– ¿Y tú sí? -preguntó Cecil.
– Claro. Los O'Malley de Innisfana tienen acceso a los barcos y los conocimientos que hacen falta: las costas, los honorarios de partida de otras naves y los sitios en los que es posible desembarcar. Además, tienen un castillo solitario sobre la costa, y con eso, ya están todos los ingredientes necesarios para hacer piraterías, excepto, claro, uno importante.
– ¿Cuál, Robert? -Cecil estaba fascinado.
– El motivo, milord -dijo Robbie-. ¿Cuál puede ser el motivo de lady Burke? Ya es una de las mujeres más ricas de Inglaterra, posiblemente la más rica, y no es ambiciosa, no desea más dinero. Todo el mundo sabe que es generosa y caritativa. No está buscando aventuras, no es ese tipo de mujer. ¿Por qué razón querría arriesgar la herencia de su hijo y su posición, quebrantando las leyes de la reina? Sobre todo, sabiendo que es una buena madre. No, no tenéis por qué sospechar, ni justificación alguna para retenerla aquí. Nada excepto los celos de Bess Tudor y vos los sabéis.
Cecil parecía incómodo y muy disgustado.
– Los actos de piratería cesaron cuando la apresamos -dijo.
La mirada de Niall estaba oscura como una nube de tormenta, pero Robert Small le puso una mano sobre el brazo, como para calmarlo.
– La piratería terminó hace casi un año, seis meses antes del arresto de lady Burke, Cecil.
– ¡Pero el Santa María Madre de Cristo fue atacado cerca de Irlanda en primavera!
– Cierto, pero lady Burke no lo hizo -replicó Robbie-. Acababa de casarse, estaba de luna de miel. El español fue víctima de un ataque de piratas berberiscos, tenemos la prueba. El gigante que me acompaña, Cecil, se llama Adam de Marisco, es el señor de la isla de Lundy. -Cecil miró a Adam francamente interesado-. Hace un mes De Marisco descubrió un barco fantasma cerca de su isla. Naturalmente lo abordó para ver si había supervivientes.
– Naturalmente -murmuró Cecil.
Robbie ignoró el sarcasmo y siguió con la historia.
– Cuando abrieron las bodegas y vieron el tesoro, se dieron cuenta enseguida de lo que significaba. Fueron a ver a lord Burke inmediatamente y Niall me avisó a mí. El diario de a bordo está en árabe, y yo sé un poco de árabe. Hay una anotación de principios del verano pasado que coincide con la fecha del ataque al Santa María. Dice: «Hemos abordado un maldito español hoy.» Es obvio que ese barco tomó parte en el ataque. Partía para piratear cerca de las costas del Nuevo Mundo y es obvio que siguió con su viaje. Había varias anotaciones sobre transferencia de la carga entre ese barco moro, que se llama Gacela, y otro barco pirata.
»La mayor parte de lo que mandaba el rey Felipe se vendió en Argel antes de que en Londres se tuviera noticia del ataque. Solamente encontramos una mínima parte del tesoro español en el Gacela, y también cargas de otros barcos. Estoy seguro de que el escrito que os dio el embajador español incluye estos objetos en la lista. -Sacó una bolsa de terciopelo del jubón y dejó caer un arroyuelo de esmeraldas verdes sobre el escritorio de Cecil.
El canciller abrió la boca al ver el fuego verde azulado que yacía ardiendo ante él. Durante un momento, la habitación quedó en absoluto silencio, y luego Cecil logró hablar de nuevo:
– ¿Dónde está la tripulación de ese barco, milord De Marisco? No pensaréis que voy a creerme ese cuento de hadas sobre un barco que flota vacío hasta vuestra isla. Demasiado conveniente.
– La tripulación del Gacela está en el barco todavía, milord; todos los hombres en distintos estados de descomposición -replicó Adam-. Los habría enterrado, pobres bastardos, pero Robbie dijo que no nos creeríais a menos que los vierais, y ahora veo que tenía razón. -Meneó su enorme cabeza, como desencantado ante esa muestra de desconfianza.
– ¿Dónde está ese barco? -gruñó Cecil.
De Marisco sonrió de oreja a oreja, una sonrisa malvada con los dientes cegadoramente blancos contra la piel bronceada y la negra barba. Cecil no había notado hasta ese momento que el gigante usaba un pendiente de oro. El cabello negro de ese hombre era crespo y sus ojos color humo azul, tan burlones que obligaron al canciller de la reina a bajar la vista.
– El Gacela está en remolque del Nadadora de Robbie en Londres, milord. Podéis sacar la carga y examinar los cadáveres antes de que lo hundamos. El diario de a bordo no dice nada sobre la causa de las muertes y, de todos modos, ahora se lo considerará un barco de mal agüero. Nadie querrá usarlo. Estará mejor en el fondo del mar con todos sus hombres.
Cecil no podía creer lo que oía.
– ¿Me estáis diciendo que hay un barco lleno de cadáveres en el puerto de Londres? ¡Por los huesos de Cristo! Ese barco puede llevar la peste. ¿Estáis loco?
– No murieron de peste -dijo Robbie con calma-. Habrá sido otra enfermedad que subió a bordo cuando rescataron a las víctimas de algún naufragio.
– Pero ¿un barco con cadáveres en estado de putrefacción? ¿En Londres?
– No ibais a creerme sin los cuerpos, Cecil. También traje el diario. Tal vez encontréis a alguien que hable árabe en Londres y podáis corroborar nuestra historia.
Cecil miró con amargura a los tres hombres, decidido a encontrar a alguien que leyera árabe. Sin embargo, sabía que si Robert Small se mostraba tan confiado, debía de estar seguro de su historia. A él todo eso le parecía sospechoso. Había algo demasiado conveniente en todo el asunto.
– Os llevaremos al puerto, Cecil -dijo lord Burke-. Y después, tal vez me devolveréis a mi esposa y a mi bebé. A propósito, me gustaría saber si tengo una hija o un hijo.
– Una hija -le aclaró Cecil, distraído-. Tendré que informar a la reina sobre esto. Es interesante. Muy bien. Subiremos a bordo del Gacela . Quiero ver lo que contiene. ¿Dónde os alojáis?
– ¡Una hija, una hija! -exclamó Niall, exultante, sin sentir ninguna desilusión-. ¡Tengo una hija!
– Estamos en Greenwood -dijo Robbie-. La residencia de Skye cerca de la casa de los Lynmouth. Creímos que así sería un poco más discreto.
Cecil asintió, contento de que hubieran pensado en eso.
– Quiero ver a mi esposa y a mi hija -dijo Niall.
– Todo a su tiempo. Cuando la reina lo decida.
– Por Dios, Cecil, ¿es que no tenéis piedad?
– ¡Milord! Os he prohibido Londres, pero habéis venido de todos modos. No estáis en posición de pedirme nada. Esperad mi decisión en Greenwood y agradeced que no ordene vuestro arresto. Y que nadie os vea. ¡Señor Morgan!
El secretario casi tropieza al entrar.
– Señor Morgan, sacad de aquí a estos caballeros por mi entrada privada.
Los estaban despidiendo. Cecil volvía a tener el control de la situación. Robbie veía que Niall quería discutir, miró a De Marisco y Adam puso una de sus grandes manos sobre el hombro de lord Burke.
– Vamos, hombre -dijo con amabilidad.
Niall suspiró, un suspiro furioso, frustrado, pero asintió y siguió a Robbie y a De Marisco.
En la Torre, Skye se había despertado con una sensación de futilidad y desesperanza. Hizo sus necesidades en la vasija del dormitorio y después cambió el pañal mojado de Deirdre. Subió otra vez a la cama con su hija, y le dio de mamar. La interrogarían de nuevo, como habían venido haciendo casi todos los días desde hacía un mes, y ella volvería a luchar como había luchado todo este tiempo. Pediría una lista de cargos, exigiría que la dejaran en libertad y no diría nada más. Dudley ya no estaba entre los que la interrogaban, pero el conde de Shrewsbury la asustaba con sus ojos fríos y sus modales exageradamente formales.
Deirdre succionaba ruidosamente, cerrando los pequeños labios con placer, y Skye le sonrió. El día anterior habían amenazado con quitársela. Ella los había mirado en un silencio de piedra, negándose siquiera a aceptar que había escuchado la amenaza, pero sabía que tendría que enviar a su bebé a Devon con Eibhlin muy pronto. En los últimos tiempos, hasta Daisy había tenido que dejar de ir al mercado cuando lady Alyce le había dicho que si salía, no la dejarían volver.
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