Bertrice Small - La Pasión De Skye O’Malley

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Criada desde pequeña en alta mar como el varón que siempre deseó y nunca tuvo su padre, jefe de una poderosa flota de las costas de Irlanda, la hermosa Skye O'Malley contrae a los quince años matrimonio con un hombre cruel y vicioso, aunque no sin antes perder su virginidad a manos del noble Niall Burke, que ejerce así el tradicional derecho de pernada. En realidad, Skye ama a Burke en secreto y esa única noche de pasión resultará para ella inolvidable.
Pero su vida y sus amores no han hecho más que empezar y llegarán a abarcar con el tiempo desde las brutalidades de su marido irlandés a los refinamientos sensuales de los harenes de Argel…

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– Me parece que tomáis demasiadas decisiones por vuestra cuenta, Cecil -dijo Dudley con arrogancia.

– ¿Habláis por la reina ahora, Leicester? -le ladró lord Burghley.

Su odio contra Robert no había disminuido con los años. Y ahora quería que liberaran a lady Burke. ¡Al diablo con ese vanidoso y su culpa en todo eso! Si Dudley no se hubiera empecinado en conseguir como fuera a la hermosa condesa de Lynmouth, y si Isabel no hubiera protegido con su poder ese comportamiento aberrante, lady Burke nunca habría pensado en vengarse de la reina. William Cecil no se tragaba ni en broma la historia del Gacela , pero estaba dispuesto a jurar que la creía, porque era la única forma de solucionar un problema imposible. No le interesaba saber qué partes de la historia del Gacela eran verdaderas y cuáles no. Pensaba aceptarla entera. Miró a la reina y esperó.

– Pensáis que debería soltarla, ¿verdad, Cecil?

– Sí, Majestad. Es justo, y vos habéis sido siempre la campeona de la justicia en este reino.

– ¿Pensáis que es culpable?

– No, Majestad. Lo creí al principio, pero ahora ya no. ¿Cómo creerlo a la luz de una evidencia como ésta? Sir Robert dice que entiende mis sospechas, dadas las circunstancias y la historia de los O'Malley, pero lord Burke estaba furioso. -William Cecil se encogió de hombros-. Estos irlandeses son tan volátiles.

– Muy bien, Cecil. Redacta una orden para la puesta en libertad de lady Burke bajo custodia de su esposo. No tiene que quedar libre hasta que él venga a buscarla. Pero puedes decírselo ahora.

– Majestad, vuestra generosa naturaleza os ha servido bien una vez más, estoy orgulloso de vos. -La reina se iluminó de placer.

– Me siento contenta otra vez -dijo-. Cuando os vayáis, enviadme a mis damas, por favor. Y vos, Rob, debéis iros también. Quiero estar con gente de mi propio sexo. -Y le sonrió a lord Dudley con astucia.

El canciller se inclinó con amabilidad y se alejó de la reina, pero el conde de Leicester lo empujó, furioso, y salió de la antecámara, tropezando con Lettice Knollys al salir. Dijo una mala palabra, una particularmente fuerte y Lettice rió.

– ¡Perra! -ladró él-. ¡No os atreváis a reíros de mí!

– Vamos, Robert -le dijo ella con tono conciliador-. ¿Por qué no dejáis que yo os dé lo que mi prima no quiere daros?

Él la miró con la boca abierta. No era una mujer desagradable, con esos ojos color ámbar, como los de un gato, y el cabello rojo. Tenía grandes tetas bien formadas, pero él no estaba seguro de comprenderla.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Bess no se acostará con vos, Robert, pero yo sí -le contestó ella con toda franqueza.

– ¿Y vuestro esposo?

– ¿Walter? -Lettice volvió a reír-. ¿Qué pasa con él?

Una sonrisa lenta iluminó los rasgos de Dudley. Estaba empezando a sentirse contento de nuevo. Se llevó a Lettice a una alcoba y le metió una mano en el corsé. El seno grande y tibio que agarró su mano se endureció de deseo.

– Por Dios, querida -murmuró él, contento-, tienes hermosa mercancía, y a punto, según veo.

– Estoy caliente por ti, Rob -admitió ella-, pero no ahora. Ven a mis habitaciones de noche. Mis deberes para con la reina terminan a las once.

Lettice le sacó la mano del corsé y se alejó.

Robert Dudley la miró marcharse, satisfecho. Si Bess no quería hacerlo, siempre había otra que lo buscaba. Discretamente, claro, porque todavía había alguna posibilidad de llegar a ser rey.

Esa noche, Skye miró con sorpresa el rostro de lord Burghley cuando entró en sus habitaciones. El canciller, que era abuelo, se sintió encantado con lo que vio. Lady Burke, el cabello suelto sobre los hombros, estaba sentada en el suelo jugando con su hijita. El bebé yacía sobre su espalda, pateando con los piececitos y moviendo los brazos al mismo tiempo, y haciendo ruidos con la boca para expresar su placer.

– Buenas tardes, señora -saludó William Cecil-. Os traigo buenas noticias.

Skye se puso en pie inmediatamente.

– Daisy, llévate al bebé. -La muchacha cogió a Deirdre y salió de la habitación. Skye se alisó las faldas. Sirvió dos copas de vino y le ofreció una a Cecil-. Sentaos, milord -dijo, señalando con un gesto una silla-. Decidme esas noticias.

– Sois libre, señora.

Los hermosos ojos de Skye se iluminaron de sorpresa. Después se oscurecieron de nuevo, llenos de sospechas.

– ¿Sin más, milord? «Sois libre.» -Skye sentía que la rabia empezaba a dominarla. La habían arrancado de su vida junto a su esposo y su familia, habían puesto en peligro al hijo que esperaba, la habían encarcelado sin acusaciones formales y ahora le decían simplemente «sois libre» y eso era todo. Miró a Cecil con dureza-. ¿Puedo irme a casa?

– Dentro de unos días. Estamos redactando la orden y la reina la firmará mañana. Vuestro esposo vendrá a Londres a buscaros.

– Tal vez ahora sí os dignéis a explicarme por qué he pasado casi seis meses en este lugar -inquirió ella, con dureza.

Una sonrisa astuta tocó los labios de William Cecil y sus ojos brillaron durante un momento.

– Skye O'Malley -dijo con voz calmada-, los dos sabemos la razón por la cual estáis aquí, aunque vos no vais a admitirla y yo no tengo la evidencia que necesito para probarla. Durante los últimos dos años le habéis costado a Isabel Tudor mucho dinero con vuestros actos de piratería. Cuando os tendimos la trampa con el Santa María Madre de Cristo, pensé que os atraparíamos con el botín. Me equivoqué. Estáis bien organizada y sois una mujer inteligente y llena de coraje. En realidad, me dais miedo.

»Vuestro esposo, sir Robert Small y el señor de Lundy han luchado mucho por presentarme una evidencia que pruebe que no sois culpable. Acepto la historia y os doy la libertad, pero oídme bien, milady de Innisfana, ahora ya sabéis que como consecuencia de un capricho real, cualquier capricho, podéis dar con vuestros huesos en la cárcel sin explicación alguna. Si hay más problemas en Devon, sabremos dónde encontraros, y la próxima vez nadie podrá liberaros. Creo que la reina ha pagado muy caro el error que cometió en vos. A mí tampoco me gusta Dudley, querida.

Durante todo el discurso, los músculos de la cara de Skye no se habían movido, nada en sus ojos la delataba. Cecil estaba impresionado. Era realmente un adversario digno de consideración.

– Bueno, señora, ¿tenéis algo que decirme? -preguntó.

– Que me alegro de poder irme a casa, lord Cecil -le contestó Skye con calma-. Que me sentiré muy feliz de volver a ver a mi esposo. Y que -agregó con tono travieso-, que si no podéis encontrar prueba alguna de eso que llamáis mis crímenes, entonces, debéis considerarme inocente.

Cecil vació la copa que tenía en la mano.

– Supongo que sí -contestó, pensativo. Se levantó y fue hasta la puerta-. Fue una buena venganza, señora, bien pensada y bien ejecutada. Me saco el sombrero ante vos.

Skye le sonrió, como reconociendo su homenaje. Pero dijo:

– ¡Vamos, señor! No sé qué queréis decirme.

La puerta se cerró tras el canciller, y durante un momento, Skye se quedó de pie, quieta, escuchando cómo el ruido de los pasos se extinguía por las escaleras. Luego, empezó a sentir la emoción de las novedades que le había traído el canciller. ¡Había ganado! ¡Había triunfado sobre Isabel Tudor! ¡Había vencido a la reina de Inglaterra!

De pronto, empezó a llorar y la tensión de los últimos meses se deshizo en lágrimas que le corrieron por el rostro. Se abrió la puerta de la habitación y entraron Eibhlin y Daisy.

– ¡Skye! -Eibhlin corrió junto a su hermana-. Skye, querida mía, ¿qué pasa? ¿Qué quería Cecil? ¿Estás bien? ¡Al diablo con estos ingleses!

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