– Mmmh… sí. Despiértame cuando llegue -dijo, y sus ojos se cerraron.
Crispin tiró del cordón de la campanilla. Puso un brazo en torno a Philippa y se quedó escuchando su tranquila respiración. Evidentemente, ella estaba cansada de tantos viajes, y en cuanto a él, la idea de ir al norte en unas pocas semanas no le hacía la menor gracia, pero se lo había prometido. El casamiento de su hermana era importante para Philippa; además, ya era hora de conocer a sus parientes políticos. Se preguntó si era sensato de su parte permitirle a Philippa renunciar a una herencia que le pertenecía por derecho de nacimiento. Y concluyó que sí. Los St. Claire de Wittonsby no eran una familia acaudalada ni tampoco era probable que lo fuesen. Los tiempos en que un hombre podía elevar la condición socioeconómica de su familia habían pasado.
Al escuchar a Lucy en la antecámara, el conde se levantó del lecho, se envolvió la toalla en torno a la cintura y se encaminó a su encuentro.
– Vacía primero la bañera y luego dile a Peter que te ayude a guardarla. Y pon la bandeja sobre la mesa. Tu ama no te necesitará esta noche, Lucy. ¿Han preparado tu cuarto?
– Oh, sí, milord. Todo está tal cual lo dejé, y la señora Marian es de lo más generosa. Me invitó a cenar con ella y con Peter.
– Encárguense entonces de la bañera y luego ambos pueden retirarse -le dijo a la doncella y regresó al dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.
Lucy terminaba de vaciar el agua cuando apareció Peter.
– ¿Vienes a cenar con nosotros? Mi hermana quiere conocerte mejor.
– Primero guardemos la bañera en el armario -dijo Lucy y, tras una breve pausa, agregó-: ¿Se puede saber por qué tu hermana quiere conocerme mejor? ¿Qué hay que conocer? Me crié en Friarsgate. Mi hermana es la doncella de lady Rosamund, a quien he servido durante diez años. Mi vida no esconde ningún misterio; soy tal como me ves.
– Mi hermana opina que deberíamos casarnos -repuso Peter con voz calma.
– ¿Qué? -Lucy lo miró de lo más sorprendida-. ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?
– Según ella, es bueno que el lacayo del conde y la doncella de la condesa se casen, pues el matrimonio impide que otros los distraigan de sus deberes.
– SÍ me lo preguntas, te diré que tu hermana es una mandona y una entrometida. Por el momento, no pienso casarme. Además, eres demasiado viejo para mí.
– Tengo cuarenta años.
– Y yo, veinte -repuso Lucy-. Sin embargo, si algún día me enamoro, consideraré la posibilidad de contraer matrimonio. Pero no todavía. Y se lo diré a tu hermana, si osa decir algo. Ahora, ayúdame a inclinar la bañera para terminar de vaciarla. Si no nos apuramos, se enfriará la comida del señor conde y de la señora condesa. Nuestros amos no nos perdonarán tamaña negligencia.
– Supongo que están más interesados en hacer el amor que en la comida -dijo Peter, mirándola con picardía.
– ¡Dios bendito! -exclamo Lucy, sonriendo-. No eres tan almidonado como pareces.
– Pero no le diremos nada a la señora Marian, ¿verdad?
– No, señor mentiroso -replicó la joven sonriendo y cerró la puerta con fuerza para que sus amos supieran que se habían retirado.
El conde salió de la alcoba e inspeccionó la cena. Había un plato de ostras frescas y comió seis seguidas, acompañándose con una copa de vino. Medio somnolienta, Philippa apareció en la antecámara totalmente desnuda y, sin decir una palabra, se abalanzó sobre la bandeja, tomó un pastel de carne y comenzó a devorarlo con avidez. Crispin le sirvió una copa de vino y se la alcanzó.
– Gracias -murmuró Philippa, mientras se apoderaba de otro pastel, que engulló con tanta prisa como el primero. Luego, atacó la fuente con espárragos en salsa de limón, y cada vez que chupaba los carnosos tallos, se lamía sensualmente los labios.
Crispin, que al observaría sentía un cosquilleo en el miembro, apartó la vista, tomó una sabrosa y tierna pata de venado y la desgarró hasta el hueso con sus dientes blancos y vigorosos. Bebió más vino y pensó que jamás había comido con una mujer desnuda. "¿Qué hay de malo? Somos un matrimonio en la intimidad de sus aposentos" -pensó, y se quitó la toalla de las caderas.
Cuando Philippa notó que el lienzo había caído al suelo, alzó la vista y miró de arriba abajo el cuerpo delgado y largo de su esposo. Los dos se hallaban parados frente al aparador. Estaban tan hambrientos que ni siquiera se habían molestado en sentarse para comer. Una vez que dieron cuenta de las ostras, la carne y los espárragos, cortaron con las manos la enorme hogaza de pan casero. Philippa extrajo un poco de mantequilla y la untó en el pan con el dedo pulgar. Con un rápido movimiento, el conde le arrebató el mendrugo, lo desmenuzó en pedacitos y los fue introduciendo en la boca de la joven. Imitando el gesto, Philippa cortó trozos de queso cheddar se los fue metiendo en la boca. Y luego se lamieron los dedos el uno al otro.
Acto seguido, Crispin colocó el plato de fresas, la crema y un pequeño jarro de miel junto al fuego, y acostó a su esposa en el piso mientras la besaba dulcemente. En silencio, Philippa observaba cómo untaba con crema sus pezones y colocaba en la punta una fresa. A continuación, Crispin le cubrió el torso con crema y fresas, que procedió a comer una por una, y luego le lamió el abdomen hasta no dejar rastros de crema. Dejó para el final las dos pequeñas frutas de sus pezones, y los lamió hasta sentir que ella se retorcía de placer.
– ¿Te gustó lo que te hice antes? -dijo finalmente Crispin, haciéndole cosquillas en la oreja con su cálido aliento.
– Sí, pero fue muy perverso.
– Sí, fue muy perverso -repitió el conde con un ronroneo y le mordisqueó los labios-. Puedo enseñarte otras cosillas perversas, ¿quieres?
La joven, deseosa, asintió varias veces con la cabeza. Entonces, el conde hundió su virilidad en el tarro de miel y la retiró, ante la perpleja mirada de su mujer. Luego la apretó contra los labios de Philippa, quien los abrió y lamió la dulce sustancia con su rosada lengua. Como la miel comenzaba a licuarse y a chorrear debido al calor de su cuerpo, el conde introdujo todo el miembro en su boca. Philippa se sobresaltó al principio, pero enseguida se puso a chupar toda la miel, y cuando sintió que la rigidez de su amorosa vara la desbordaba, la dejó salir. El conde la deslizó entre sus piernas y empezó a empujar con ímpetu.
Philippa le arañaba la espalda emitiendo suaves quejidos. Al instante esos quejidos se transformaron en gemidos y los gemidos desembocaron en un jubiloso grito. El conde movía sus caderas hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, hasta que Philippa sintió que su cabeza giraba como un torbellino. Estaba mareada y débil por el ardiente placer que fluía por todo su cuerpo. "¡Lo amo! ¡Lo amo!" -pensó, pero no lo expresó en voz alta, pues Crispin aún no le había dicho que la amaba.
Estaban empapados de sudor por el apasionado esfuerzo. Crispin la penetró hasta lo más profundo de su vientre, y sintió cómo los espasmos del éxtasis sacudían el cuerpo de Philippa. Sin embargo, no la oyó gritarle su amor. ¿Acaso era incapaz de experimentar ese tierno sentimiento? ¿Solo le interesaba satisfacer su instinto carnal? No sabía la respuesta y tampoco le importaba mucho en ese momento. Los jugos de la pasión brotaron de su ser, dejándolo exhausto y desesperado de amor.
Se quedaron acostados junto al fuego un largo rato. Caía la oscuridad; los pájaros habían dejado de cantar; solo se oía el repiqueteo de la lluvia y algún trueno ocasional. El conde se puso de pie y ayudó a Philippa a levantarse. Juntos entraron en la alcoba, se metieron en la cama y durmieron hasta bastante después del amanecer.
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