Bertrice Small - Philippa

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Philippa Meredith, la hija mayor de Rosamund Bolton y heredera de Friarsgate, sufre una terrible desilusión cuando el joven con quien pensaba casarse la abandona para ordenarse sacerdote. Sin embargo, ese inesperado giro del destino permite a la bella e impetuosa Philippa volver a ocupar su lugar en la corte de Catalina de Aragón y conocer a Crispin St. Claire, conde de Witton, un hombre sofisticado, elegante y, además, un excelente candidato para casarse. La pasión arrebatadora del noble caballero enloquece de deseo a Philippa.
Pero cuando ella se entera accidentalmente de un complot para asesinar al rey Enrique Tudor, y ambos se ponen en marcha para desenmascarar a los conspiradores, su amor se resiente por la dura prueba que deben atravesar. Sensualidad, drama e intriga abundan en este relato ambientado en la corte de Enrique VIII

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– Llévenlos a un sitio donde no los puedan ver los reyes ni las cortes -dijo el conde al capitán-. Hablaré con Su Gracia después de la misa y él decidirá qué hacer con ellos.

– Sí, milord -fue la respuesta.

De pronto, se escuchó un griterío procedente del campo.

– ¡La salamandra! ¡La salamandra! Había olor a pólvora y un fuerte silbido atravesó el cielo.

– ¿Qué fue eso? -preguntó el capitán.

– Parece que uno de los fuegos artificiales se disparó antes de tiempo. Iré a ver.

Y, efectivamente, tenía razón. Según le contaron los encargados del ígneo espectáculo, un jovencito había encendido por accidente la salamandra, el emblema personal del rey Francisco.

– ¡Torpe! -exclamó enojado el especialista en fuegos de artificio-. Si hubiera arruinado otra pieza, lo habría perdonado, pero ¡el símbolo del rey! No tendré tiempo de hacer otro.

– ¿Dónde está el niño? -preguntó Crispin.

– Le di una paliza y lo dejé ir.

– ¿Sabe quién es?

– El inútil hijo de mi hermana. -Necesito hablar enseguida con él.

– Piers, pequeño idiota, ¿dónde te has metido? ¡Ven ahora mismo o te despellejaré el trasero cuando te encuentre! -gritó el artesano.

Esperaron un largo rato, hasta que apareció un muchachito sucio; parecía hambriento.

– ¡Ven aquí, idiota! Este distinguido caballero desea hablar contigo.

– Ven aquí, pequeño -dijo el conde con voz amable.

– Sí, milord -susurró el niño, asustado.

– Mira, muchacho, debes decirme la verdad y si lo haces te recompensaré. Y no trates de engañarme pues lo notaré enseguida. ¿Entendido?

– Sí, milord.

– ¿Alguien te pagó para que encendieras la salamandra cuando el sol estuviera en el cénit? Quiero la verdad. El niño parecía aterrorizado.

– ¿Hice algo malo, milord?

– Tal vez sí, pero solo quiero saber la verdad. ¿Alguien te pagó para que encendieras la salamandra?

– Sí, milord. Un sacerdote me dio un penique de plata. Dijo que la madre del rey quería hacerle una broma.

– ¿Un penique de plata? -exclamó el artesano-. ¿Dónde está, pequeño idiota? Deberías dármelo por todo el daño que me has causado. -Lo fulminó con la mirada y lo abofeteó-. ¡Dámelo!

– Se lo di a mamá. Tú no me has pagado nada desde que me tomaste como aprendiz. Y mamá lo necesita para alimentar a mis hermanitos.

El artesano volvió a azotar a su sobrino hasta que el conde le aferró el brazo.

– Deje en paz al chiquillo. Necesito que identifique al sacerdote y si lo hace habrá una recompensa para usted. Ha habido un complot para matar a una figura muy importante y la salamandra era la señal que esperaban los asesinos. Su pobre sobrino fue víctima de un engaño.

– ¡Santa Madre de Dios! -El hombre se persignó con nerviosismo.

– El niño es inocente. Lo único que hizo fue aprovechar la oportunidad de ganarse un penique de plata. Por fortuna, nadie resultó herido, pues la conspiración se descubrió a tiempo. Pero necesito que el joven identifique al sacerdote ante las autoridades pertinentes. Vengan conmigo.

– ¿Y usted quién es?

– Mi nombre no significará nada para usted; soy un servidor del cardenal Wolsey.

– De acuerdo, de acuerdo. Iremos con usted. -Todo el mundo, aun los franceses, sabían que el cardenal Wolsey era el verdadero gobernante de Inglaterra. Agarró al niño del cuello de la camisa y le gritó-: ¡Vamos, Piers, y di toda la verdad, basura inmunda!

El conde los condujo desde el lugar donde se habían instalado los fuegos de artificio hasta el pabellón del cardenal en el campamento inglés. El guardia apostado en la entrada lo reconoció y lo hizo pasar junto con sus acompañantes. Adentro vieron a los tres malhechores arrodillados frente a Thomas Wolsey, quien había regresado de la misa.

– ¡Es él! -gritó el niño sin esperar a que le preguntaran-. Es el sacerdote que me pagó un penique de plata por encender la salamandra.

El cardenal les indicó que se acercaran.

– Explíqueme lo que ocurre, Witton -reclamó el clérigo.

– ¿Recuerda que Philippa habló de la señal de la salamandra? Este niño es aprendiz del artesano de los fuegos de artificio y alguien le dio un penique de plata para que encendiera la salamandra cuando el sol alcanzara el cénit. El sacerdote que le pagó le dijo que la reina madre quería hacerle una broma a su hijo Francisco.

– ¿Y ese sacerdote está aquí, en mi pabellón, muchacho? -preguntó el cardenal.

– ¡Sí, Su Gracia! Es uno de los que están arrodillados -el niño señaló al culpable.

– Gracias, pequeño. Arrodíllense para que les dé mi bendición -les dijo al tío y a su sobrino.

Tras bendecirlos, tuvo un gesto que sorprendió al conde, pues el poderoso cardenal era famoso por su mezquindad: metió su mano en un bolsillo oculto bajo su toga y sacó dos monedas. La más grande se la entregó al artesano, y la más pequeña, al muchacho.

– Usted vuelva a su puesto y procure que los fuegos artificiales de esta noche deslumbren a todo el mundo -ordenó Wolsey al artesano-. El niño se quedará conmigo un tiempo más, pues tendrá que contar su historia a otra persona. -Luego se dirigió a uno de sus sirvientes-: Trae mi litera; iré a visitar a la reina Luisa de Saboya para averiguar qué opina de todo este complot. Crispin St. Claire, como siempre, ha hecho un excelente trabajo. Ahora vuelva al lado de su esposa y goce del espectáculo. Crispin hizo una reverencia.

– Gracias, mi cardenal. Me complace haberle sido útil una vez más, pero quien merece toda la gloria es mi esposa. Si no hubiese escuchado esa conversación, el maléfico plan habría tenido éxito.

El más corpulento de los prisioneros tuvo una súbita revelación y, mirando a su compañero Michel, protestó:

– ¡Te dije que había que estrangularla! La muy perra entendió cada una de nuestras malditas palabras.

– Así es, caballeros -replicó el conde, y salió del pabellón. Debía encontrar a Philippa y contarle todo lo que había sucedido.

CAPÍTULO 18

Cuando el encuentro terminó, el rey y la corte se retiraron a Calais, donde Enrique despidió a casi todos los miembros de su comitiva. Luego, él y la reina se dirigieron a Gravelinas para encontrarse con el emperador Carlos V y la regente Margarita. Los cuatro regresaron a Calais y, allí, Carlos y Enrique hicieron un pacto por el cual Inglaterra se comprometía a no firmar nuevos tratados con Francia durante los próximos dos años. La decisión tomada por ambos mandatarios no agradó al rey Francisco, pero no pudo hacer nada.

Philippa y Crispin habían hecho el breve trayecto de Calais a Dover en el navío que lord Cambridge había alquilado para ellos, junto con una docena de cortesanos de menor jerarquía, que les rogaron que los llevaran a fin de retornar a Inglaterra lo más pronto posible. Casi todos eran hombres de Oxford a quienes Crispin conocía y no vaciló en ayudarlos.

Habían partido antes del amanecer y pudieron observar el sol naciente emergiendo, majestuoso, por sobre la cada vez más lejana costa de Francia. En Dover, comenzaron a cabalgar rumbo a Oxfordshire.

Philippa notó que algo estaba pasando. La amistosa y, en cierto modo, protocolar relación que había entablado en los últimos dos meses con su marido parecía estar cambiando. Y el cambio había comenzado en Francia, luego de que ella le contara el episodio de los conspiradores. Philippa no lo comprendía. Crispin se mostraba mucho más solícito y lo había sorprendido en varias ocasiones observándola con una expresión nueva en esos ojos color gris plata que, de pronto, podían volverse tan gélidos. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso la amaba? ¿Era posible que algo semejante ocurriera entre ellos? ¿Sería ella capaz de responder a ese amor? Pensó que sí, aunque no estaba segura de lo que significaba estar enamorada. Además, no podía decírselo. Había aprendido en la corte que una mujer debe ocultar sus sentimientos hasta que el caballero no revele los suyos.

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