Jacquie D’Alessandro - Rosas Rojas

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Huérfana y abandonada por su prometido, Hayley Albright estaba decidida a cuidar de sus hermanos pequeños aunque por ello debiera renunciar a sus sueños. No esperaba encontrar el amor ni casarse. Pero una noche de luna llena salva la vida de un desconocido. Se trata de lord Stephen Barrett, quien consigue librarse del asesino que le acechaba. Está muy agradecido a Hayley, pero no quiere influir sobre sus sentimientos y decide actuar con prudencia. El lord posee sin embargo un aire de inocencia que supone un arma de pura seducción para cualquier mujer. Tocar a Stephen es pues una dulce tentación para Harley. Y de repente, el hombre que siempre actuaba con prudencia está dispuesto a arriesgarlo todo por una mujer que no tiene nada más que ofrecer que su corazón.

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– Pero no por tu culpa -dijo Pamela enérgicamente-. Fue la voluntad de Dios.

Hayley luchó contra la oleada de pena y casi de puro terror que amenazaba con engullirla.

– No quiero que se muera, Pamela.

Pamela se arrodilló delante de Hayley y la abrazó.

– Por supuesto que no quieres que muera. Todos queremos que viva. Pero eso es algo que está en manos de Dios, Hayley. Confía en Él y acata su voluntad. Y, mientras tanto, tú no debes enfermar. Nosotros también te necesitamos. Por ahora, nos estamos defendiendo, pero no podremos seguir adelante sin ti durante mucho más tiempo.

Hayley contuvo las lágrimas y se forzó a hacer tres inspiraciones lentas y profundas. Cuando hubo controlado suficientemente sus emociones, se soltó del abrazo de Pamela y consiguió esbozar una leve sonrisa.

– En cuanto él mejore.

– Lo sé. -Pamela sonrió con ternura-. Estoy convencida de que sólo por tu testarudez veremos a ese hombre curado. Sabe Dios que eso es lo que nos mantiene al resto a raya. Pero te echamos de menos. Callie dice que sus meriendas con pastas y té no son lo mismo sin ti, y Andrew y Nathan se pelean a menudo si tú no estás para poner paz. Además, entre lo mal que ve Grimsley, las palabrotas de Winston, lo mal que oye tía Olivia y las protestas de Pierre, me temo que mi salud mental está en grave peligro. No quiero preocuparte, pero me temo que la anarquía está a la vuelta de la esquina.

Hayley soltó una risita involuntaria y de inmediato se sintió mejor. El fino sentido del humor de su hermana siempre conseguía levantarle el ánimo. Se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos.

– Dile a Pierre que todo lo que prepara es perfecto -pidió a Pamela-. Y asegúrate de mantener a la gata alejada de la cocina. Aunque no creo que Pierre cumpla su amenaza de cocinar a Berta, es mejor no tentar a la suerte. Y, en lo que se refiere a Winston…

– ¡ Ah, sí! -La interrumpió Pamela al tiempo que se daba una palmada en la frente-. Casi se me olvida. No te creerás lo que ha hecho hoy.

Medio alarmada y medio intrigada, Hayley preguntó:

– ¿Quiero saberlo?

– Probablemente no. Grimsley y yo estábamos fuera ayudando a tía Olivia. Los perros habían volcado la tina de lavar y los chicos y Callie se unieron a la refriega. En casa reinaba el caos. Lamentablemente, el vicario eligió precisamente ese momento para hacernos una visita en sus paseos semanales.

– ¡No me digas que fue Winston quien le abrió la puerta!

– Salió vociferando: «¿Quién diablos es y qué diablos quiere?»

– ¡Santo cielo! -exclamó Hayley sofocando un grito, e hizo un esfuerzo por contener la risa al tiempo que se avergonzaba de lo ocurrido.

– Desde luego que santo cielo. El pobre hombre tuvo que tomarse dos copas del mejor brandy de papá para recuperar la compostura.

– Debes mantener a Winston ocupado fuera de casa -dijo Hayley entre risas. Sabía que no debería encontrar el episodio divertido, pero no lo podía evitar. Winston era un personaje encantador. Malhablado hasta la médula, bajo su malhumor latía, sin embargo, el corazón de un tierno gatito-. Mantenlo ocupado reparando el tejado del gallinero.

– Insulta y les suelta palabrotas a las gallinas, Hayley.

– Ya, pero a ellas no parece importarles demasiado. Por lo visto, tenemos unas gallinas muy resistentes. O tal vez simplemente estén sordas. La excursión es una buena idea. Así los niños correrán y llegarán a casa cansados.

– Ése es mi mayor deseo -ratificó Pamela con una carcajada.

Hayley hizo una pausa para estudiar atentamente a su hermana durante unos segundos. Resplandecientes rizos de color ébano rodeaban un rostro de delicada belleza. Unas pestañas increíblemente largas enmarcaban sus hermosos ojos azul oscuro, y la finura de su cutis hacía sombra a la textura de un pétalo de rosa. Era buena, dulce y modesta. En opinión de Hayley, no había joven más encantadora en todo Halstead. Ya había varios jóvenes que se habían fijado en ella, sobre todo uno. Hayley estaba decidida a que Pamela disfrutara de la emoción que supone descubrir el galanteo y el romance, y ella ya se encargaría de que fuera apropiadamente vestida para ello. Costara lo que costase.

Hayley había estado tentada muchas veces de explicarle su secreto a su hermana, pero sabía que si Pamela sospechaba que el dinero era un motivo de preocupación para la familia, no le dejaría comprarle vestidos nuevos.

Hayley sonrió.

– Lo estás haciendo de maravilla cuidando a los niños, Pamela. Hacerte cargo de la casa será un buen entrenamiento para cuando formes tu propia familia.

A Pamela se le sonrojaron intensamente las mejillas. Carraspeando para disimular su turbación, se dirigió a la puerta.

– ¿Necesitas algo más antes de que me retire?

«Un milagro», pensó Hayley para sus adentros.

– No, gracias. Que descanses. Hasta mañana.

De nuevo sola, Hayley colocó la mano en la frente del hombre. Para su alivio, tenía la piel más fresca. Tal vez, por fin, le estaba bajando la fiebre.

Después de poner paños fríos en la frente a su paciente durante una hora más, Hayley estaba demasiado agotada para mantenerse en pie. Se tumbó en el sofá acolchado que le había servido de cama durante la última semana y se hizo un ovillo.

A pesar de todos sus esfuerzos por seguir despierta, sus párpados no tardaron en caer y permanecieron cerrados. Su último pensamiento antes de que la reclamara el sueño fue preguntarse si aquel apuesto desconocido se despertaría algún día.

Capítulo 3

Stephen despertó lentamente.

Tomó conciencia poco a poco de diversas partes de su cuerpo y de inmediato deseó no haberlo hecho.

Todas le dolían endiabladamente.

Era evidente que alguien le había prendido fuego a su hombro, y una legión de demonios le estaba estrujado las costillas de una forma insoportable. Y, en nombre de Dios, ¿quién diablos le estaba aporreando la cabeza? Probablemente la misma bestia que se dedicaba a clavarle cuchillos en las piernas. «¡Maldita sea! Que ese indeseable se vaya al infierno», pensó.

Con un gran esfuerzo, abrió lentamente los ojos. Intentó girar la cabeza, pero enseguida desistió de la idea cuando el más leve movimiento le hizo palpitar las sienes a un ritmo atroz. «¡Dio mío! ¿Cuánto bebí anoche? ¡Qué resaca tan asquerosamente horrible!» En vez de mover la cabeza, deslizó cautelosamente la mirada, inspeccionando el entorno más inmediato.

Le resultaba completamente desconocido.

De pronto sintió un fuerte mareo que le obligó a cerrar los ojos de golpe, mientras juraba evitar durante el resto de su vida el licor que lo había dejado en aquel estado. Apretando los dientes a causa del dolor, hizo un gran esfuerzo para volver a abrir los ojos e inspeccionó la habitación. La confusión se unió a los percusionistas que le estaban aporreando la cabeza.

Era la primera vez que veía aquella alcoba. «¿Dónde demonios estoy y cómo he llegado hasta aquí?»

En el hogar ardía un pequeño fuego que iluminaba débilmente la estancia con un suave resplandor. Vio una mesa de madera de cerezo y un gran armario ropero de caoba. Paredes decoradas con un descolorido papel a rayas. Recias cortinas color vino. Un par de butacas orejeras a juego. Una jarra y un juego de vasos de cristal.

Había una mujer durmiendo en un sofá.

La mirada de Stephen se detuvo, fascinado por aquella mujer. En una habitación llena de objetos desconocidos, aquella mujer le parecía, en algún sentido, vagamente familiar. Un halo de brillantes rizos castaños enmarcaba un rostro exquisito, de finos rasgos. Largas y oscuras pestañas reposaban sobre sus mejillas proyectando sombras crecientes en su cutis color crema, que parecía de porcelana. Stephen se preguntó de qué color serían los ojos que ocultaban aquellas pestañas. Su mirada se detuvo en los labios de la mujer y permaneció fija en aquella parte del cuerpo durante un rato. Aquella mujer tenía la boca más bonita que él había visto nunca. Labios rosados, carnosos y sensuales. Eran unos labios increíbles, que parecían pedir a gritos que alguien los besara. ¿Los habría besado él alguna vez? No, concluyó. No recordaba haber probado su sabor. Y él sabía que nunca olvidaría el tacto y el sabor de una boca tan sensual. Pero entonces, ¿por qué le resultaba aquella mujer tan familiar?

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