Jacquie D’Alessandro - Rosas Rojas

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Huérfana y abandonada por su prometido, Hayley Albright estaba decidida a cuidar de sus hermanos pequeños aunque por ello debiera renunciar a sus sueños. No esperaba encontrar el amor ni casarse. Pero una noche de luna llena salva la vida de un desconocido. Se trata de lord Stephen Barrett, quien consigue librarse del asesino que le acechaba. Está muy agradecido a Hayley, pero no quiere influir sobre sus sentimientos y decide actuar con prudencia. El lord posee sin embargo un aire de inocencia que supone un arma de pura seducción para cualquier mujer. Tocar a Stephen es pues una dulce tentación para Harley. Y de repente, el hombre que siempre actuaba con prudencia está dispuesto a arriesgarlo todo por una mujer que no tiene nada más que ofrecer que su corazón.

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Antes de que pudiera reflexionar detenidamente sobre ello, sintió otro mareo al tiempo que las sienes empezaron a latirle con furia. Un gemido escapó de sus labios.

El sonido, aunque apenas audible, aparentemente penetró en los sueños de la mujer, que abrió lentamente los ojos con un temblor de pestañas. Stephen vio que posaba en él una mirada somnolienta. Durante varios segundos ambos se miraron fijamente a los ojos. «Azules. Sus ojos son azules. Del azul claro de las aguamarinas.»

La mujer abrió los ojos de par en par. Soltó un grito sofocado, se puso en pie de un brinco y se acercó a la cama.

– ¡Está despierto! -Apoyándose con la cadera en el borde de la cama, alargó la mano y le tocó la frente-. La fiebre ha remitido. ¡Gracias a Dios! -exclamó con una sonrisa.

Stephen la observó, intentando poner orden en sus ideas. El tacto de su mano era suave, reconfortante y familiar. ¿ Quién era aquella mujer? ¿Y dónde diablos estaba?

– ¿Le apetece beber un poco de agua? -le preguntó con una voz suave y rasgada que le recordó a un buen brandy, suave, penetrante y cálido.

Stephen tenía los labios secos y le dolía la garganta. Era como si un batallón entero de Napoleón le hubiera entrado por la boca y pisoteado la garganta con las botas puestas. Consiguió hacer un pequeño gesto afirmativo con la cabeza.

Ella cogió una jarra que había en la mesita de noche y vertió agua en un vaso. Lo incorporó ligeramente, sosteniéndole la cabeza con una mano, le acercó el vaso a los labios con la otra y le ayudó a beber. El agua fresca le bajó por la garganta, calmando la sensación de sequedad. Cuando el vaso estuvo vacío, ella lo volvió a acostar con delicadeza.

– ¿Quién…? -dijo la palabra con un ronco susurro.

– Me llamo Hayley. Hayley Albright. -Una dulce sonrisa iluminó sus carnosos labios-. ¿Puede decirme cómo se llama usted? Me encantaría poderme referir a usted de otra forma que con la palabra «herido».

– Ste… Stephen. -La palabra apenas fue audible, pero ella pareció oírla.

– ¿Stephen? -Él asintió a duras penas y ella amplió la sonrisa-. Bueno, Stephen, bienvenido de nuevo al mundo de los vivos. Hemos estado muy preocupados por usted. ¿Cómo se encuentra?

Quería contestarle que había tenido días mejores, pero un dolor agudo le atenazó repentinamente el brazo, e hizo una mueca. La mueca le exacerbó el latido de las sienes. Cerró los ojos y emitió un gemido.

– No intente moverse ni hablar, Stephen -le instó ella dulcemente-. Limítese a quedarse quieto. Ha estado muy grave durante esta última semana.

– ¿Grave? -repitió Stephen, haciendo un esfuerzo por volver a abrir los ojos. «Bueno, eso tiene sentido. Sabe Dios lo fatal que me encuentro.»

– Sí, le encontramos medio sumergido en un riachuelo en un bosque que hay aproximadamente a una hora de Londres. Le habían disparado en el brazo y tenía una herida profunda en la cabeza, sin mencionar las costillas rotas y un sinfín de cortes, rasguños y moretones. Conseguimos traerle a casa y le hemos estado cuidando desde entonces. -Sus ojos recorrieron el rostro de Stephen, con expresión de sincera preocupación-. ¿Se acuerda de algo?

Stephen la escuchó mientras su mente retrocedía al pasado, intentando asimilar aquellas palabras. Al principio, no tenía ni idea de sobre qué le estaba hablando Hayley, pero, de repente, empezó a recordar. Oscuridad. Peligro. Alguien siguiéndole. Un disparo. Olor a quemado. Un calor abrasador. Un dolor candente en el brazo. Corriendo a toda prisa a lomos de Pericles por el bosque. Un segundo disparo. Y luego una caída.

Las pinceladas y las piezas del rompecabezas encajaron rápidamente. Alguien había intentado matarle. Otra vez. Era la segunda vez que le ocurría en sólo un mes. Pero, ¿quién quería verle muerto? Y ¿por qué? Se le hizo un nudo en el estómago. Fuera quien fuese su enemigo, sin duda lo volvería a intentar en cuanto descubriera que seguía con vida. Tenía que averiguar dónde estaba.

– ¿Dónde… estoy? -«Maldita sea», pensó, «tengo la garganta como si me la hubieran rasurado con una navaja de afeitar oxidada.»

– En mi casa, la casa de los Albright, justo a las afueras del pueblo de Halstead, en Kent. Unas tres horas al sureste de Londres.

Menos mal. Afortunadamente estaría a salvo en un pueblecito tan alejado de la ciudad. Stephen abrió la boca con la intención de hablar, pero, en vez de hacerlo, se encontró a sí mismo mirando a Hayley fijamente, completamente prendado de la expresión de su rostro. Además de tener unos ojos preciosos, su mirada era la más bondadosa que había visto nunca. Transmitía ternura, compasión y sincera preocupación, como un dulce baño de miel. «¿Cuándo fue la última vez que alguien me miró así?», se preguntó. No había habido ninguna otra vez. Nadie le había mirado de aquel modo. Nunca.

Pasó un largo minuto antes de que pudiera preguntar con voz ronca:

– ¿Y mi caballo?

Ella esbozó una sonrisa.

– Su caballo está bien. Es el animal más distinguido que he visto en toda mi vida. Y uno de los más listos. Fue él quien nos guió hasta usted. Se hizo un corte en la pata delantera y algunos rasguños sin importancia, pero está prácticamente curado. Hemos cuidado muy bien de él, se lo prometo. -Hayley se acercó a Stephen y le cogió la mano, apretándosela suavemente entre sus palmas-. No debe preocuparse por nada. Sólo concéntrese en ponerse bien y en reponer fuerzas.

– Duele. -Tragó saliva-. Cansado.

– Lo sé, pero ya ha pasado lo peor. Lo que ahora necesita es comer y dormir. ¿Tiene hambre?

– No. -Vio cómo ella vertía varias gotas de un medicamento en un vaso de agua. Luego lo incorporó, le sostuvo la cabeza para que pudiera beber y le volvió a colocar la cabeza sobre la almohada.

– Le he dado láudano para el dolor. También le ayudará a conciliar el sueño. -Le puso la mano en la frente.

Stephen notó su suave tacto y, de repente, recordó por qué aquella mujer le resultaba tan familiar.

– Ángel -murmuró mientras cerraba los ojos-. Es el ángel.

Varias horas después, Hayley se unió al desayuno familiar.

– Tengo buenas noticias para todos -informó al grupo con una radiante sonrisa en el rostro-. Parece ser que nuestro paciente va a salir de ésta. Esta madrugada se ha despertado y hemos estado hablando un rato. He ido a ver cómo se encontraba y le he tocado la frente justo antes de venir. Está durmiendo plácidamente y no parece tener fiebre. -«Y tiene los ojos verdes. De un precioso verde musgo. Como un bosque en el crepúsculo», añadió para sus adentros.

– Son muy buenas noticias, señorita Hayley -dijo Grimsley mientras dejaba en la mesa una gran fuente de huevos revueltos y arenques ahumados.

– Ya lo creo que sí -intervino Andrew, de catorce años-. ¿Crees que el tipo ese sabrá jugar al ajedrez? Nathan juega fatal. -Andrew dirigió a su hermano menor una mirada fulminante.

– Se llama Stephen, no tipo ese -informó Hayley a su hermano con una mirada de aviso. Supuso que aún debía de estar agradecida porque Andrew no hubiera utilizado una expresión más dura, como asqueroso y repugnante canalla, para referirse al herido.

– ¿Crees que le gustarán las meriendas con pastas y té, Hayley? -preguntó Callie, de seis años, con la esperanza brillando en sus ojitos azules.

– Por descontado que no -intervino Nathan. Puso los ojos en blanco con toda la aversión masculina de que puede hacer acopio un niño de once años-. Es un hombre, no una…

– Ya basta, Nathan -le regañó Hayley con un tono que hizo callar al niño inmediatamente. Se giró hacia Callie y acarició los negros rizos de la pequeña-. Estoy segura de que le encantará tomar el té contigo.

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