– Me parece que ya estáis demasiado caliente, milord -respondió la muchacha-. Creo que lo que necesitáis es que os enfríen un poco -añadió y volcó una de las jarras de cerveza sobre la cabeza de Adam. Luego, se apartó para alejarse del alcance de sus dedos.
Lord Burke y Robert Small se echaron a reír a carcajadas y Adam, que se sabía vencido, rió también, de buen humor. El tabernero se acercó con una toalla, aliviado al ver que la impertinencia de su hija no había ofendido a los señores y que éstos no pensaban hacérselo pagar de algún modo.
– Perdonad, milord, pero Joan es una muchacha impetuosa. Es la menor y está muy malcriada. ¡A la cocina, niña!
– No la echéis. Es lo más hermoso que he visto en muchos días y sabe cuidar de sí misma. Sabe cómo guardarse para su futuro marido -dijo Niall. Después se volvió hacia la muchacha-. Pero no le tires más cerveza a De Marisco, niña. Le vas a provocar un resfriado y no tengo tiempo para detenerme a curarlo.
– Entonces que se meta las manos en los bolsillos, milord -contestó Joan, haciendo volar sus rizos alrededor de su cabeza.
– Te prometo que no volverá a pasar -aseguró Niall y Adam asintió.
Terminaron de comer en paz. Pronto estuvieron listos para partir, con las capas apretadas alrededor del cuerpo y los sombreros bien encasquetados. Pagaron lo que debían y se fueron caminando hacia la puerta. Joan estaba barriendo cerca de la entrada y De Marisco, que no pudo resistirse, la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca color fresa apasionadamente. Fue un beso lento, experto, delicado, lo que le abrió la boca para pasar la lengua más allá de los labios, y después de la primera resistencia, la muchacha le respondió con placer.
Satisfecho, Adam la dejó ir, la ayudó a recobrar el equilibrio y le puso una moneda de oro en el corsé.
– No te conformes con menos de eso, palomita mía. Recuerda que el matrimonio es para mucho tiempo -les dijo a esos ojos abiertos como estrellas. Después, se alejó con sus compañeros.
El día estaba tan frío y desapacible como el anterior, y cuando finalmente se detuvieron a pasar la noche, estaban helados hasta los huesos, exhaustos y a sesenta kilómetros de Londres. La taberna estaba llena de ruido y de gente. La comida y el servicio eran pésimos.
– Yo digo que sigamos esta noche -propuso Niall-. Podemos alquilar caballos frescos aquí y cambiarlos por los nuestros en otro momento. La verdad es que preferiría pasar unas horas más mojándome en el camino y dormir en una cama más limpia, sin miedo a que me roben.
Los otros dos hombres asintieron y Robbie hizo notar:
– No me gusta. Aquí pueden reconocerte, Niall, estamos demasiado cerca de Londres.
Así que después de la cena, siguieron galopando en la noche ventosa y oscura bajo la lluvia y, finalmente, llegaron a Greenwood a las dos de la mañana. Niall había pensado que era mejor no quedarse en la casa de los Lynmouth, porque alguien podría notar que estaba habitada. El guardián los dejó pasar, asustado, cuando reconoció a Robert Small.
Niall le dijo al viejo que no debía decir a nadie que habían llegado. Si le preguntaban, debía negar que hubiera estado allí. La vida de lady Skye dependía de eso. El guardián miró a Robbie para ver si el capitán apoyaba lo que decía lord Burke, y éste asintió con solemnidad.
Los sirvientes estaban confundidos y adormilados, pero Robert Small los calmó. Las mujeres prepararon tres dormitorios y encendieron los fuegos. Trajeron luego tres grandes tinas de roble y las colocaron junto al fuego de la cocina. Los tres hombres se bañaron para calentarse y quitarse el frío de las articulaciones. La sirvienta principal, que parecía llena de cariño materno, les preparó vino caliente y pan recién hecho con loncha de jamón. Limpios, secos, envueltos en batas que habían pertenecido a lord Southwood, los tres se sentaron a la mesa a comer, beber y hablar del viaje.
Cuando les avisaron de que las camas estaban listas, se fueron cada uno a la suya a toda velocidad.
Niall se alegró de que le hubieran calentado las sábanas, pero cuando se metió entre ellas, extrañamente desvelado, supo que lo que realmente necesitaba era otro tipo de calor. Su cuerpo se quejaba pidiendo una mujer. No, no una mujer cualquiera, quería a Skye. Desde que ella se había ido, el otoño pasado, él le había sido fiel. Enredado en los problemas que le traían las propiedades de su esposa, el cuidado de los niños y la obsesión de cómo liberarla, no había tenido tiempo para pensar en sus necesidades.
A la mañana siguiente, él, Robbie y De Marisco irían a ver a Cecil y a la reina. Niall quería recuperar a su esposa y a su bebé. ¡El bebé! ¿Era el varón que su padre y él habían deseado tanto? Lo sabría dentro de pocas horas. Niall suspiró y, de pronto, bruscamente, se quedó dormido.
El sol estaba alto cuando se despertó e inmediatamente tiró de la cuerda para avisar a los sirvientes. Enseguida apareció una muchachita con una jarra de agua para el lavado matinal.
– ¿Ya están despiertos sir Robert y lord De Marisco?-preguntó él.
– Acaban de despertarse. -La muchacha hizo una reverencia-. Los timbres de ellos han sonado unos minutos después del vuestro.
– ¿Ya has hecho cepillar la ropa de mis alforjas?
– Sí, milord. Os la traeré.
Niall se lavó y se vistió lentamente. La ropa, que había seleccionado con astucia y cuidado para la ocasión, era lujosa pero muy sobria. La camisa era de purísima seda blanca; el jubón de terciopelo azul oscuro, bordado en plata con un diseño muy discreto. Las calzas eran a rayas plateadas y azules, y usaba una pesada cadena de plata y un pendiente con un zafiro. Se había afeitado el mentón, que lucía rígido, en un gesto de determinación que William Cecil no dejaría de notar.
Desayunó en su habitación: pan fresco, queso y cerveza. Después, se unió a De Marisco y Robert Small. Caminaron hasta el jardín y llamaron a un barquero para que los llevara por el río hasta el palacio de Greenwich, donde residía la reina en esa época. Niall se envolvió bien en su capa para que nadie le reconociera. Había parado de llover, pero el día seguía gris y el cielo, amenazante.
Cuando llegaron a Greenwich, desembarcaron y se apresuraron a caminar hasta el palacio. La suerte estaba de su lado. Cecil todavía no había llegado a su despacho y solamente había un joven secretario que no reconoció a ninguno de los tres. Cuando llegó el canciller, envuelto en una larga bata de terciopelo negro y pieles, los tres hombres lo rodearon inmediatamente y lo llevaron a sus habitaciones privadas.
Lord Bughley, que no tenía miedo, se acomodó con tranquilidad tras su escritorio y le dijo al secretario, que lo miraba lleno de preocupación y angustia:
– No quiero que me molesten, señor Morgan. -El secretario se inclinó y salió, y Cecil se volvió hacia sus tres visitantes. Los miró con frialdad y después dijo-: Milord Burke. Recuerdo perfectamente haberos prohibido que vinierais a Londres.
– He venido a buscar a mi esposa y a mi hijo, milord. Habéis retenido aquí a lady Burke durante casi seis meses y todavía no me han informado sobre las acusaciones que tenéis contra ella.
– Está bajo sospecha, milord.
– ¿Seis meses bajo sospecha? ¿Y de qué?
– De piratería -fue la respuesta.
– ¿Qué? ¿Estáis loco, hombre?
– ¡Niall, Niall! -dijo Robbie-. Cecil, amigo mío, sed razonable. Lady Burke es una mujer hermosa que ha roto muchos corazones. Pero, ¿barcos? Creo que no. ¿Qué pruebas tenéis?
Cecil frunció el ceño y Robbie casi gritó de alivio. No tenían pruebas. ¡Todavía no!
– Seré franco con vos, Cecil -dijo-. Me había dado cuenta de que sospechabais de piratería porque ella tiene los barcos de la familia O'Malley. El pobre Niall, en cambio, no le ve la lógica al asunto.
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