Bertrice Small - Philippa

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Philippa: краткое содержание, описание и аннотация

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Philippa Meredith, la hija mayor de Rosamund Bolton y heredera de Friarsgate, sufre una terrible desilusión cuando el joven con quien pensaba casarse la abandona para ordenarse sacerdote. Sin embargo, ese inesperado giro del destino permite a la bella e impetuosa Philippa volver a ocupar su lugar en la corte de Catalina de Aragón y conocer a Crispin St. Claire, conde de Witton, un hombre sofisticado, elegante y, además, un excelente candidato para casarse. La pasión arrebatadora del noble caballero enloquece de deseo a Philippa.
Pero cuando ella se entera accidentalmente de un complot para asesinar al rey Enrique Tudor, y ambos se ponen en marcha para desenmascarar a los conspiradores, su amor se resiente por la dura prueba que deben atravesar. Sensualidad, drama e intriga abundan en este relato ambientado en la corte de Enrique VIII

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– ¿Es cierto?

– Sí, es cierto. He extrañado nuestros juegos, milord. Pero debemos lavarnos primero antes de meternos en la cama y continuar este delicioso interludio. Luego, comeremos algo y volveremos a hacer el amor, a menos, por supuesto, que estés demasiado cansado por el viaje -concluyó Philippa en un tono provocativo.

– Señora, realmente me asombras -repuso Crispin, lanzándole una mirada de aprobación.

La joven vertió un poco de agua en el cabello castaño ceniza de su marido y se lo lavó. Cuando hubo terminado, tomó un cepillo y le frotó vigorosamente la espalda, los hombros y los brazos. Después, enjabonó un paño de franela y lo pasó por su ancho y fornido pecho y por su adorable rostro.

– Ahora sal de la bañera y déjame terminar mis abluciones, milord. Las toallas están calientes.

Él obedeció y comenzó a secarse cuidadosamente, observando con delicia la punta de sus senos, que flotaban, oscilantes, en el agua, mientras ella se frotaba la espalda.

Su boca anhelaba atrapar esos tentadores capullos de carne. Tras quitarse la toalla de la cabeza, enroscó un lienzo en torno a sus caderas, pero no logró disimular la floreciente lujuria que empezaba a consumirlo. Nunca había deseado a una mujer como deseaba a Philippa, su adorable y pequeña esposa. Philippa, que no solo le incendiaba el cuerpo sino también el corazón. Pero ¿cómo podía declararle su amor si ella se obstinaba en guardar silencio? Era una muchacha dulce y dócil, fiel a la Iglesia y apasionada en el lecho. Y aunque entregaba generosamente su cuerpo, no comunicaba ninguna de sus emociones.

– Te espero en el dormitorio -dijo Crispin, y abandonó la antecámara.

– No tardaré -repuso Philippa.

¡Por Dios! ¿Todos los hombres serían tan apasionados como él? Esa era una de las muchas preguntas que tenía que formularle a su madre. Y de pronto, Philippa supo que debía ir a Friarsgate lo antes posible. Si él se mostraba tan apasionado, entonces ¿por qué no la amaba? Y si la amaba, ¿por qué no se lo decía? Su madre conocería las respuestas.

Salió de la bañera y se secó lentamente. Luego se sentó junto al fuego y se frotó el cabello con una toalla hasta quitarle toda la humedad. Por último, se encaminó al dormitorio completamente desnuda.

– ¡Detente! -dijo Crispin, cuando ella estaba a punto de franquear el umbral-. ¡Eres tan terriblemente bella, Philippa!

Sintió que la ardiente mirada de su marido la quemaba por completo. Él le tendió una mano y cuando ella se acercó para tomarla, Crispin la arrastró al lecho, de modo que la joven cayó sobre su cuerpo y se besaron con una pasión arrebatadora.

Afuera se escuchó el estruendo que sigue al relámpago y Philippa jugó con la idea de que sus labios, al unirse con tanta vehemencia, habían sido la causa del trueno.

Sus bocas se fundieron en un beso ardiente y húmedo, cada vez más intenso. Sus senos se aplastaron contra el suave y fornido pecho de Crispin. Ella estaba encima de él y las manos de ambos se enredaban en los cabellos del otro. Sintió el cuerpo de él arder bajo el suyo. Sintió que su virilidad se erguía una vez más, aunque tratara de refrenarse para saborear ese mágico y sublime momento. Finalmente, Philippa apartó la cabeza.

Crispin la levantó y la sentó sobre su torso, como si ella estuviera cabalgando. El redondo y pequeño trasero de la joven le bastaba para mantener intacta su lujuria. Por ahora, todo cuanto quería era acariciarle los senos, esas dos perfectas y deliciosas esferas. Se llevó los dedos a la boca para humedecerlos con saliva y los pasó repetidas veces en torno al tenso capullo de rosa. Ella se estremeció. Lo tomó el pezón entre el pulgar y el índice y lo friccionó hasta convertirlo en un talluelo enhiesto. Lo pellizcó con suavidad y ella emitió un leve quejido. Al mirar su rostro, vio que tenía los ojos cerrados y que disfrutaba de cada nuevo placer que le ofrecía. Jugó primero con un seno y luego se dedicó al segundo.

Philippa suspiraba sin decir palabra. Crispin pensó que el tiempo no los apremiaba y, tras un mes de celibato, ella estaría dispuesta a aceptar lo que pensaba proponerle.

– Ahora tiéndete de espaldas sobre mi cuerpo, pequeña. Déjate caer hacia atrás y te haré conocer una nueva manera de gozar. No tengas miedo, Philippa, jamás te lastimaría.

Al escuchar sus palabras, el corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Lo desconocido la atemorizaba, pero cada vez que se había adentrado en lo desconocido con su esposo no había obtenido sino placer. Obedientemente, se tendió boca arriba. Él le levantó las piernas y deslizó un cojín bajo su trasero. Philippa estaba intrigada, pero no abría los ojos, pues no sabía si estaba lista para mirarlo cuando hacían el amor. Él le levantó aún más las piernas y la sostuvo firmemente en esa posición. ¿Y su cabeza? ¿Dónde había metido la cabeza? ¿Acaso entre sus muslos? Entonces, sintió que la lengua del hombre, eludiendo el tierno follaje, separaba sus labios internos y se hundía en el lugar más secreto de su cuerpo. Philippa ahogó un grito y abrió los ojos, sorprendida.

– ¡Crispin! -se las ingenió para exclamar.

Él alzó la cabeza y la miró.

– Confía en mí, pequeña -fue todo lo que dijo, antes de proseguir con sus deliciosos trabajos de amor.

La lengua era el más exquisito tormento que Philippa había experimentado en su vida. Los sabios lengüetazos lamían, ávidos, su sedosa carne. Sus jugos fluían más copiosamente que nunca y, a juzgar por los sonidos de su laboriosa lengua, él los estaba bebiendo con fruición, como si se tratase del néctar de los dioses. Después, la lengua llegó a ese lugar que sólo había tocado su dedo, y a partir de allí se convirtió en una suerte de émbolo, entrando y saliendo del fragante santuario de su femineidad hasta que Philippa comenzó a gemir. Era una sensación demasiado maravillosa para poder soportarla, y la joven pensó que el único desenlace posible era la muerte. Pero en lugar de morir, se dejó arrastrar por la ola a una vertiginosa altura, antes de desmoronarse dos veces sobre la playa. Crispin la montó entonces, como si fuera una espléndida yegua blanca, y la empaló con su rígido miembro. Sus cuerpos se movieron al unísono hasta que los gemidos de ella le indicaron que había llegado el momento de saciar sus apetitos y él, incapaz ya de contenerse, la inundó con un chorro que le llegó al fondo de las entrañas. Temblando, se apartó de ella con un gruñido de satisfacción.

Yacieron el uno junto al otro, jadeantes y maravillados por cuanto acababa de ocurrir. Crispin la tomó de la mano sin decir una palabra. ¿Por qué Philippa se empeñaba en guardar silencio? ¿Por qué no le decía que lo amaba?

Philippa, aunque encerrada en un mutismo absoluto, no pudo contener las lágrimas. ¿Por qué su esposo no le declaraba su amor? Tal vez porque no la amaba, concluyó la joven, dejándose llevar por el escepticismo… y la ignorancia.

Crispin St. Claire fue el primero en hablar.

– Creo que esta noche hemos engendrado un hijo -murmuró con una voz sofocada por la emoción.

– No lo sé, milord -repuso Philippa, pensando que eso no era posible a causa del brebaje que tomaba todos los días.

– Yo estoy seguro. Una pasión semejante entre un hombre y su esposa debería dar algún fruto.

– Nunca he considerado, milord, que la pasión entre nosotros fuera infructuosa -replicó la joven.

– ¿En serio, señora? -sonrió el conde. Cuando hacían el amor, respondía a sus caricias con una pasión que hubiera satisfecho al hombre más exigente, pero rara vez hablaba del tema-. ¿Tienes hambre? En ese caso llamaré a Lucy para que nos traiga la cena.

Ella asintió con la cabeza, totalmente adormilada.

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