Jacquie D’Alessandro - Rosas Rojas

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Huérfana y abandonada por su prometido, Hayley Albright estaba decidida a cuidar de sus hermanos pequeños aunque por ello debiera renunciar a sus sueños. No esperaba encontrar el amor ni casarse. Pero una noche de luna llena salva la vida de un desconocido. Se trata de lord Stephen Barrett, quien consigue librarse del asesino que le acechaba. Está muy agradecido a Hayley, pero no quiere influir sobre sus sentimientos y decide actuar con prudencia. El lord posee sin embargo un aire de inocencia que supone un arma de pura seducción para cualquier mujer. Tocar a Stephen es pues una dulce tentación para Harley. Y de repente, el hombre que siempre actuaba con prudencia está dispuesto a arriesgarlo todo por una mujer que no tiene nada más que ofrecer que su corazón.

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Nathan y Andrew resoplaron disgustados. Callie sonrió alegremente.

Winston entró en el comedor con ropa de trabajo. A petición de Hayley, tanto él como Grimsley comían en el comedor con el resto de la familia. En casa de los Albright nadie estaba para formalismos, y los dos sirvientes eran como dos miembros más de la familia.

Hayley saludó al ex marinero con una afectuosa sonrisa, haciendo un esfuerzo por no reírse abiertamente ante la expresión que se dibujaba en su rostro. Tenía cara de haberse levantado con el pie izquierdo, como un oso a quien han despertado en plena hibernación.

– Buenos días, Winston. Tengo buenas noticias. El hombre se ha despertado y le ha bajado la fiebre.

Winston negó repetidamente con la cabeza y señaló a Hayley con su recio dedo acusador.

– ¡Que me encadenen a la regala y me golpeen con el sextante! Hay que tener cuidado con quién mete uno en casa. Espero que no sea ningún asesino, zeñorita Hayley. Lo arrastramos hasta aquí, le salvamos su miserable vida y ahora tenemos que rezar para que no sea un criminal que nos pueda matar mientras durmamos. Parece despiadado, ya lo creo que lo parece. He visto suficiente mundo con su padre, que en paz descanse, para reconocer a un canalla en cuanto lo veo. Lo mataré con mis propias manos. Le…

– Estoy segura de que no será necesario -interrumpió Hayley sin apenas poder contener la risa-. Parece un hombre muy agradable.

– Parece un necio gorrón -masculló Winston.

– ¿Te ha dicho algo, Hayley? -preguntó Pamela en un evidente intento de modificar el cariz que estaba tomando la conversación.

– Sólo ha dicho unas pocas palabras. Tenía mucho dolor, de modo que le di un poco de láudano. Tal vez se encuentre mejor conforme vaya avanzando la mañana.

Tía Olivia levantó súbitamente la cabeza y miró hacia arriba, con una expresión de confusión en el rostro.

– ¿Cabaña? ¿Para qué queremos una cabaña?

Hayley se mordió la cara interna de los pómulos para contener la risa. Tía Olivia, que guardaba un extraordinario parecido con su fallecido padre, siempre estaba absorta en el libro que estaba leyendo o en su labor de punto. Con la atención fija en su última novela o labor, y siendo un poco sorda, raramente podía seguir una conversación entera.

– No, nadie va a construir ninguna cabaña, tía Olivia -contestó Pamela en lugar de su hermana levantando la voz-. Esperamos que el herido mejore durante esta mañana.

Tía Olivia asintió, con la comprensión reflejándose en sus ojos.

– Bueno, eso espero. La pobre Hayley ha cuidado a ese hombre hasta la extenuación. Recuperarse por completo es lo mínimo que puede hacer él. Y me alegra oír que no vamos a construir ninguna cabaña. No la necesitamos para nada. Ya tenemos bastante con la casa, el establo y el corral.

Todos los días, después de desayunar, el grupo recogía la mesa y luego cada uno se dedicaba a sus obligaciones. Todo el mundo se ponía manos a la obra para ayudar en las tareas domésticas. Yendo tan justos de dinero como iban, no podían contratar a ningún sirviente, exceptuando a una mujer que venía una vez por semana para ayudar a lavar la ropa.

Haciendo caso omiso de las protestas de Andrew y Nathan, Hayley reunió a toda la familia para encargarle a cada uno la tarea de aquel día. A los chicos les tocaba sacudir las alfombras de sus dormitorios, una tarea que odiaban, aduciendo que era cosa de mujeres. Sin inmutarse, Hayley los mandó afuera. A Pamela le tocaba sacar el polvo, y a tía Olivia zurcir ropa. Callie iría a recoger los huevos al gallinero mientras Winston reparaba el tejado. Y Hayley trabajaría en el jardín con Grimsley en cuanto comprobara cómo se encontraba Stephen.

Hayley fue a coger la cesta de los huevos para entregársela a Callie.

– ¿Has visto a Callie? -le preguntó a Pamela.

– No durante los últimos minutos. Probablemente ya está de camino al corral.

– Se ha olvidado de coger la cesta -dijo Hayley con un suspiro. Fue hasta la puerta principal, salió al exterior y cruzó el césped. Cuando llegó al corral, asomó la cabeza y miró dentro.

– ¿Callie? ¿Dónde estás? Te has olvidado de coger la cesta. -Sólo obtuvo el silencio como respuesta. Miró alrededor, sin ver ni rastro de su hermana pequeña.

«Y ahora, ¿dónde puede haberse metido esta niña?»

Stephen abrió lentamente los ojos con un gran esfuerzo, parpadeando ante la fuerte luz solar que se colaba por la ventana. En silencio, repasó mentalmente su anatomía y constató, para su alivio, que se encontraba mejor que la última vez que se había despertado. Le seguían doliendo la cabeza y el brazo, pero el dolor sordo que le paralizaba todos los huesos del cuerpo se había esfumado.

Giró la cabeza y se encontró mirando fijamente a una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada en el sofá. Recordaba vividamente a la joven que había visto la última vez que se había despertado, y aquella niña era un duplicado en miniatura de ella.

Los mismos rizos relucientes, los mismos llamativos ojos de color azul claro. Era obvio que eran madre e hija.

La niña apretaba una vieja y desgastada muñeca entre sus rollizos bracitos y estudiaba a Stephen, con el rostro iluminado por una ávida curiosidad.

– Hola -le dijo con una sonrisa-. Por fin se ha despertado.

Stephen se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua.

– Hola -le contestó con voz ronca.

– Me llamo Callie -dijo la niña, balanceando las piernas adelante y atrás como un péndulo-. Y usted se llama Stephen.

Stephen asintió con la cabeza y sintió un gran alivio al comprobar que el movimiento sólo le había provocado un leve latido en las sienes.

La pequeña le enseñó su muñeca.

– Le presento a la señorita Josephine Chilton-Jones. Puede llamarla señorita Josephine, pero no la llame nunca Josie. A ella no le gusta, y no se deben hacer cosas que no le gustan a la gente.

Stephen, sin saber si la pequeña esperaba una respuesta, se limitó a volver a asentir con la cabeza. Al parecer, su respuesta agradó a la niña, porque volvió a estrechar a la muñeca entre sus brazos y siguió hablando.

– Estaba muy grave. Los mayores se turnaron para cuidarle, pero a mí no me dejaron. Todo el mundo dice que soy demasiado pequeña, pero eso no es verdad. -Se inclinó hacia delante-. Tengo seis años, ¿sabe? De hecho, estoy apunto de cumplir siete. -Después de facilitarle esta información, se recostó en el respaldo del sofá y volvió a balancear las piernas.

En vista de la mirada expectante de la niña, Stephen llegó a la conclusión de que la pequeña quería que le dijera algo. Se rompió la cabeza intentando pensar en algo que decirle, pero se le había quedado la mente en blanco. La última vez que había mantenido una conversación con un niño él debía de ser también un niño.

– ¿Dónde está tu madre? -le preguntó por fin.

– Mi mamá está muerta.

– ¿Muerta? Pero… si la vi ayer por la noche -susurró Stephen visiblemente confundido.

– Ésa era Hayley. Es mi hermana, pero me cuida como si fuera una mamá. Nos cuida a todos. A mí, a Pamela, a Andrew, a Nathan, a tía Olivia, a Grimsley, a Winston y hasta a Pierre. Ah, y también a los perros y la gata. Mamá está muerta.

– ¿Dónde está tu padre?

– Papá también está muerto, pero tenemos a Hayley. Yo quiero mucho a Hayley. Todo el mundo la quiere. Tú también la querrás -predijo la pequeña asintiendo solemnemente.

– Ya entiendo -dijo Stephen, aunque no entendía nada. ¿Aquella joven cuidaba de toda aquella gente? ¿La única adulta? No, la niña había mencionado a una tía, ¿no?-. ¿Tienes una tía?

Callie asintió, y el gesto hizo rebotar sus brillantes rizos negros.

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