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Julia Quinn: El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever

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Julia Quinn El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever

El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever: краткое содержание, описание и аннотация

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A la edad de diez años, Miranda Cheever no mostraba indicios de Gran Belleza. E incluso a los diez, Miranda aprendió a aceptar las expectativas que la sociedad tenía para ella… hasta la tarde en que Nigel Belvestoke, el guapo y gallardo vizconde Turner, besó su mano solemnemente y le prometió que un día ella se convertiría en ella misma, que un día sería tan hermosa como inteligente. E incluso a los diez años, Miranda supo que lo amaría para siempre. Turner siempre ha considerado a Miranda como de la familia. Tras un desastroso matrimonio, Turner sabe que el amor que pudiera sentir lo destruyeron las infidelidades de su difunta esposa. Pero a pesar de su cinismo, Turner se sorprende a sí mismo al darse cuenta del incontrolable deseo que Miranda empieza a despertar en él.

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Miranda sujetó el diario bajo el mentón y lo encajó contra el esternón para liberar las manos y poder atarse la bata a la cintura. Era una invitada nocturna frecuente en Haverbreaks, pero aún así, no era cuestión de vagar por los pasillos de la casa de otra persona con nada más que un camisón.

Era una noche oscura, como única guía tenía la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas, pero Miranda podría haber hecho el camino desde la habitación de Olivia hasta la biblioteca con los ojos cerrados. Olivia siempre se dormía antes que ella -tenía demasiados pensamientos en la cabeza, decía Olivia- y por eso Miranda solía llevar su diario a otra habitación para guardar sus pensamientos. Suponía que podía haber pedido una habitación para ella, pero la madre de Olivia no creía en extravagancias innecesarias y no veía razón para calentar dos habitaciones cuando con una era suficiente.

A Miranda no le importaba. De hecho, agradecía la compañía. Su propia casa estaba demasiado silenciosa aquellos días. Su querida madre había muerto hacía casi un año, y Miranda se había quedado sola con su padre. Debido a su dolor, su padre se había encerrado con sus preciosos manuscritos, dejando que su hija se las arreglara por su cuenta. Miranda se había girado hacia los Bevelstokes en busca de amor y amistad, y ellos la habían acogido con los brazos abiertos. Olivia incluso se vistió de negro durante tres semanas en honor a Lady Cheever.

– Si una de mis primas se muriese, me vería obligada a hacer lo mismo – había dicho Olivia en el funeral- Y de verdad quería a tu madre mucho más que a cualquiera de mis primas.

– ¡Olivia! -Miranda estaba conmovida, pero aún así, pensó que debería estar sorprendida.

Olivia puso los ojos en blanco.

– ¿Has conocido a mis primas?

Y Miranda había reído. En el funeral de su propia madre, se había reído. Más tarde se dio cuenta de que era el regalo más precioso que su amiga podría haberle ofrecido.

– Te quiero, Livvy -le dijo.

Olivia le cogió la mano.

– Sé que sí -dijo suavemente-. Y yo a ti. -Luego había cuadrado los hombros y asumido su postura usual-. Sería bastante incorregible sin ti, ¿sabes? Mi madre suele decirme que eres la única razón porque la que no he cometido alguna ofensa irredimible.

Era probablemente por esa razón, reflexionó Miranda, que Lady Rudland se había ofrecido a ser su madrina durante la temporada en Londres. Al recibir la invitación, su padre había suspirado con alivio y había adelantado con rapidez los fondos necesarios. Sir Rupert Cheever no era un hombre excepcionalmente rico, pero tenía lo suficiente como para cubrir una temporada en Londres para su única hija. Lo que no poseía era la paciencia necesaria -o para ser francos, el interés- para llevarla él mismo.

El debut de Miranda y Olivia se retrasó un año. Miranda no pudo ir durante el período de luto de su madre, y Lady Rudland había decidido permitirle a Olivia esperar también. Con veinte años lo harían tan bien como con diecinueve, declaró. Y era cierto; nadie estaba preocupado porque Olivia consiguiese un gran partido. Con su despampanante belleza, su vivaz personalidad, y, como Olivia señalaba irónicamente, su enorme dote, estaba segura de que tendría éxito.

Pero la muerte de Leticia, además de haber sido trágica, había sido particularmente inoportuna; ahora había que guardar otro período de luto. Sin embargo, a Olivia le bastarían con sólo seis semanas, ya que Leticia no había sido su hermana de sangre.

Llegarían sólo un poco tarde para la temporada. No se podía evitar.

Secretamente, Miranda estaba contenta. El pensar en un baile en Londres la atemorizaba completamente. No porque fuese tímida precisamente, porque no creía serlo. Era sólo que no le gustaban las grandes multitudes, y pensar en tanta gente mirándola y juzgándola era horrible.

No se puede evitar , pensó mientras bajaba las escaleras. Y en todo caso, sería aún peor quedarse atrapada en Ambleside, sin Olivia como compañía.

Miranda hizo una pausa al pie de las escaleras, decidiendo adónde ir. El salón al oeste tenía el mejor escritorio, pero la biblioteca tendía a estar caliente, y hacía un poco de frío aquella noche. Por otro lado…

Hmmm… ¿Qué había sido eso?

Se inclinó hacia un lado, escudriñando el salón. Alguien tenía el fuego encendido en el estudio de Lord Rudland. Miranda no podía imaginar que nadie estuviese todavía levantado y por ahí, los Belvestokes siempre se retiraban temprano.

Se movió en silencio por la alfombra del pasillo hasta que llegó a la puerta.

– ¡Oh!

Turner alzó la vista desde la silla de su padre.

– Señorita Miranda -dijo alargando las palabras, sin reajustar ni un músculo de su perezosa postura-. Quellesurprise .

Turner no estaba seguro de porqué no estaba sorprendido de ver a la señorita Miranda Cheever de pie en la entrada al estudio de su padre. Cuando había oído las pisadas en el vestíbulo, de alguna manera había sabido que era ella. Es verdad que su familia tenía tendencia a dormir como troncos, y era casi inconcebible que uno de ellos pudiese estar despierto y por ahí, deambulando por los pasillos en busca de un aperitivo o algo de lectura.

Pero había sido algo más que el proceso de eliminación lo que le había conducido hasta Miranda como la elección obvia. Ella era una observadora, siempre ahí, siempre observando la escena con aquellos ojos suyos de búho. No podía recordar cuándo la había conocido por primera vez, probablemente antes de que la muchachita dejase de llevar arnés [1] . En realidad era un elemento fijo, de alguna forma siempre ahí , incluso en momentos como ése, que debería haber sido sólo familiar.

– Me iré -dijo ella.

– No -contestó él, porque… ¿por qué?

¿Porque se sentía como si estuviese haciendo una travesura?

¿Porque había bebido demasiado?

¿Porque no quería estar solo?

– Quédese -dijo, haciendo amplios gestos con la mano. Seguramente había algún sitio más donde sentarse allí-. Tómese algo.

Los ojos de ella se agrandaron.

– No creo que pudieran volverse más grandes -musitó él.

– No puedo beber -dijo ella.

– ¿No?

– No debería -se corrigió, y él creyó ver cómo juntaba las cejas. Dios, la había irritado. Era bueno saber que todavía podía provocar a una mujer, incluso a una indocta como ella.

– Está aquí -dijo él con un encogimiento de hombros-. Bien podría tomarse un brandy.

Se quedó quieta por un momento, y él pudo jurar que podía oír cómo le daba vueltas el cerebro. Finalmente, dejó su pequeño libro en una mesa cerca de la puerta y se adelantó.

– Sólo una -dijo.

Él sonrió.

– ¿Porque conoce su límite?

Los ojos de ambos se encontraron.

– Porque no conozco mi límite

– Que sabiduría en alguien tan joven -murmuró él.

– Tengo diecinueve -dijo ella, no desafiante, sino como estableciendo un hecho.

Él alzó una ceja.

– Como decía…

– Cuando usted tenía diecinueve…

Sonrió sarcástico, notando que ella no había terminado su frase.

– Cuando yo tenía diecinueve -repitió por ella, tendiéndole una generosa porción de brandy-, era un idiota.

Miró el vaso que se había puesto, igual en volumen que el de Miranda. Lo apuró en un largo y satisfactorio trago.

El vaso aterrizó sobre la mesa con un sonido sordo, y Turner se reclinó hacia detrás, dejando descansar la cabeza contra las palmas de sus manos, los codos doblados hacia fuera.

– Como todos los niños de diecinueve años, debería añadir -terminó.

La miró. Ella no había tocado su bebida. Ni siquiera se había sentado aún.

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