose en blanco mientras caía de su silla, con los anteojos cayéndose por su rostro. El tío Simon estaba en casa con su colección de hojas. Tenía hojas, cuidadosamente secadas y prensadas, de cada árbol encontrado en Gran Bretaña, Francia, e incluso dos de Grecia, una de ellas de un antiguo olivo cerca del Oráculo de Delfos. Hojas, pero mujeres. El tío Simon no estaba en casa para nada con las mujeres. James vio a Corrie alejarse cabalgando, sin siquiera mirarlo para ver si había sobrevivido a su ataque. Su largo cabello, atado apretadamente en una gorda trenza, golpeaba arriba y abajo en su espalda.
James se sacudió el polvo y sacudió la cabeza. Había crecido con la pequeña tonta. Desde el día en que ella había llegado a Twyley Grange, hogar de la hermana de su madre y su esposo, lo había seguido -no a Jason, nunca a Jason- sólo a él, y ¿cómo era posible que una niñita pudiera distinguirlos? Pero ella lo hacía. Incluso una vez lo había seguido a los arbustos cuando él había ido a aliviarse, un incidente que lo había dejado ruborizado y tartamudeando con furiosa vergüenza cuando Corrie había dicho desde su izquierda: “Buen Dios, tú no lo haces como yo. ¡Mira esa cosa que estás sosteniendo! Bueno, no puedo imaginar cómo hacer…”
Él tenía sólo quince años, estaba humillado, con sus pantalones todavía desabotonados, y le había gritado a la niña que apenas tenía ocho años: “¡No eres más que una estúpida niñita despreciable!” y había azuzado a su caballo, y procedido a casi matarse cuando un coche de correos había aparecido por una curva, espantando a su caballo, quien lo había arrojado al suelo, inconsciente. Su padre había ido a buscarlo hasta la posada adonde había sido llevado. Lo había abrazado mientras el doctor había mirado dentro de sus oídos, cuyo propósito, le dijo su padre más tarde, no tenía idea de cuál era. James se había apoyado contra él y dicho en una voz arrastrada: “Papá, me alivié, pero usé el arbusto equivocado porque Corrie estaba allí y me vio, y dijo cosas.” Su padre, sin vacilar, había respondido: “Las niñitas suceden, James, y luego se convierten en muchachas grandes y te olvidas del arbusto equivocado. No te aflijas por eso.” Así que James no lo había hecho. Dejó que su padre se ocupara de él. Se sintió a salvo, con su humillación flotando por la ventana abierta.
La vida, pensaba James ahora, era algo que parecía sucederte mientras no estabas prestando suficiente atención. Le parecía que lo que hacías en este instante se convertía en un recuerdo demasiado rápido, tal como Corrie cumpliendo dieciocho años… ¿cómo había sucedido eso? Mientras regresaba adonde había dejado su semental zaino, Bad Boy , se preguntó si era posible que algún día la viera y descubriera que le habían salido pechos. James se rió y miró al cielo. Estaría claro esta noche, casi una media luna, una hermosa noche para quedarse allí arriba de espaldas y mirar las estrellas.
Mientras cabalgaba de regreso a Northcliffe Hall, James no mantenía ninguna esperanza de que su madre le hubiera dado a Corrie una fusta para su décimo octavo cumpleaños, de parte de él.
Si hay algo desagradable sucediendo, los hombres seguro que se saldrán de eso.
~Jane Austen
– ¿Le diste qué? Madre, por favor dime que no firmaste eso con mi nombre.
– Vamos, James, Corrie no tiene noción de lo que se espera de ella cuando vaya a Londres para la Pequeña Temporada. Pensé que un adorable libro sobre la conducta adecuada para una joven dama entrando en la amable sociedad sería exactamente lo que la haría pensar en la dirección correcta.
¿Su madre ya sabía sobre la Pequeña Temporada de Corrie? ¿Dónde había estado él? ¿Por qué nadie le había dicho?
– Un libro acerca de conducta -dijo inexpresivamente, y comió una loncha de jamón. Pensó en esa mueca suya de desdén y dijo: -Sí, puedo ver que realmente necesitaría eso.
– No, espera, James, el libro fue de parte de Jason. Le di a Corrie un hermoso libro ilustrado de las obras de Racine de tu parte.
– Lo único que hará será mirar las imágenes, mamá. Su francés es abominable.
– También lo era el mío, una vez. Si Corrie se lo propone, se volverá tan notablemente fluida como yo.
El conde, que estaba mirando con una media sonrisa en su rostro desde la otra punta de la mesa, casi se ahogó con sus habichuelas. Arqueó una oscura ceja.
– ¿Una vez, Alexandra? ¿Y ahora eres fluida? Bueno, yo…
– Tú estás interrumpiendo una conversación, Douglas. Puedes continuar comiendo. Ahora, James, acerca de las obras. Según recuerdo, las ilustraciones son de un estilo bastante clásico, y creo que ellas las disfrutará, aun si no puede deducir todas las palabras. -James miró fijamente el trozo de papa arponeado en su tenedor. Su madre preguntó: -¿Por qué, James? ¿Había alguna otra cosa que quisieras regalarle?
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