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Jacquie D’Alessandro: Rosas Rojas

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Jacquie D’Alessandro Rosas Rojas

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Huérfana y abandonada por su prometido, Hayley Albright estaba decidida a cuidar de sus hermanos pequeños aunque por ello debiera renunciar a sus sueños. No esperaba encontrar el amor ni casarse. Pero una noche de luna llena salva la vida de un desconocido. Se trata de lord Stephen Barrett, quien consigue librarse del asesino que le acechaba. Está muy agradecido a Hayley, pero no quiere influir sobre sus sentimientos y decide actuar con prudencia. El lord posee sin embargo un aire de inocencia que supone un arma de pura seducción para cualquier mujer. Tocar a Stephen es pues una dulce tentación para Harley. Y de repente, el hombre que siempre actuaba con prudencia está dispuesto a arriesgarlo todo por una mujer que no tiene nada más que ofrecer que su corazón.

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Hayley recordaba la rabia que sintió cuando Jeremy la abandonó. Había tenido grandes tentaciones de rodearle el cuello con las manos y apretar hasta que los labios se le pusieran morados. Pero, después de hundirse en la autocompasión durante un par de días, Hayley se secó las lágrimas, se puso bien tiesa, se remangó y caminó con el agua hasta la cintura, metiéndose de lleno en las tareas que le aguardaban. Quería a su familia. Era lo más importante para ella. Sus hermanos la necesitaban y ella haría cualquier cosa por ellos.

Una sonrisa iluminó su rostro al recordar el modo en que la rabia de aquellos primeros días había jugado a su favor. Parecía un general, dando órdenes, delegando tareas, distribuyendo encargos. Fue muy duro, pero todo el mundo estuvo a la altura y, en menos de un año, Hayley había conseguido salir de la ruina y saldar parte de las deudas que había dejado su padre.

Lamentablemente, el dinero seguía siendo un constante motivo de preocupación. Había pocas formas de ganar dinero para una mujer joven, y lo desesperado de su situación requería medidas igual de desesperadas. Tragándose la culpa y el orgullo, hizo lo que tenía que hacer para traer dinero a casa, pero estaba obligada a mantener sus actividades en el más estricto secreto. El engaño le carcomía el alma. Ella valoraba la honestidad por encima de todo, pero sus circunstancias no le dejaban ninguna otra opción.

El hombre que la había contratado insistía en mantenerlo en secreto, y ella respetaba sus deseos a regañadientes. El dinero que ganaba era demasiado importante y demasiado necesario para arriesgarse. Si tenía que decepcionar a su familia para llenarles el estómago y darles un techo, lo haría. Cuando Pamela contrajera matrimonio y los chicos concluyeran sus estudios, podría dejar de mentir. Hasta entonces no podía arriesgarse a perder su fuente de ingresos por contarles la verdad. De hecho, todo el mundo creía que Tripp Albright les había dejado suficiente dinero para vivir.

Al darse cuenta de la dirección que habían tomado sus pensamientos, Hayley decidió luchar contra la tristeza. «Tengo que estar agradecida por más cosas que la mayoría de la gente», se dijo a sí misma. Los Albright tal vez no tuvieran muchas pertenencias, pero se tenían los unos a los otros. Hayley dejó vagar la mirada hasta que la detuvo en el hombre herido. «Tengo mucho más de lo que tiene él en este momento, pobrecillo.»

Le cambió el paño de la frente, que se le había calentado, por otro frío y húmedo. Estaba tan pálido y parecía tan indefenso -igual que su madre y su padre antes de morir- que una oleada de firme determinación sustituyó al agotamiento. Esta vez no iba a fracasar.

– Vas a vivir -susurró en tono firme-. Seas quien seas, juro que te levantarás y saldrás caminando de esta habitación y volverás con tu familia.

Apretó el paño húmedo contra la ardiente piel del herido y se permitió recorrer su rostro con la mirada. El grueso vendaje blanco que llevaba en la frente contrastaba con el azabache de su cabello. Los rasguños y moraduras se estaban curando satisfactoriamente, pero ni siquiera las magulladuras conseguían ocultar el increíble atractivo de sus rasgos.

La barba de una semana oscurecía su recia mandíbula, confiriendo a su semblante una variedad de interesantes sombras. Sus marcados pómulos acentuaban la rectitud de su nariz, y Hayley se imaginó que aquel hombre debía de ser bastante espectacular, con aquellos labios tersos, carnosos y curvados hacia arriba en una bonita y sutil sonrisa. Se preguntó por enésima vez de qué color tendría los ojos, cubiertos por aquel tupido abanico de pestañas oscuras que contrastaban con la palidez de su cutis. Ni en sus sueños más salvajes había visto a un hombre tan devastadoramente atractivo.

Hayley volvió a humedecer el paño y lo pasó con delicadeza por el cuello del herido hasta llegar al hombro izquierdo. Tenía las costillas cubiertas por un apretado vendaje, pero la parte superior del tórax y los hombros estaban al descubierto, con la sábana blanca a la altura de las axilas. La densa mata de pelo oscuro que le cubría el ancho tórax hizo cosquillas a Hayley en las yemas de los dedos cuando le pasó el paño por el pecho. Mientras deslizaba la mirada por su larga figura, notó que se le calentaba la cara al recordar la visión de aquel cuerpo, que ella sabía desnudo, bajo la sábana.

Ayudada por Grimsley y Winston, Hayley había quitado al herido los restos de las ropas, sucias y destrozadas, la noche en que lo habían llevado a casa. Hayley conocía bien la anatomía masculina. Había criado a sus hermanos menores, un par de traviesos muchachos a quienes hasta hacía poco les encantaba nadar desnudos en el lago.

Sin embargo, existía una notable diferencia entre los cuerpos adolescentes y juveniles de sus hermanos y el del hombre que estaba acostado en la cama de su padre. Tras la primera noche, Grimsley o Winston se habían encargado de la higiene íntima del herido, pero Hayley no podía quitarse de la cabeza la visión de su cuerpo desnudo. Incluso cubierto de rasguños y moraduras, era hermoso, como un dios griego esculpido en mármol. Escultural, musculoso y perfectamente formado.

Forzándose a abandonar aquellos turbadores pensamientos, Hayley cambió a su paciente el vendaje que le cubría la herida del brazo. Era una estupidez encontrar atractivo a aquel desconocido. Él pertenecía a otro lugar. Sin duda, su familia estaría muy preocupada por él. Hasta era posible que estuviera casado, aunque no llevaba anillo.

Hayley se dio un toque de atención a sí misma. Hacía tres años que no sentía el menor interés por un hombre. Pero no se podía permitir hacerse falsas ilusiones, habiendo aprendido hacía mucho tiempo la inutilidad de desear cosas que uno no puede tener.

Se abrió la puerta y Pamela entró en la habitación con una bandeja donde llevaba el té y la cena de Hayley. Ante la atenta mirada de su hermana, Hayley se sentó en el sofá y dio un mordisco a un apetitoso pastel de carne. Cuando dio un sorbo al té, se le escapó un suspiro de placer. El reconfortante consuelo de la comida y la bebida se filtró hasta sus cansados huesos.

– ¿Cómo están los niños? -preguntó Hayley.

Pamela sonrió.

– Bien. Revoltosos y ruidosos, pero bien.

– ¿Revoltosos? ¿Ruidosos? ¡No me lo puedo creer!

– ¡Seguro que no! -contestó Pamela con un resoplido nada femenino-. La excursión que hemos hecho hoy los ha dejado completamente agotados, gracias a Dios. Creo que voy a organizar otra para mañana.

Una oleada de ternura estremeció el alma de Hayley. Encontraba la energía de sus hermanos agotadora y enternecedora al mismo tiempo.

– Es una magnífica idea. Una larga excursión podría irles muy bien, y a ti también.

– Ya lo creo. ¿Querrás acompañarnos? Te irá bien un poco de aire puro.

Hayley negó con la cabeza.

– Por ahora, mi lugar es éste. -Bajó la mirada y observó con preocupación al herido-. Míralo, Pamela. Es tan corpulento y tan fuerte, pero está tan grave y parece tan indefenso. Se me parte el corazón al verlo ahí estirado, tan quieto, como si estuviera muerto. Me recuerda a cuando mamá y papá… -Su voz se quebró y se desvaneció poco a poco mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.

Pamela se acercó a Hayley, le cogió las manos y se las apretó fuertemente en un gesto de consuelo.

– Oh, Hayley…, esto debe de ser muy duro para ti, pero estás haciendo todo lo que puedes…, todo lo humanamente posible, como hiciste con mamá y con papá.

– Los dos murieron -susurró Hayley, consternada al darse cuenta de que se le había escapado una lágrima. No quería llorar. Odiaba llorar. Pero notó que otra lágrima caliente le resbalaba por la mejilla.

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